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Icono mundial de la barbarie

Ha muerto Chávez con un tubo atravesándolo "por do más pecado había": esa boca desaforada, procaz, incontinente, a la que lo ha debido todo. Su historia es el reverso de aquel cuento publicado a finales del siglo XIX por el venezolano Pedro Emilio Coll: la del personaje vulgar que se rompe un diente en la infancia y que, ensimismado desde entonces en la costumbre de rozárselo con la lengua, alcanza luego las más altas posiciones por la fama de hombre sabio y superior que le da su mutismo. El teniente coronel que en su mocedad no había salido de Venezuela, y que en 1992 intentó derrocar el Gobierno de Carlos Andrés Pérez con los modos del golpismo más bananero, logró ocupar en los últimos tres lustros los titulares del mundo entero; acaudilló la izquierda planetaria; fue objeto de congresos y de tesis doctorales; se atrajo la simpatía de intelectuales y de personalidades que antes no eran capaces de ubicar en el mapa la tierra de Bolívar, y todo ello a fuerza de una incombustible parlería.

En 1935 Thomas Mann escribió, viendo el entusiasmo que despertaban en las calles los actos de los nazis:

Si estas masas modernas fueran sólo primitivas, no serían sino grupos de bárbaros frescos y alegres; uno podría llegar a algún término con ellas, podría esperar algo de su existencia. Pero, además de primitivas, son otras dos cosas que las vuelven, en una palabra, terribles: son sentimentales y son, de un modo catastrófico, filosóficas. A todo esto el espíritu de las masas, aun siendo escandalosamente moderno, habla la jerga del romanticismo; habla del "pueblo", de "sangre y tierra", de toda una serie de cosas viejas y piadosas, al tiempo que echa pestes contra el "espíritu del asfalto"... al que en realidad es idéntico. El resultado es una mescolanza engañosa, que chapotea en un tosco sentimentalismo compuesto de palabrería sobre el alma y de bobadas sobre la masa: una mezcla triunfal. Una mezcla que está caracterizando y determinando nuestro mundo.

La verborragia chavista ha sido sobre todo sentimental, aunque no haya faltado (por parte, señaladamente, de la universidad española) quien haya querido darle revestimiento filosófico. Tampoco era muy necesario porque de lo que se trataba era, precisamente, de sustraer las razones a la razón y de legitimar un voluntarismo sin trabas. En este sentido, el chavismo ha sido un fenómeno característicamente posmoderno, que no ha requerido ni de tesis ni de praxis: por fin no se sabe qué cosa sea el socialismo del siglo XXI, cuyo aporte ha resultado totalmente irrelevante para la vieja cartilla antiimperialista latinoamericana; y el Estado socialista sigue siendo un futurible para Venezuela. Los instrumentos usados han sido mucho más elementales. Capacidad de gritar más alto; falta de escrúpulos; agitación de masas y colaboradores de la peor ralea que deben al líder un inmerecido protagonismo. La fórmula de Sálvame, en una palabra, aplicada a la política.

Que el modelo puede seguir teniendo avatares lo está demostrando Cristina Fernández de Kirchner, en un momento en el que el chavismo ha evolucionado hacia una fase superior de su justificación existencial. A estas alturas parece ya despreocupado de su táctica primera de fraude a la Constitución, hecha para embutir las formas gorilescas en las ropas del Estado de Derecho. Con la enfermedad de Chávez, el régimen ha dado un paso más allá para ver si la legalidad es un pretexto necesario, y ha comprobado, con gran satisfacción, que no: el poder en Venezuela lleva casi dos meses ocupado de facto y a nadie parece quitarle el sueño. Dentro de poco es muy probable que los usurpadores reciban el refrendo de las urnas, y entonces podrán decir lo mismo que Artur Mas:

Los países tienen derecho a decidir, y contra eso no hay normas, ni constituciones ni interpretaciones posibles.

A su muerte puede decirse de Chávez, el antipolítico llegado para destruir el sistema, que devolvió a los venezolanos al estado de naturaleza. Lástima que no al de Rousseau –irrecuperable para siempre, a lo que parece–, sino al de Hobbes: la guerra en la que el hombre es un lobo para el hombre. La buena nueva chavista es que la Revolución concede a quien se le adhiere el don milagroso de la licantropía, y el que quiera cambiar esa ridícula y apocada condición humana por un hocico rabioso y sanguinario debe encasquetarse su gorra roja y unirse a la manada. Con ese mensaje, el régimen ha canonizado la violencia, la corrupción y el crimen organizado como formas de participación política. Parece ser que las bandas criminales someten ahora a los novicios que quieren entrar en ellas al rito iniciático de cometer un homicidio que aparezca en el periódico (lo cual, por cierto, no sucede siempre: son tantos, sólo en Caracas, que no hay páginas para todos). Cabe imaginar que en adelante brindarán la víctima propiciatoria al espíritu del Comandante-Presidente, que los guarda desde el cielo como un numen tutelar.

Por supuesto, Chávez no se sacó del sombrero la crisis de la sociedad venezolana. Si en la historia política se ha explicado siempre la invención de la socialdemocracia como vacuna contra la revolución, en el caso de Venezuela esta última vino a ser como la hora loca en la fiesta del clientelismo y las prebendas socialdemócratas. Por eso no se demolió el edificio burocrático levantado por el populismo del antiguo régimen: el plan de Chávez, por el contrario, fue ocuparlo, blindarse dentro, ampliarlo hasta lo faraónico (sin excluir el toque kitsch) y controlar todos sus recursos. Con la chequera en la mano, la comunidad internacional responde al principio de que los Estados sólo tienen intereses, y los venezolanos al de que si uno no se lo lleva, otro se lo llevará. Para la diplomacia mundial será fácil, luego, volver la cabeza para otro lado y hacer como tantas veces, que se saca del álbum la foto del abrazo rendido y del entusiasta apretón de manos. Pero ¿qué suerte le espera a una nación tan hondamente marcada por la herencia de Chávez?

Ahora, desde luego, no hay ni para qué planteárselo. El país es una colonia de Cuba; el continuismo es la única posibilidad que se contempla, y, por grandes que sean las divisiones internas del chavismo, todos parecen haber comprendido que lo más inteligente es seguir cada cual con su remo, navegando en la misma dirección. Pero el vínculo con Cuba y el liderazgo de Maduro pueden salir del panorama como puede salir Sálvame de las pantallas, abandonado por sus patrocinadores o por la audiencia. El problema real es cómo se restituye la gente a los valores conculcados; quién devuelve la dignidad a la vida o a la honradez, después de tanto tiempo sin valer nada. Quién reconstruye la idea de civilización; el sentido de que los pueblos deben insertarse en el proceso de perfectibilidad que es connatural al destino humano. Chávez ha representado, para sus compatriotas y para los de fuera, una rebelión luzbélica contra esa razón. Y los que advertimos la magnitud del despropósito suscribimos nuevamente el lamento de Thomas Mann:

¡Cultura! Las carcajadas jocosas de una generación entera replican hoy a eso. Y se dirigen, obviamente, contra ese término favorito de la burguesía liberal, como si la cultura propiamente dicha no fuera más que eso: liberalismo y burguesía. Como si no representara el contrario de la brutalidad y de la miseria humanas, y, además, lo contrario de la pereza, de una miserable flojedad que seguirá siendo miserable y floja por muy robusta que se muestre; en definitiva: ¡como si la cultura como forma, como deseo de libertad y de verdad, como vida vivida a conciencia, como esfuerzo infinito, no constituyera la educación moral en sí misma!

Libertad Digital, 6-III-2013

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