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EXCEPCIÓN CULTURAL

El mal francés

Como todo el mundo sabe, la “excepción cultural” de Francia consiste en que la gente está dispuesta a pagar por ver cualquier película excepto si sabe que es francesa. La cosa no tiene más misterio que ese, pero el director de la Cinemateca Francesa ha creído conveniente su presencia en Madrid para explicarlo.

Y es que el objetivo de Serge Toubiana no se limita a acabar con el cine francés, algo que ya logró hace tiempo; también quiere liquidar el del resto de Europa. “La excepción cultural triunfará en toda Europa, incluida España”, fue la primera amenaza que lanzó a un reportero de El Mundo sólo bajar del avión. Después le contó orgulloso este Toubiana que obliga a los ciudadanos que no quieren ver películas francesas a financiarlas. Más adelante reveló a su interlocutor que, el suyo, es “un sistema que deberían adoptar todos los gobiernos europeos, incluido el español, aunque no le guste, y aunque la Organización Mundial del Comercio lo quiera suprimir”. Y, por si hubiera alguna duda de que sigue siendo tan progresista como cuando dirigía Cahiers du Cinéma, concluyó con el recurso a la autoridad intelectual de un servidor del absolutismo borbónico para legitimar sus ideas. Según él, las cosas no podrían hacerse de otro modo ya que “el papel del Estado en la cultura es una tradición que se remonta a los tiempos de Colbert”. De todos modos, hubiese sido más apropiado y coherente que avalase su doctrina con el magisterio de, por ejemplo, el Lenin que escribiera Libertad ¿para qué? Porque aunque los españoles no sean una excepción a la regla e ignoren sistemáticamente las cintas galas, algunos han leído a Colbert.

Concretamente al Colbert que mandó imprimir para la posteridad esta frase: “Si una empresa sostenida por el estado no da beneficios, debe ser abandonada a los cinco años”. Pero, inasequible al desaliento y a lo que dijeran o dejaran de decir los mercantilistas, Serge está aquí para traernos la buena nueva de que hay que golpear sin piedad a los contribuyentes por el bien de la cultura y la industria nacional.

Si no hubiese unos cuantos centenares de pequeños toubianas por cada kilómetro cuadrado de la República, nada grave pasaría más allá de las plateas desiertas de los cines con programación patriótica. Pero los hay. Por eso, como nadie ignora, Francia también va camino de convertirse con carácter estructural en la excepción económica de Europa. Así, las cifras macroeconómicas de 2003 parecen sacadas de una película de terror de serie “B”: crecimiento cero, desempleo que ya se acerca al diez por ciento de la población activa —lo superaría ampliamente si se incluyeran en el cómputo los “trabajos” para producir nada y maquillar las estadísticas que ha creado la Administración—, y un déficit público descontrolado que viola, por tercer año consecutivo, los límites firmados por los miembros de la Unión Europea. De todos modos, el gran logro de sus toubianas no es que lleven años cometiendo peliculitas infumables con cargo al bolsillo del prójimo, sino que hayan conseguido realizar una verdadera obra de arte: hacer de la estructura económica y social de la nación que acabó con el Antiguo Régimen un calco casi perfecto de la estructura económica y social del Antiguo Régimen.

Estos días, todos los que son alguien en París tienen encima de su mesita de noche La France qui tombe, la radiografía del declive francés que acaba de publicar el economista y sociólogo Nicolas Baverez. Es un retrato de un estado que invierte el siete por ciento de su PIB en educación para conseguir como resultado un doce por ciento de analfabetos funcionales entre los jóvenes que salen de los institutos públicos. Del país en el que los sindicatos han forzado que los “discontinuos del espectáculo”, varios miles de actores que sólo trabajan durante el verano, cobren un sueldo gubernamental todos los meses del año, durante toda su vida. De los trenes de alta velocidad repletos de profesionales cualificados todos los jueves por la tarde, momento en el que parten hacia Italia para optimizar sus jornadas de treinta y cinco horas. Del sitio en el que murieron quince mil personas el pasado verano, porque el treinta por ciento de los hospitales estaba cerrado a causa de las vacaciones. El del lugar en el que el cuarenta por ciento de los universitarios no acaba sus estudios. De quienes citan a Colbert para, sin solución de continuidad, regalar 3.200 millones de euros, propiedad de los ciudadanos a Alstom, una multinacional dirigida por una pandilla de incompetentes locales. Y también es la foto en tonos grises de esa Francia en la que el partido más votado por la clase obrera ya es el Frente Nacional. Pero, sobre todo, es la descripción de cómo los derechos privados —los privilegios de la alta y de la baja nobleza funcionarial que obtienen sus rentas gracias a la expansión permanente del Presupuesto— han acabado por minar los fundamentos del estado de Derecho. Porque la excepción francesa que describe Baverez no es más que la degeneración corporativa y estamental del compromiso posterior a la segunda Guerra Mundial entre marxistas y socialcristianos en torno al capitalismo nacional tutelado por el estado. Ese entramado ha sido quebrado por la globalización y el cambio tecnológico, pero su fantasma continúa vagando por los despachos ministeriales porque el estamento dirigente del Antiguo Régimen sigue negándose a creer que las leyes de la economía ya no pueden ser dictadas desde el Boletín Oficial. Eso ocurre mientras los profesionales y empresarios del sector privado acaban de enterarse la semana pasada de que, mientras los numerosísimos regímenes especiales de pensiones para los servidores del estado no dejan de ampliarse cada año, la Seguridad Social está al borde de la quiebra. Pero, como siempre, lo contemplan con resignación porque ellos son el tercer estado. Y en la Francia de hoy, para felicidad de Serge Toubiana y desesperación de todos los lectores de La France qui tombe, el tercer estado no es nada.

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