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Irracionalidad y estrategia

Creer que todo conflicto tiene solución es una extendida forma de superstición. La triste verdad es que algunos no la tienen. Ello puede deberse a que sus parámetros producen esquemas circulares y, por tanto, cualquier atisbo de solución conduce fatalmente al avivamiento del foco del problema. También puede ocurrir, sin ser incompatible con lo anterior, que alguno de los responsables de defender los intereses enfrentados actúe según patrones irracionales. No alguna vez, no como táctica, no para mejorar posiciones, sino simplemente porque el agente es irracional. Esos conflictos jamás se solucionan salvo que se alteren sus parámetros básicos. El conflicto israelo-palestino, en los términos en que estaba planteado hasta la segunda guerra del golfo y el nombramiento de Abu Mazen como primer ministro, era uno de ellos.

Más que soluciones, los conflictos complejos -y este ciertamente lo es- tienen posibles equilibrios. Y una situación de equilibrio plausible es la de un Israel eficazmente protegido de los distintos grupos terroristas mediante un sistema de marcas de seguridad, combinado con la firmeza de la comunidad internacional a la hora de legitimar una, y sólo una, representación estable de los palestinos con la que negociar las condiciones y garantías de su futuro estado soberano. Una representación con poder efectivo de la que quepa esperar patrones de conducta racionales o, lo que es lo mismo, cuya voluntad de alcanzar acuerdos estables sea indubitada.

La primera parte de este equilibrio –la seguridad- es alcanzable y depende en gran medida del esfuerzo presupuestario. La segunda –la aparición de un decisor racional en el bando palestino- ha sido dificilísima, dada la resistencia de varios agentes clave, muy en especial la Unión Europea, a reconocer que Arafat no era un líder homologable con nuestro sistema de valores. Arafat es el padre del terrorismo moderno, el precursor de los secuestros aéreos, el asesino de los atletas judíos de Munich, el verdugo último del Achille Lauro. Controla personalmente el grupo político cuya milicia estatutaria ha perpetrado no pocas de las recientes masacres de ciudadanos judíos indefensos. Hasta bien entrados los años ochenta, no aceptó formalmente el derecho a existir del estado de Israel. En los años de administración de la autonomía palestina ha demostrado una absoluta falta de sentido ético a la hora de gestionar los fondos públicos. Hace tres años rechazó la generosa propuesta de paz de Barak, que recogía la práctica totalidad de sus reivindicaciones territoriales. A la histórica oferta, Arafat respondió con la segunda Intifada declarando innegociables sus pretensiones sobre Jerusalén y el retorno de millones de refugiados, aspectos que jamás podrán ser aceptados porque minan de raíz la viabilidad futura del estado hebreo. El rechazo del plan de paz de Barak es la prueba más palmaria de que Arafat, en términos propios de teoría de juegos (disciplina de gran peso, como veremos, en el entorno estratégico de la presidencia de Estados Unidos en el último medio siglo), no era un jugador racional.

En múltiples ocasiones se ha recurrido en política internacional a generar en el adversario la percepción de que, ante ciertas cuestiones, uno es tan irracional que, con tal de no ceder, está dispuesto a la autodestrucción. No otra lógica siguió la disuasión nuclear durante la guerra fría: se trataba de hacer creer a la otra parte que, en caso de un ataque convencional a Europa Occidental, estábamos dispuestos a la MAD (Mutual Assured Destruction, o destrucción mutua asegurada). Las formas por las que se puede llegar a dar verosimilitud a algo tan improbable son diversas y sutiles, y la historia reciente está llena de ejemplos. En teoría de juegos se ha llamado a esto “funambulismo estratégico” o “táctica del loco”. Hay que imaginarla así: avanzamos por una pendiente cada vez más abrupta y se acerca el punto en que inevitablemente nos precipitaremos al vacío. Sin embargo, te convenzo de que cada vez que tú des un paso adelante, yo te agarraré por la solapa y daré dos, arrastrándote conmigo. Cuando llego a convencerte de que esta regla no tiene excepciones, tú te detienes. Siempre, claro está, que en el fondo seas un jugador racional.

Al modelo típico de este juego se le llama también “el gallina”, en homenaje al juego adolescente que aparece en la película Rebelde sin causa, de Nicholas Ray: se trata de conducir dos coches a toda velocidad hacia un acantilado; el primero en girar o detenerse, pierde. Es sabido que en el juego del gallina el jugador más irracional lleva las de ganar. Por eso la táctica apropiada para jugarlo es aparecer con gafas de sol cuando ya está oscuro y tambalearse con una botella de whisky medio vacía en la mano antes de entrar en el coche con aparatosa dificultad. Pero, repito, es una táctica. El jugador inteligente que la aplica está perfectamente sobrio. Sólo trata de transmitir eficazmente al contrincante la idea de que está más dispuesto que él a despeñarse. En el juego del gallina, el estratega se beneficia de cualquier elemento ambiental que resalte su aparente inconsciencia.

Durante los años sesenta y setenta, millones de ingenuos y presuntuosos antiamericanos en Europa, y los movimientos hippies y pacifistas de todo occidente, contribuyeron a crear una sensación de peligro real (que resultaría muy útil a los estrategas estadounidenses) al alertar con tanta vehemencia contra una inevitable guerra nuclear. Por ese y por otros factores, el funambulismo estratégico funcionó a la perfección en la guerra fría. Lo aplicaron como mínimo Nixon y Kennedy. Y también, en una inteligente variante ligada a la SDI o “Guerra de las Galaxias”, Ronald Reagan, ese hombre al que todos tenían por cretino y que enterró el comunismo. La URSS no era un jugador irracional y, llegado el caso, sopesaba los pros y contras de cada movimiento. Además, a diferencia de Estados Unidos, tenía en su contra el no poder transmitir en el momento oportuno la imagen de un mando dividido, una baza estratégica impagable (por mucho que extrañe a los profanos) que aporta verosimilitud cuando las amenazas que se lanzan comportan alto riesgo para el que las profiere.

Desde Kennedy, una gran parte de los opinadores y, como reflejo, el común de las gentes, tiene a los presidentes de Estados Unidos por seres vulnerables y cercanos a la idiotez. El caso de George Bush junior es paradigmático. Existen suficientes pistas para creer que la generalizada percepción del hombre más poderoso del planeta como un tonto de capirote es algo que en varias ocasiones ha beneficiado la posición estratégica de los Estados Unidos. Los destinatarios de la patraña serían, en última instancia, los dirigentes de los estados totalitarios que eventualmente pueden convertirse en sus enemigos.

Para afirmar lo anterior me baso en la enorme influencia que desde tiempos de Kennedy ha tenido la teoría de juegos a través del think tank Rand Corporation en épocas de crisis prebélicas y, muy especialmente, en el diseño y minuciosa gestión de la estrategia de guerra fría. Durante la crisis de los misiles de Cuba, Kennedy incluyó en su círculo de asesores a un muchacho de diecinueve años, Steven Brams, hoy catedrático de ciencias políticas y entonces brillante alumno de Princeton, universidad donde se ha desarrollado la mayor parte de la teoría de juegos. Rand Corporation agrupa a un conjunto de mentes preclaras, con especial predilección por la teoría de juegos, consagradas a la creación de estrategias. Se constituyó en 1948 y durante años tuvo como único cliente a las fuerzas aéreas estadounidenses. El hombre más importante en la teoría de juegos fue John Von Neumann, que colaboró con Rand desde su creación. Como curiosidad, el personaje encarnado por Peter Sellers en el film de Stanley Kubrick Teléfono rojo: volamos hacia Moscú (1964) es una parodia de Von Neumann. Otro consejero de Rand fue John Forbes Nash, uno de los grandes nombres de la disciplina, conocido por el gran público gracias al libro y la película homónimas Una mente maravillosa, que narran su lucha contra la esquizofrenia.

La teoría de juegos ha visto diversificadas sus aplicaciones desde que nació, dada su vocación de modelizar matemáticamente cualquier situación de conflicto de intereses. Ha demostrado su utilidad en biología, en derecho, en economía, en estrategia militar y en muchas otras áreas. En 1994, Nash recibió el Premio Nobel de Economía junto con los profesores Harsanyi y Selten, destacados especialistas de esta expansiva área de conocimiento, lo que supuso la definitiva consagración de la disciplina en su aplicación a la ciencia económica y su incorporación a los programas de las mejores escuelas de negocios. La universidad española ignora vastamente el tema; pero no sólo la universidad: cuando nuestra prensa tuvo que glosar la noticia del Nobel en 1994, los medios abundaron, sabe Dios por qué, en la supuesta hermandad de la economía con el ajedrez. No deja de ser divertido, teniendo en cuenta que Von Neumann se hartó de declarar que el ajedrez no interesa a la teoría de juegos. En el ajedrez hay un árbol de decisión, aunque no exista la capacidad técnica de plasmarlo en ningún soporte debido a su descomunal tamaño; idealmente, hay un modo óptimo de jugar dada una posición cualquiera. El juego por excelencia para Von Neumann era el póquer, que incluye el elemento esencial del farol, tan inexistente en el ajedrez como en el insulso juego de tres en raya.

El modelo más popular de la teoría de juegos es el llamado dilema del prisionero, muy utilizado en clases y seminarios de psicología en un sentido que nada tiene que ver con el que le dio Tucker cuando concibió la historia de policías y criminales con la que siempre más se adornará el modelo. Pero el más influyente ha sido sin duda el descrito dilema del gallina. Bertrand Russell se hizo eco de su uso por parte del gobierno estadounidense cuando en 1959 escribió: “Desde que ha quedado patente el empate nuclear, los gobiernos del Este y del Oeste han adoptado la estrategia que el señor Dulles llama arriesgarse al límite. Esta política se basa en un deporte al que, según tengo entendido, son aficionados ciertos jóvenes degenerados. A este deporte se le llama Gallina”. Luego, el gran Russell, como en muchas otras ocasiones, se equivocaba al confundir la política del gobierno estadounidense, que consideraba irracional, con la modelización estratégica que los teóricos de juegos habían ofrecido a unos decisores políticos perfectamente racionales para que generaran en el adversario percepciones de irracionalidad.

Recordemos que el dilema del gallina nos lleva a transmitir la firme decisión de llegar siempre más lejos que el adversario en la escalada de tensión, aunque tal actitud nos conduzca a la destrucción o a sufrir pérdidas inmensas. ¿Pero cómo logra una superpotencia hacer creíble semejante irracionalidad? Aunque parezca mentira, la historia demuestra que los Estados Unidos lo han venido logrando desde que Rand les asesora. H. R. Haldeman, ayudante de Nixon, reveló en 1978 en The Ends of Power que el presidente utilizaba consciente y minuciosamente este modelo estratégico. Y, como se apuntó, no son pocos los analistas que atribuyen la crisis final del bloque soviético a la obcecación de Ronald Reagan por tirar adelante, contra viento y marea, su Strategic Defense Initiative, proyecto tan costoso que en realidad era inverosímil. Para hacerlo creíble, convenciendo a la exhausta URSS de que perdería sin apelación la carrera armamentística, había que hacer funambulismo estratégico. Así que el entonces vicepresidente George Bush dio a entender públicamente que Reagan debería reconsiderar su decisión (factor de verosimilitud). El resto se sobreentendía: el presidente iba a acabar imponiéndose a la opinión de sus hombres más cercanos y de los especialistas. Con ello, de paso, se mostraban divisiones en la Casa Blanca, lo que sumado a la supuesta idiotez del decisor último, acababa de hacer creíble una aventura que podía comprometer el diez por ciento del presupuesto nacional. Por fortuna, Reagan pasaba por ser el más imbécil entre los imbéciles, además de un fascista maniqueo capaz de cualquier cosa... y la URSS anunció su desarme unilateral. A la llegada de Reagan al poder, Jane Fonda le había lanzado este dardo: “fue un mal actor y será un mal presidente”. Además de equivocarse, la activista multimillonaria contribuyó sin saberlo a fabricar el monigote con el que se urdió el mejor farol de la historia.

Qué decir de George Bush junior, a quien gente de todos los niveles culturales tiene por un semianalfabeto estulto. El modo admirable y eficaz con que se está enfrentando a las amenazas globales no les ha hecho cambiar de opinión. Es fantástico que tantos periodistas insistan a diario en la misma idea a pesar de las evidencias. Ellos, que no podrían llegar a concejales de su pueblo (algunos, ni a presidentes de su escalera), están convencidos de que un lerdo ha llegado a liderar el país más competitivo del mundo, el de las mejores universidades, el que marca el rumbo al resto del planeta en cuanto a innovación, tecnología y gestión.

Una pista más: el cerebro de la Casa Blanca desde el once de septiembre es Zalmay Jalilzad, nacido en Kabul. Nadie tiene hoy más influencia en el Consejo de Seguridad Nacional. Jalilzad procede de la Rand Corporation.

Como ya hemos apuntado, la URSS no era un jugador irracional. No lo era Khrushchev frente a Kennedy durante la crisis de los misiles de Cuba; tampoco lo era Gorbachov frente a Reagan. Nada parecido podía decirse del círculo de poder de Arafat. Increíblemente, este occidente extraño, lleno de lo que Kundera llamó “alegres amigos de sus sepultureros”, no contento con otorgar en su día el Premio Nobel de la Paz a un asesino despiadado, hoy sigue rindiéndole pleitesía. Algo sólo explicable por el recalcitrante antisemitismo contemporáneo. Un antisemitismo que no se reconoce como tal porque abomina de los postulados racistas, pero que reproduce las manías conspiranoicas del mismo modo que lo hizo el régimen nacionalsocialista. Ellos no lo saben, claro, pero aún beben del manantial envenenado de los Protocolos de los sabios de Sión, el apócrifo urdido por los servicios secretos del zar en París a principios del siglo XX.

Políticos e intelectuales europeos se empeñan en seguir salvando la cara al rais. Ahí está la visita de la ministra Ana Palacio a finales de mayo de 2003, un paso atrás en la desautorización definitiva de Arafat como interlocutor y un extemporáneo escupitajo a la única esperanza de romper la circularidad del conflicto. Un mal paso de la representante del país llamado a servir de escenario a la firma de la paz. Porque el rais no es, por difícil que le resulte a Europa reconocerlo, un jugador más racional que los líderes de Hamas o de la Yihad Islámica. Palestina no ha contado, hasta Abu Mazen, con interlocutores con los que jugar ningún juego estratégico.

En un aspecto fundamental, la situación de Israel durante los últimos años se parece a la que tuvo que enfrentar Churchill tras la ocupación de Polonia por parte de Hitler. Cuando, en una escalada de tensión, el adversario es con toda seguridad más irracional que nosotros, y no podemos hacer nada para cambiarlo, sólo cabe renunciar a la superstición de una solución simple y cercana, recurrir a los principios y, a la luz de estos, adoptar patrones de actuación. Churchill no sabía cómo terminaría la guerra, ni tenía especiales motivos para pensar que fuera a ganarla. Se limitó a asumir los valores de la democracia, a ofrecer sangre, trabajo, lágrimas y sudor (el trabajo siempre se cae de la cita), a asegurar que jamás se rendiría, y a actuar. Por fortuna, a diferencia de lo que ocurría en 1939, hoy no caben muchas dudas respecto a quién ganaría en Oriente Medio un enfrentamiento planteado en términos puramente bélicos. Pero ahora mismo el principal problema no tiene que ver con el armamento sino con los valores. Si no fuera así, Sharon habría arrasado Yenín con aviones. En vez de eso, arriesgó la vida de sus hombres para neutralizar ese nido de Hamas, y perdió a 23 de ellos. Human Rights Watch confirmó que en Yenín no murieron ni miles ni cientos de inocentes, como sostuvieron la mayor parte de la prensa y los más altos representantes de la ONU: murieron medio centenar de palestinos, en su gran mayoría combatiendo con armas. Que tantos intelectuales del viejo continente (Saramago al frente) se hayan apoyado en Yenín para inventar un Holocausto inverso es una prueba más de lo dicho sobre el antisemitismo: el prejuicio sigue vivo e impermeable a la realidad.

Ninguna reunión, plan, mediación o conferencia internacional podía aportar solución alguna mientras Arafat fuera el encargado de mover las fichas. Poner a otro en su lugar tampoco garantiza la solución, pero al menos no la imposibilita de entrada. Sharon ha sabido gestionar la tensión en un marco que no podía ser más desalentador. Ahora, por fin, los parámetros del conflicto han cambiado, aunque sigue haciendo falta un esfuerzo extraordinario de argumentación ante esa gran parte de la opinión pública que, frívola y desinformada, constituye el caldo de cultivo para la supervivencia de los atavismos que siempre acaban culpando al judío.

No es casual que la administración Bush esperara a controlar Irak antes de poner en marcha su famosa “hoja de ruta” para lograr la tan ansiada paz en la región. Una vez derrocado Sadam, y con las fuerzas aliadas  establecidas por tiempo indefinido entre los estados canallas de Siria e Irán, las variables de las que depende la seguridad en la zona juegan por fin a favor de Israel. Como ejemplo de consecuencia inmediata, el régimen de Bashar Assad no puede seguir dando cobertura y apoyo abierto a los terroristas de Hamas, Yihad Islámica y FPLP. La presencia de los soldados ingleses y americanos a lo largo de más de quinientos kilómetros de frontera es demasiada presión incluso para el aguerrido líder sirio.

Tarde o temprano, la coherencia con nuestros valores acaba alterando las condiciones del entorno y la relación de fuerzas en el complejo magma del adversario, tal como ha demostrado Sharon con el apoyo de la inmensa mayoría de su pueblo. A partir de ahí, cada nueva prueba de que Palestina no está en manos de un decisor irracional nos acerca más al día de la solución. O del equilibrio estable. Un día al que Arafat no está invitado.

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