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GREGORIO MARAÑÓN

El hombre frente a sí mismo

Jimmy Burns Marañón ha escrito un libro (Papa espía) lleno de agudeza e ingenio sobre su padre, Tom Burns, y nos deja retazos brillantes y exactos sobre su abuelo, el gran Gregorio Marañón.

Jimmy Burns Marañón ha escrito un libro (Papa espía) lleno de agudeza e ingenio sobre su padre, Tom Burns, y nos deja retazos brillantes y exactos sobre su abuelo, el gran Gregorio Marañón.
Ya me extenderé en otra ocasión sobre el paralelismo entre la victoria de los Aliados y la de Franco, que es una de las tramas centrales de esta obra, para comprender nuestro presente, pero ahora sólo deseaba citar Papá espía como ejemplo de genuina historia y vitalidad literaria, un texto novelesco y con nervio, que contrasta con la mortecina y confusa exposición que sobre su abuelo podemos contemplar en la Biblioteca Nacional. Libro abierto es el de Jimmy Burns para entender a su padre y a su abuelo, mientras que la exposición de la Biblioteca Nacional sobre Marañón oculta lo decisivo.

Es correcta y ajustada a las exigencias del poder la imagen que esta muestra nos ofrece de Marañón, pero resulta confusa para quien desee acercarse a uno de los españoles más insignes del siglo pasado. Estamos ante una muestra fallida sobre Gregorio Marañón. Han convertido un ser irrepetible, un maestro moral en la plaza pública, en un buen hombre preocupado únicamente de su profesión y sus amigos. Ha desaparecido por completo la singularidad excepcional de Marañón: su capacidad normativa para orientar a la dispersa y, a veces, anodina sociedad intelectual. La estrecha vinculación de la circunstancia y el yo de Marañón ha sido borrada por completo, o peor, ha sido sometida a una indecente manipulación.

Por ejemplo, se requiere bastante mala fe para hacer de Marañón un hombre proclive a las ideas socialistas, como insinúan los responsables de la exposición, porque escribió un prólogo a un libro de Marcelino Domingo, ministro socialista durante la Segunda República. A través de esas desgraciadas asociaciones, naturalmente, cualquiera podría mantener que Marañón se aproximó al nazismo, porque tradujo y prologó el libro de León Degrelle, el famoso político belga y oficial de las Waffen SS, titulado Almas ardiendo. Terrible, sí, y ambigua es toda la exposición, porque desaparece el hombre Marañón enfrentado a otros hombres; y, lo que es peor, nada se dice de cómo se enfrentó el intelectual Marañón consigo mismo, que es, dicho sea de paso, una cuestión imprescindible para acercarse a las trayectorias vitales y filosóficas del humanista español.

El miedo a salirse de lo políticamente correcto, o sea, la rendición a la ideología de Rodríguez Zapatero, ha cegado la voluntad de verdad a los responsables de la exposición. Nunca entenderán el espíritu liberal de Marañón:
Los seres humanos que han vivido una era de transformación de la Historia se han visto impelidos a tomar posición en uno u otro bando de la batalla, y, tal vez, se han dejado en ella la reputación o la vida. Pero, para mí, la parte profunda y feroz de la lucha no es nunca la de las banderías, la que se ve, la de la controversia, en la plaza pública, con sus gritos y su polvareda de entusiasmos y de odios. Hay, siempre, por debajo de ella, otra contienda íntima, sutil e implacable, llena de entrañables sobresaltos y dolores; y es la que se desarrolla en la intimidad recatada de la propia conciencia de los combatientes. El tomar una actitud pública nos obliga, en efecto, ante los que nos siguen, y aun ante los que nos combaten. Nos obliga ante la Historia a mantenerla para no quebrar la columna vertebral de nuestra eficacia, mientras nuestra conciencia, claro es, no se subleve (G. Marañón, Tiempo viejo y tiempo nuevo, 1933, 1940).
A pesar de todo, la exposición tiene entidad desde un punto de vista artístico, especialmente pictórico, pero olvida asuntos transcendentales, desde la perspectiva ético-político del personaje. Falta lo esencial, lo más auténtico, del liberal español: su autocrítica. Toda la exposición carece de alma. Oculta lo genuino de un hombre decisivo para la cultura del siglo veinte: su capacidad de autocrítica. Una exposición sobre Gregorio Marañón, hombre decisivo para comprender tanto la llegada como el fracaso de la Segunda República, patrocinada por el Gobierno que quiere vincular el cambio de régimen político de la España actual al de la Segunda República, puede calificarse de cualquier manera menos de inocente. Esa exposición es, en efecto, absolutamente coherente con la política cultural e ideológica del Gobierno de Zapatero. Más aún, esta muestra contiene elementos centrales para ocultar las perversidades de la Segunda República.

El Gobierno de Zapatero es astroso en todo, pero, ay, en asuntos ideológicos es rocoso. De la historia reciente de España, por ejemplo, jamás admitirá otra interpretación que no sea la sectaria de su presidente; así, nadie cercano al socialismo dirá jamás nada que ponga en cuestión una II República que llegó de forma extraña –pues que ya es raro que después de unas elecciones municipales desaparezca la monarquía y aparezca en su lugar un régimen republicano–, patrocinó la violencia y la revolución, desde el primer momento –valga recordar otra vez la quema de iglesias y conventos del 11 de mayo de 1936– y, en fin, concluyó marcada por el asesinato de Calvo Sotelo, el 13 de julio de 1936. Pues bien, ahí, exactamente en este contexto de manipulación del pasado para legitimarse en el presente, hemos de situar la exposición sobre Marañón.

Una vez que se ha obscurecido al hombre crítico de la República, parece que todo les está permitido a los responsables de la exposición. Por ejemplo, nada se dice con claridad sobre el exilio de Marañón del Madrid republicano, no se menciona ni de pasada que cruzó el océano hasta Hispanoamérica a bordo del trasatlántico alemán Cap Arcona para explicar la situación de España a favor del ejército nacional, menos se menciona que su único hijo varón se alistó en el bando nacional durante la guerra, y, finalmente, regresó a la España de Franco, donde se respetó su figura y él gozó de la íntima amistad de grandes falangistas, entre otros, Serrano Súñer, Dionisio Ridruejo, Laín Entralgo y AntonioTovar. Y, por supuesto, también asistió, como uno más, a la gran concentración del 9 de diciembre de 1946, en la Plaza de Oriente de Madrid, contra el cerco que hicieron los gobiernos europeos a la España de Franco. Casi diez años después de su muerte, el diario falangista Arriba reproducía textos de Marañón...

El desconocimiento de esos asuntos no es cosa menor. Es esencial para ver al hombre frente a sí mismo. Es patético que esta muestra haga caso omiso de una de las críticas más sutiles y refinadas, desde el punto de vista intelectual, que haya recibido la Segunda República en la historia. Es una genuina crítica liberal, o sea, una autocrítica de Marañon por haber ayudado a traer la República. Su título es famoso: Liberalismo y comunismo, el ensayo es de 1937, pero sigue siendo esencial para comprender las responsabilidades y culpas de los intelectuales españoles de la época que apoyaron la llegada de la Segunda República; la argumentación de Marañón aún sigue siendo ejemplar: la cobardía de las fuerzas liberales en general, y de los intelectuales en particular, ante el hecho extraordinario de la quema de iglesias y conventos del 11 de mayo de 1936, en España, sigue siendo relevante para estudiar nuestra historia reciente.

Ese texto contiene tres pasos críticos relevantes para comprender el estado del espíritu liberal de la época. En primer lugar, los liberales fueron obtusos para percatarse de la violencia que traía la Segunda República, especialmente nadie fue capaz de diagnosticar la novedad política, es decir, la organización del odio intelectual, que suponía para España la quema, casi al mismo tiempo y el mismo día, 11 de mayo de 1931, de trescientas iglesias y conventos. En segundo lugar, Marañón denunciaba que no hubiera existido "la reacción colectiva, decisiva y enérgica de los liberales españoles frente a lo que ya era realidad incuestionable". Y, en tercer lugar, quizá esta crítica sea hoy más actual que en su época, Marañón criticó el liberalismo daltónico, porque era incapaz de ver el despotismo cuando aparece teñido de rojo.

María Zambrano no pudo soportar esa crítica; por la misma época, 1937, y en el mismo lugar, Chile, la genial pensadora de España dirigió un ataque al hombre Marañón difícil de justificar, salvo que recurramos a la épica de los actos de servicio, que llevaron al despeñadero, o mejor, al abismo intelectual, entre otros, a hombres como Heidegger con Hitler y Lukács con Stalin. No hay, en verdad, por parte de Zambrano razones de peso contra Marañón sino una voluntad, insisto, de organizar intelectualmente el odio. Y si no me creen, lean el final de la carta de acusaciones al hombre que dirige Zambrano a Marañón por estar en el bando nacional:
Ante ese crimen contra el porvenir del mundo y por el dolor infinito de mi pueblo, he llegado a sentir algo nuevo en mi vida: el odio. Odio que no esconde la cara y busca rincones oscuros donde agazaparse, que busca rostros humanos, ojos que miren de frente, cabezas verticales, lo que haya de luminoso en el mundo, la inteligencia, Dios mismo, para gritar mi protesta irreconciliable: mi odio, mi fe.
Por fortuna, y aunque parezca paradójico, la obra filosófica de María Zambrano, a pesar de esos textos de los años de la guerra, jamás se resintió por su apoyo a la República. En cualquier caso, Marañón nunca contestó a esa terrible diatriba. No podía. Él sólo procuraba la reconciliación entre españoles, incluso cuando hacía propaganda a favor del bando nacional. No obstante, un organizador de la concordia como era Marañón quizá podría haber respondido con este bello texto de 1933 (Tiempo viejo y nuevo):
¡Cuantas veces el héroe, el caudillo, el apóstol, han perdido la fe en su bandera, y se ven obligados, sin embargo, a seguir enarbolándola e incluso a morir por ella! Tremenda situación. Yo tengo por cierto que muchos mártires, de éstas o de otras ideas o dogmas, han muerto proclamando heroicamente su fe; mas en sus corazones hacía tiempo que la fe se había roto y marchitado. Nuestra ortodoxia de hombres del montón está, a veces, llena de nubes que la empañan, y que sólo nuestros ojos ven pasar. Acaso otras veces, sin darnos cuenta, la rebelión contra la propia fe asoma al exterior su gesto airado, un instante, entre la claridad del entusiasmo. Únicamente lo percibirán y nos advertirán de ello los ojos avizores de nuestros enemigos, y por eso hay que respetarlos tanto, porque es cierto que los enemigos una veces inventan, para perdernos, errores y faltas nuestras, pero otras no hacen más que descubrir arcanos oscuros de nuestra subconsciencia, de los cuales huyen nuestros propios ojos con instintivo egoísmo.
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