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De gatos escaldados

En el mundo de las ideas, liberalismo y conservadurismo se acercan. En el terreno de la política, esa cercanía puede ser letal para el liberalismo.

Hayek, el liberal que habló de "los socialistas de todos los partidos" y explicó "por qué no soy conservador", también reconoció la proximidad entre liberales y conservadores. Aunque pondera el socialismo porque quiere cambiar las cosas, y el liberalismo también, aunque de un modo muy distinto, quien lea la lista de los autores de referencia para el austriaco verá que un calificativo que los puede reunir es el de conservador: Burke, Macaulay, Gladstone, Lord Acton, Tocqueville, los ilustrados escoceses.

El recelo de los conservadores frente a los cambios drásticos revolucionarios suscita la simpatía de muchos liberales que son reformistas o incluso anarquistas, pero, si se me permite, dentro de un orden, es decir, valoran la vida y la libertad de las personas concretas más que los magnos arreglos institucionales. "El liberal se aproxima al conservador en cuanto desconfía de la razón", dice Hayek, y esta desconfianza es un sano freno contra los socialistas que pretenden reorganizar toda la sociedad de arriba abajo pensando que los seres humanos somos meras piezas en un tablero de ajedrez, como advirtió Adam Smith.

Estas ideas son plausibles, como también lo es la propensión conservadora a favor de la religión, la propiedad privada, las costumbres y las tradiciones. Destacados liberales decimonónicos cometieron un error al considerar a la Iglesia como un gran adversario, porque favorecieron su hostigamiento a manos del que era y es en realidad el enemigo principal, el Estado, que con la colaboración de los liberales contribuyó a arrebatar la educación a la Iglesia, pero no para dejarla en libertad sino para avanzar sobre ella a pasos agigantados, hasta hoy. Otro error de los liberales, vinculado con el anterior, fue secundar los procesos de desamortización, en la ingenua creencia de que el Estado, tras violar un tipo de propiedad, iba a quedarse satisfecho y no proseguiría sus incursiones punitivas contra el resto de las propiedades de sus súbditos, que fue precisamente lo que hizo a pasos agigantados, hasta hoy.

La recuperación del valor de la religión, que realizó el propio Hayek, es importante para no incurrir otra vez en equivocaciones de ese calibre, y es una enseñanza típicamente conservadora pero también liberal, porque la Iglesia opera como una defensa del ciudadano frente al poder. De ahí que los mayores enemigos de la libertad lo sean también de las religiones judeocristianas.

Por motivos análogos, los liberticidas están sistemáticamente en contra de las costumbres, tradiciones y hasta hábitos de las personas. Hace unos meses tuvo el diputado Gaspar Llamazares la oportunidad de escribir un artículo en El País y no se le ocurrió otra cosa que emprender una enérgica defensa de la ley contra los fumadores. No fue casual, como no lo fue la alianza entre izquierdistas y nacionalistas para prohibir los toros en Cataluña. La defensa de las tradiciones e instituciones de la sociedad civil, característica de los conservadores, por tanto, está en línea con el liberalismo.

El reproche que siempre reciben por parte de los reveladoramente autodenominados progresistas a propósito de su defensa de la moral también es un activo de los conservadores, puesto que tienden a considerar la moral como es: un ámbito libre que el poder no debe imponer. Los intervencionistas, por el contrario, tienden a moralizar la vida política, lo que contribuye decisivamente a la expansión de la coacción política y legislativa.

Pero si hay tanto solapamiento entre conservadurismo y liberalismo, ¿cómo fue que los conservadores han terminado siendo tan poco liberales?

En realidad, el racionalismo cautivó tanto a liberales como a conservadores, y se tradujo en la confianza creciente en la política para cambiar la sociedad y, como suelen decir los políticos, "resolver los problemas de los ciudadanos". La democracia pulverizó la idea liberal de los límites del poder y distorsionó el sentido del liberalismo. Hoy los políticos más intervencionistas se declaran liberales y las democracias son llamadas liberales, cuando han propiciado crecimientos espectaculares de la coerción: la intrusión de gobernantes y legisladores en la propiedad, los contratos y la vida cotidiana de la gente ha alcanzado cotas inéditas, todo en nombre de su libertad y bienestar.

Por eso Hayek llegó a sugerir que los amigos de la libertad abandonásemos el nombre de liberales y recuperáramos el de whigs; pero sólo el de los viejos, los que anticiparon el liberalismo: "Fue la filosofía whig el único conjunto de ideas que opuso un racional y firme valladar a la opresión y a la arbitrariedad política". Después los propios whigs cayeron en desuso y su denominación dejó paso al término liberal "precisamente cuando queda infectado del racionalismo rudo y dictatorial de la Revolución francesa".

El socialismo de todos los partidos se impuso también en las filas conservadoras, que cedieron sus facetas liberales y pasaron a creer que el liberalismo es nocivo, que está bien que el Estado intervenga si no lo hace en demasía y que, al fin y al cabo, lo que importa es la eficiencia y honradez de quienes gobiernan el Estado, y no el peso de éste.

Hayek encabezó su "Por qué no soy conservador" con una cita de Lord Acton sobre el peligro que corren los partidarios de la libertad cuando se alían con quienes persiguen otros objetivos, en atrevidas alianzas que "a veces han resultado fatales para la causa de la libertad, pues brindaron a sus enemigos argumentos abrumadores".

Las últimas décadas han ofrecido muestras de este peligro. En los años 1980 y 1990 los políticos de los partidos más diversos emprendieron medidas de carácter liberal, señaladamente la privatización de empresas públicas. Muchos liberales las respaldaron sin tapujos, ignorando el resto de medidas que tomaban esos mismos políticos y su contexto. Se habló, así, de liberalismo o neoliberalismo, al parecer triunfante en esos años. Pero si los políticos de todas las tendencias privatizaban empresas públicas, eso tenía relación con la pérdida de legitimidad de esas empresas. En España el monopolio de Iberia hacía tan visible su ineficacia que era más barato viajar de Barcelona a Londres que de Barcelona a Madrid; cuando los teléfonos argentinos eran estatales, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires no había forma de conseguir una modesta línea telefónica.

Fue curioso que, por seguir limitándome a mis dos patrias, gobernantes como Felipe González o Carlos Menem fueran llamados liberales cuando, junto a los procesos privatizadores, acometieron estrategias antiliberales clásicas como el incremento sostenido de los impuestos, el gasto público y la deuda pública; además, quebrantaron las instituciones del Estado de Derecho y se mantuvieron en el poder durante muchos años, en el caso de Menem llegando incluso a cambiar la Constitución de la Argentina para poder hacerlo. Cuando sus cuestionables administraciones son puestas sobre el tapete, las numerosas consecuencias negativas son a menudo atribuidas al liberalismo.

Tras el estallido de la crisis económica de la segunda mitad de los años 2000, el diagnóstico antiliberal fue inmediato y universal: todos parecían de acuerdo en que estábamos en crisis por culpa de la libertad. Más aún, el acuerdo subrayaba que no había forma de salir de la crisis si no era con más intervencionismo. No hubo diferencias entre latitudes o ideologías. Dieron lo mismo Bush que Brown, Obama que Cristina Kirchner, Zapatero que Sarkozy. El G-20, el FMI, la UE y sus recetas unánimemente intervencionistas ilustraron esta cuestión.

No estoy diciendo que todos los políticos sean idénticos, pero sí que conviene mantenerse a una suspicaz distancia de unos ocupantes del poder que no sólo no defienden la libertad cuando las cosas van bien, sino que están dispuestos a atacarla aún más cuando van mal.

Soy consciente también del habitual chantaje que representa la política: lo estamos viendo ahora en España, cuando se aproximan las elecciones generales de 2012. Dadas las escasas alternativas, se nos plantea a los amigos de la liberad el viejo dilema: participar en el juego electoral y vernos forzados a escoger el menor de dos males o abstenernos.

¿Será mejor Rajoy que el candidato que finalmente designe el PSOE? La gestión tanto de González como de Zapatero fueron tan contrarias a la libertad que es fácil concluir que cualquier Gobierno surgido del PP no será tan malo como el que podrían conducir los socialistas.

El equívoco estriba a mi juicio en reducir la cuestión a la política, precisamente el ámbito desde donde se han socavado los valores liberales. José María Aznar sólo resulta liberal comparado con los socialistas; en términos de ideas y sobre todo de políticas, pasteleó mucho, y eso que le tocó una etapa de crecimiento económico. El propio Rajoy se ha ocupado de distinguirse de los liberales siempre, llegando incluso a proponer que se fueran del PP a formar otro partido político. Personalidades de su entorno critican el liberalismo en pro de posiciones más o menos vaporosas, como el republicanismo, con argumentos que podrían ser respaldados por los socialistas. Así sucede con José María Ferdinand Lassalle (véase la reseña de su libro Liberales en el número del 24 de diciembre de 2010 del suplemento "El Cultural" de El Mundo).

La democracia contribuye a la puerilización de la política y a la aproximación de los discursos a un tembladeral común, donde las posiciones son mucho más cercanas que lo que conservadores y socialistas pretenden hacer creer. El socialismo democrático lleva décadas definiéndose (es un decir) como la síntesis de la igualdad y la libertad, saltando ágilmente sobre las copiosas incompatibilidades que dicho resumen desata. Pero ese pantano es asimilable al centrorreformismo. Y cuando los grandes demagogos del PP, como Javier Arenas, se felicitan por ser de "extremo centro", conviene despellejarlos... pero también recordar que los progres con más pátina intelectual pueden esgrimir a Jean Daniel, que aplaudió a Albert Camus y propuso el "reformismo radical". ¿A que todo esto da mucha pereza?

Desde luego, a mí me la da, y por tanto prefiero asignar mis recursos al mundo de las ideas y no al mundo de la política, que una y otra vez ha demostrado ser un peligro para la libertad en todos los partidos con opciones de Gobierno. Admito y reconozco a los liberales que unen su destino a la política y, ante la ausencia de formaciones que nos representen, no solamente votan a los conservadores con la nariz más o menos tapada, sino que se unen a ellos políticamente, quizá en defensa propia, quizá siguiendo la prudente recomendación de Adam Smith en La teoría de los sentimientos morales a propósito del individuo con espíritu cívico: "Cuando no puede instituir el bien, no desdeñará mejorar el mal; pero, como Solón, cuando no pueda imponer el mejor sistema legal, procurará establecer el mejor que el pueblo sea capaz de tolerar". Todo esto es en términos políticos realista, pragmático y, cuando se trata de desalojar del poder a unos claros enemigos de la libertad, quizás aconsejable. Pero cuando veo a los liberales acercarse políticamente a los conservadores recuerdo el viejo refrán sobre los gatos escaldados.

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