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ENIGMAS DE LA HISTORIA

El fracaso del alzamiento en Barcelona y Madrid

El 18 de julio de 1936, el alzamiento de un grupo de militares contra el gobierno del frente popular parecía destinado a triunfar en toda regla. Sin embargo, en unas horas cosechó dos sonoros fracasos en Barcelona y Madrid. La propaganda frentepopulista atribuiría semejante circunstancia a la respuesta popular pero, en realidad, ¿por qué fracasó el alzamiento de julio de 1936 en Barcelona y Madrid?

A media mañana del 19 de julio de 1936, el golpe militar dirigido contra el gobierno del frente popular había triunfado en todas las partes donde se había iniciado. Marruecos, Canarias, Sevilla ciudad y los ámbitos de las Divisiones 5ª, 6ª y 7ª estaban controlados en mayor o menor medida por los alzados. Incluso el general Goded había declarado el estado de guerra en Palma de Mallorca en la madrugada del día 19 y daba la impresión de que todo el archipiélago de las Baleares se sumaría a la sublevación. Paradójicamente, en el momento de mayor éxito de los rebeldes fue cuando se produjo una serie de acontecimientos que abortaron el triunfo final del golpe. El primer revés de consideración se produjo en Barcelona, una plaza que no sólo era cabecera de la 4ª División sino que además tenía una enorme importancia por el número de fuerzas acuarteladas durante la misma. Con anterioridad a la rebelión, la Jefatura de Policía de Barcelona había remitido un informe al consejero de Gobernación de la Generalitat sobre las actividades conspiratorias de algunos militares. El informe mencionaba que podía esperarse un golpe destinado a derrocar al Gobierno y en el que intervendría Falange. La Generalitat decidió optar por un compás de espera pero las centrales sindicales, en especial la CNT, que también conocían los preparativos de los conspiradores, adoptaron una actitud muy distinta. El plan de los rebeldes consistía en que Fernández Burriel capitaneara el alzamiento —hasta la llegada del general Goded, procedente de Mallorca— y que fuera apoyado por el general Legorburu desde el cuartel de San Andrés (7ª de Artillería ligera). Unidos a fuerzas de Infantería y Caballería, los alzados debían confluir sobre el casco viejo y tomar los centros neurálgicos, en especial, la Consejería de Gobierno, la Comisaría de Orden Público y la Generalidad. El regimiento de Badajoz debía apoderarse de la Telefónica y el de Montesa tenía que mantener el enlace con la Infantería situada en la zona de la plaza de la Universidad-plaza de Cataluña y tomar, con otras tropas, el Paralelo.

Llegados a ese punto, las fuerzas sublevadas estrecharían el cerco del casco antiguo rindiendo la ciudad. El plan no estaba en absoluto mal concebido y sus ejecutores lo contemplaban con un considerable optimismo. Sin embargo, tenía un punto débil y era que su triunfo inicial dependía, como mínimo, de la pasividad de las fuerzas de orden público. A las cinco de la madrugada del 19 de julio, una parte de las tropas acantonadas en Barcelona abandonó sus acuartelamientos con la intención de ocupar los puntos considerados estratégicos. Casi inmediatamente, en el cruce llamado “El cinco de oros”, entre el Paseo de Gracia y Diagonal, se produjo un enfrentamiento entre las tropas rebeldes y cuatro compañías y un escuadrón de las fuerzas de seguridad a las que se habían sumado grupos obreros. El choque resultó nefasto para los rebeldes. Posiblemente sorprendidos por una resistencia que no esperaban, los sublevados se dieron a la fuga o se rindieron, aunque los mandos, con algunos efectivos, se refugiaron en el convento de Carmelitas de la calle de Lauria. Allá fueron cercados y acabaron rindiéndose. Los logros obtenidos por los otros grupos alzados fueron diversos pero, a media mañana, la situación de los rebeldes distaba mucho de ser la esperada. La pésima coordinación entre las diferentes fuerzas, la resistencia de los Guardias de Asalto y de la CNT y la colocación de barricadas habían dislocado prácticamente el dispositivo golpista. Los sublevados, bajo el mando del general Fernández Burriel, ocupaban el hotel Colón y la Telefónica, tenían recluido en Capitanía a Llano de la Encomienda —que, no obstante, siguió cursando órdenes— y habían llegado a la plaza de Cataluña pero sus posibilidades de triunfo ya eran reducidas. Al mediodía, con la finalidad de dirigir el golpe llegó en avión procedente de Mallorca el general Goded junto con su hijo. El general rebelde, desalentado, se percató de la situación real. Las tropas alzadas no sólo distaban mucho de controlar la situación sino que además habían sido incapaces de hacerse con las estaciones, las transmisiones, la radio y los edificios principales. Las peticiones de refuerzos que Goded cursó a Palma, así como su intento de apoderarse del aeródromo del Prat, resultaron ya inútiles, puesto que el teniente coronel Díaz Sandino se mantenía al lado de las autoridades republicanas. Con todo, el factor decisivo a la hora de sofocar el alzamiento totalmente fue la actitud de las fuerzas de orden público.

Cuando sobre las dos de la tarde, la Guardia Civil, mandada por el coronel Escobar, decidió mantenerse dentro de la legalidad, el fracaso golpista quedó decidido de forma irreversible. Escobar reconquistó la plaza de la Universidad y luego intervino decisivamente en la Plaza de Cataluña en combinación con los guardias de Asalto y con diversos contingentes obreros. De hecho, el emblemático Buenaventura Durruti protagonizó así el asalto al edificio de la Telefónica que concluyó con un éxito, pese al número elevadísimo de pérdidas obreras. A media tarde del día 19, Goded telefoneó al general Aranguren para intentar llegar a un arreglo que éste no aceptó. El general sublevado sólo podía ya rendirse sin condiciones y con esa finalidad telefoneó al consejero de Gobernación. Sólo insistió en que fuera la Guardia Civil la encargada de prenderlo. Así sucedió poco después de las siete. Tras entrevistarse con Companys, Goded pronunció un mensaje por radio en que afirmaba que la suerte le había sido adversa y que los que desearan continuar la lucha quedaban libres de compromiso y no debían contar con él. Goded sería trasladado al buque Uruguay. Tras ser juzgado por un consejo de guerra, fue fusilado en agosto. Su hijo fue canjeado en octubre de 1937.

Al terminar el día 19, sólo seguía resistiendo el cuartel de las Atarazanas, situado al final de las Ramblas y frente al puerto. El 20, también este reducto sucumbió ante el asalto de los anarquistas. En un intento de tomarlo, cayó muerto el anarquista Francisco Ascaso, amigo de Durruti. Éste no tuvo compasión con los oficiales rebeldes. Los colocó contra la pared y procedió a fusilarlos. A la una de la tarde aproximadamente, los últimos reductos del Alzamiento en Barcelona habían desaparecido. La suerte de la rebelión en el resto de Cataluña fue similar y derivó, sin dudas, del fracaso barcelonés. En Gerona, una parte de las tropas de la guarnición procedió en la madrugada del día 19 a declarar el estado de guerra “cumpliendo órdenes de Barcelona”. Sin embargo, el fracaso de Goded aquella misma tarde provocó una reacción de las fuerzas de orden público —Guardia Civil y Guardias de Asalto— que instaron a los sublevados para que se retiraran a sus cuarteles. Así lo hicieron éstos, evitando el choque militar y permitiendo que la República siguiera controlando la ciudad. En Lérida, el comandante de la plaza, coronel de Infantería Rafael Sanz Gracia, siguiendo las órdenes de Cabanellas, sacó las tropas a la calle a las 9 de la mañana del 20 de julio. Sin embargo, el resultado adverso en Barcelona llevó a Sanz Gracia a rendirse. En manos de la CNT-FAI, los sublevados más relevantes fueron fusilados. La ciudad, controlada por los anarquistas y el POUM, se convirtió además en testigo de tropelías que, en su mayor parte, tuvieron un contenido anticlerical. Algo similar sucedió en Tarragona. Los resultados obtenidos por el golpe en Barcelona llevaron a los jefes y oficiales de la guarnición a mantenerse en un compás de espera a pesar de que eran simpatizantes de la rebelión. Finalmente, el teniente coronel Ángel Martínez-Peñalver Ferrer desligó a los conjurados de sus compromisos y evitó la posibilidad de un alzamiento. La oleada revolucionaria, sin embargo, no pudo ser evitada. A los pocos días, en Tarragona se produjeron incendios de iglesias, y asesinatos de aquellos que se consideraban enemigos de clase: los sacerdotes, los militares no adictos y algunos civiles derechistas. El fracaso golpista en Barcelona determinó así que Cataluña se mantuviera en el bando republicano. El 21 de julio, toda la región y buena parte de Huesca estaban ya controladas por el recién creado Comité de Milicias Antifascistas. Con ello el mecanismo del golpe quedaba seriamente dañado.

Su revés definitivo iba a recibirlo, no obstante, en la capital de la nación. La guarnición madrileña era, con la excepción de la ubicada en Marruecos, la más numerosa de España. Como había sucedido en Barcelona, las autoridades estaban al corriente de la posibilidad de un golpe militar pero no le habían prestado excesiva atención. Las noticias sobre la sublevación en África —que ya llegaron a la capital el día 17—provocaron la lógica tensión en Madrid. De hecho, durante este día y el siguiente las organizaciones obreras insistieron en que se les entregaran armas para abortar una rebelión que se adivinaba inminente. Casares se opuso radicalmente a esa posibilidad por el temor de que las mencionadas organizaciones controlaran después las calles y desbordaran a las autoridades republicanas. Por otro lado, Casares se ocupó de asegurarse el apoyo de las fuerzas de seguridad que, como en el caso de Barcelona, estaban llamadas a tener un papel decisivo. Asimismo se produjo la detención de tres coroneles, un teniente coronel, tres comandantes, dos capitanes y dos tenientes sospechosos y los oficiales de la UMRA se apoderaron de los puestos de mando y de los centros de transmisiones y comunicaciones. La confirmación del triunfo rebelde en Marruecos determinó a Casares a dimitir en la tarde del 18 lo que, históricamente, ha tenido el efecto de difuminar el valor de las inteligentes medidas tomadas en sus últimas horas como presidente del gobierno. Lo cierto es que Casares había colocado de entrada a las fuerzas leales al frente popular en una posición de superioridad. Al tener lugar la dimisión de Casares, Azaña encargó formar gobierno a Martínez Barrio con la intención de llegar a un acuerdo con los sublevados que evitara la guerra, pero los intentos realizados al respecto concluyeron con un fracaso.

En paralelo a la actividad de las autoridades republicanas, los conjurados dieron muestra a lo largo del día 18 de una incompetencia y una indecisión pasmosas. Aquella tarde ya se distribuyeron fusiles al pueblo y se formó el primer batallón de milicias en el círculo socialista del puente de Segovia. Es dudoso que el valor estrictamente militar de aquellas fuerzas fuera elevado pero el efecto desmoralizador que ejercieron sobre los rebeldes fue notable. El día 19, Madrid amaneció como una ciudad enfervorizada que esperaba una rebelión militar de un momento a otro. Aquella mañana, el teniente coronel del Arma de Ingenieros Ernesto Carratalá Cernuda, jefe del Batallón 1ª de Zapadores, fue asesinado por sus oficiales cuando intentó dar armas al pueblo. Azaña convocó al palacio de Oriente a un conjunto de personajes de relevancia (Martínez Barrio, Largo Caballero, Prieto, Giral, Sánchez Román...) para abordar un problema que estaba adquiriendo unas dimensiones superiores a lo esperado. La propuesta de Sánchez Román de llegar a un pacto con los rebeldes provocó la oposición de los presentes que conocían ya el fracaso de Martínez Barrio y también las primeras acciones de los rebeldes. El nuevo Gobierno, presidido por Giral, decidió cortar por lo sano y ordenó que se entregara armas a las organizaciones de izquierdas para abortar la rebelión. Ésta comenzaba ya a dar señales de vida. De hecho, un grupo de falangistas se había ido concentrando en el cuartel de la Montaña, que estaba ya en clara rebeldía desde que el mismo se encontraba bajo el mando del general Fanjul.

Hacía mucho tiempo que Fanjul —que había combatido en Cuba y Marruecos— no ejercía un mando militar efectivo. De hecho, al menos desde la segunda década del siglo había sido más un político que un militar militando en las filas del partido de Maura y después en la CEDA. Diputado en 1931 y 1933, se había visto horrorizado —como millones de españoles— por la revolución de octubre de 1934 que, encabezada por el PSOE y los nacionalistas catalanes, había intentado acabar con el gobierno republicano. Fanjul actuó en 1935 a las órdenes de Gil Robles, a la sazón ministro de la guerra, pero nuevamente su cometido había sido fundamentalmente político. Su llegada al cuartel de la Montaña —de paisano y el día 19— podía haber resultado decisiva pero en lugar de utilizar las tropas de que disponía para ocupar los puntos neurálgicos de la ciudad, optó por permanecer encerrado a la espera de unos hipotéticos refuerzos que debían llegarle de Burgos y Valladolid. De esa manera, condenó el golpe al fracaso.

Al amanecer del día 20, se inició el cañoneo del cuartel de la Montaña. Los sitiados sólo resistieron algunas horas y eso teniendo que vencer las propias disidencias existentes entre sus ocupantes. Cuando se utilizó la aviación contra ellos, el cuartel capituló. Se produjo entonces el fusilamiento de los prisioneros aunque algunos como el general Fanjul, su hijo, que era teniente médico, y el coronel Fernández Quintana fueron capturados con vida y, tras ser juzgados el 15 de agosto por rebelión militar, se les fusiló ese mismo mes. Yugulada la sublevación en Madrid, los conatos en otros lugares de la provincia fueron sofocados sin dificultad, concluyendo con la rendición de los rebeldes de Alcalá de Henares el día 21. Como había sucedido en Barcelona, el fracaso del golpe en Madrid determinó también el de las ciudades cercanas. Así sucedió en Guadalajara, donde el comandante Rafael Ortiz de Zárate cayó prisionero de los milicianos el 22 y fue fusilado por éstos. De la misma manera, Badajoz y Ciudad Real —donde se produjo una auténtica explosión de violencia anticlerical— se mantuvieron leales a la República. De esa manera, toda la primera región militar quedó bajo el control del Gobierno, salvo la guarnición de Toledo, donde el coronel Moscardó, jefe de la Escuela Central de Gimnasia, se sublevó con el apoyo de sus hombres, de los de la Academia de Infantería y de la Guardia Civil y procedió a encerrarse en el Alcázar.

El fracaso en Barcelona y Madrid fue decisivo porque hizo perder a los rebeldes Cataluña y parte de Aragón así como toda la primera región militar. De haber sido el resultado el contrario, muy posiblemente la guerra hubiera concluido en unas semanas con el mismo resultado militar pero con distintas consecuencias. En la zona frentepopulista el triunfo se atribuyó a las masas populares —en realidad militantes anarquistas, comunistas y socialistas— que habrían sofocado con su entusiasmo y su valor el alzamiento. Esta mitología se mantendría durante la guerra —causando un enorme daño al esfuerzo militar republicano— e incluso es común encontrarla en la actualidad en algunos libros. La realidad había sido muy distinta. En Barcelona, el fracaso del alzamiento se debió a la conjunción de dos factores muy importantes. El primero fue la impericia de los alzados para tomar los puntos clave de la ciudad y el segundo —realmente decisivo— la lealtad del coronel Escobar, guardia civil y católico piadoso, a las autoridades constituidas. Sin esa conjunción, nada hubiera podido hacer la CNT, que en unos días mostraría su incompetencia en el frente de Aragón. En Madrid, la responsabilidad del fracaso fue muy similar, pero recae una porción mayor en el general Fanjul. Ciertamente contaba con pocas fuerzas — pero no menos, por ejemplo, que el general Queipo de Llano en Sevilla o que los alzados de Granada—, pero si en lugar de haberse recluido en un enclave susceptible de asedio las hubiera empleado correctamente la suerte del alzamiento en la capital podría haber sido muy distinta. Como señaló en una ocasión el mariscal Montgomery, la guerra la gana finalmente el bando que comete menos equivocaciones y en estos dos casos las cometidas por los alzados fueron del suficiente calibre como para privarles la victoria y con ello transformar el golpe en prolongada guerra civil.



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