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Canarias. La cultura y la nación

La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.

Así reza el calculado segundo artículo del Título Preliminar de la Constitución española, aprobada en 1978 y publicitada como unas normas que los españoles "se dieron a sí mismos". Sin embargo, bajo la propaganda constitucionalista, que para muchos constituye el único asidero de su patriotismo, subyacen diversos proyectos que orientaron el consenso. En efecto, no deja de ser chocante que una nación de tan profunda impronta histórica como España distinga en su Carta Magna, bien que sin dar nombres, entre nacionalidades y regiones. La respuesta a esta distinción, que pese a su imprecisión señala de manera implícita a unos territorios y no a otros, nos obligaría a buscar razones de índole racial y clerical, pero también a mirar a aquella América desde la cual, durante los procesos de cristalización de las nuevas naciones, regresaron ingentes cantidades de capital, que apuntalaron la hegemonía de diversas burguesías favorecidas por la liberalización de puertos llevada a cabo por la casa de Borbón.

Los hechos que pretendemos exponer nos llevan al ecuador del siglo XX, marcado por la tensión nuclear de la Guerra Fría. Tres lustros después del fin de la Guerra Civil, España constituía una peculiaridad dentro del tablero geopolítico europeo. Ajena a las democracias de mercado, pero lanzada hacia un capitalismo que en su momento se revestiría ideológicamente con los opusinos ropajes de la tecnocracia, la España franquista tenía un inequívoco sesgo anticomunista. Todos estos factores determinaron que nuestra nación pudiera llegar a una serie de pactos económicos y militares con los Estados Unidos, formalizados el 23 de septiembre de 1953. Este aval suponía un revés para los comunistas españoles, pero también para liberales, monárquicos y nacionalistas fraccionarios, que veían cómo el gigante americano daba sus bendiciones al general Franco. Las relaciones con el imperio capitalista se fortalecían, pese a las reticencias de algunos sectores, que mantenían un antiamericanismo con el 98 como trasfondo histórico combinado con el recelo con el cual eran vistos los Estados Unidos, país protestante cuya moral era en determinados aspectos antagónica con respecto al catolicismo que impregnaba la España de posguerra. El fortalecimiento del lazo hispano-americano tuvo continuidad institucional el 1 de noviembre de 1955, cuando John Foster Dulles, secretario de Estado y hermano del director de la CIA, Allen Welsh Dulles, visitó España. Durante su estancia en Madrid, Dulles se entrevistó con Franco y con varios de sus ministros. Ese mismo año España firmó un acuerdo con los Estados Unidos para el desarrollo de la energía atómica de uso civil, cuya rúbrica la puso José María de Areilza, embajador español en Washington. Por lo que respecta al plano religioso, las tensiones se atenuaron un lustro más tarde, en 1960, cuando el cardenal católico estadounidense Francis J. Spellman celebró una misa en la abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, abogando por un frente común ante el comunismo ateo.

En un plano muy diferente, la segunda mitad de la década supuso el discreto aterrizaje de otras estructuras norteamericanas, aquellas que se movían en el terreno de la cultura. El encargado de canalizar las actividades, con un comité propio para España dirigido desde París por el poeta Pierre Emmanuel, fue el Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC), que trataba de contrarrestar la propaganda cultural soviética.

El comité español del CLC, auspiciado en lo económico por la Fundación Ford, se configuró en torno a figuras como Pedro Laín, Julián Marías, Aranguren, Tierno Galván, Dionisio Ridruejo, José Luis Sampedro o José María Castellet. Como secretario del grupo figuró Pablo Martí Zaro, dramaturgo católico próximo a Buero Vallejo, que había obtenido algunos éxitos sobre las tablas de los teatros.

Desde 1959 el grupo fue realizando numerosas actividades, entre las que destacó una serie de encuentros que, bajo la coartada cultural, fueron configurando una alternativa ideológica al franquismo oficial. Si los Estados Unidos pretendían alzar un dique anticomunista de carácter federal, cuyos elementos constitutivos fueran las naciones políticas europeas, el grupo español buscó la réplica de aquella geometría a escala nacional. Sus integrantes, acogidos a la fórmula de las comunidades diferenciadas, que constituyen un predecente inmediato de las autónomas, cultivaron la idea de una España plurinacional. Se trataba, en definitiva, de confeccionar un fractal del objetivo que perseguían los norteamericanos para este lado de los Urales. En consonancia con el interés en exacerbar las diferencias, las señas de identidad que dieron título a una exitosa novela publidada en 1957 por el maurófilo Juan Goytisolo Gay, afincado en París, en diferentes regiones se configuraron grupos de personas vinculadas a una organización que embridó a colectivos e individualidades gracias a bolsas de trabajo y de libros. Así, por ejemplo, en Galicia, el dolarizado Comité cohesionó a los García-Sabell, Piñerio y Beiras, al tiempo que en otras latitudes se tendían puentes con el peneuvista Irujo o con Joan Fuster.

Firme defensor del modelo reerido, en 1964 Ridruejo planteó la creación de "una especie de Instituto para el estudio del pluralismo español". La idea se limitó al diseño de una Asociación de Culturas Peninsulares –la palabra españolas se omitía cuidadosamente–, que debería tener centros en Madrid, Castilla-León (con Extremadura), País Vasco, Asturias, Cataluña, Mallorca, Valencia, Galicia, Andalucía y eventualmente Canarias. El centro madrileño sería el foco de convergencia de una tal federación que podría ser el punto de partida de un proyecto más amplio: el iberista. Aquellas palabras, pronunciadas por Ridruejo en diciembre de ese año en el palacete de Félix Millet Maristany, durante el primer Encuentro Cataluña-Castilla, venían precedidas del sondeo de ciertos colectivos regionales, incluidos los canarios.

En efecto, en junio de 1964 Pablo Martí Zaro visitó Canarias durante tres semanas. Como era habitual, sus actividades se tradujeron en un cuidado informe que remitió a la oficina parisina en la que trabajaba Pierre Emmanuel. El documento, hoy custodiado por la Fundación Pablo Iglesias, se abría con una descripción de la población y de sus actividades ecónomicas, entre las cuales destacaban, al margen de la agrícola, de marcado carácter minifundista, la existencia de una refinería de petróleo en Tenerife y de una de productos químicos en Gran Canaria. El turismo escandinavo comenzaba también a despuntar. En cuanto al área, la cultural, que más interesaba a Martí Zaro, este subrayó la importancia de la Universidad de La Laguna. El archipiélago vivía una prosperidad "epidérmica y aparente".

Ideológicamente, caracterizó a los canarios como abiertos y muy liberales y, sobre todo, republicanos y socialistas durante la II República. De aquel tiempo quedaba todavía la huella, pues el régimen no ejercía gran presión sobre las islas. Sin corrientes definidas de opinión, las condiciones que ofrecían las Canarias eras idóneas para la implantación del comité español del CLC. Existían, por otra parte, movimientos vinculados al obrerismo. Los sindicatos UGT y CNT se habían reorganizado clandestinamente en los ambientes industriales y portuarios. En relación a la Universidad, su politización era escasa, aunque latía la posibilidad de su activación. No existían tampoco movimientos independentistas o autonomistas. En cuanto a las facciones alternativas al franquismo oficial, el PCE no parecía tener presencia entre los canarios, mientras que los monárquicos se concentraban en Tenerife y en Las Palmas. Como ideología dominante, señaló a un socialismo algo difuminado. Por último, el Opus tenía menor fuerza que en la Península.

En cuanto al objeto de su viaje, la vida cultural se concentraba en Santa Cruz y Las Palmas, con un fuerte influjo de la cultura francesa, canalizada por las Casas de la Cultura francesa, y escasa implantación del realismo socialista, verdadero enemigo del Congreso por la Libertad de la Cultura, que financió a los expresionistas abstractos.

Dada la existencia de una sensación de aislamiento, procedía dirigirse a personas determinadas. En este punto, por el informe de Martí Zaro comienzan a desfilar una serie de nombres. Entre ellos destacan los del joven abogado Sagaseta y los de los hermanos Cantero. La actividad del madrileño en las islas fue incesante.

En Santa Cruz entró en contacto con el abogado José Arocena, socialista en su juventud y preso durante la Guerra Civil, que se convirtió en el representante del comité en la isla. Junto a él, en el informe aparece el economista Aristides Ferrer, también socialista. El otro hombre destacado es Domingo Pérez Minik, crítico literario, correligionario de Arocena. Después de este trío figura Alfonso García Ramos y Fernández del Castillo, presidente del Ateneo de La Laguna y profesor de periodismo. Le siguen José María Hernández Rubio, profesor de Derecho Político, antiguo falangista devenido en demócrata convencido de tendencia socialista; Gumersindo Trujillo, adjunto a la cátedra de Derecho Político, demócrata sin ideología definida; Carlos Pinto Grote, médico psiquiatra y prestigioso poeta, miembro de una familia de larga tradición liberal con gran ascendente sobre los jóvenes escritores; Enrique Lite Lahiguera, beneficiario de una bolsa de viaje en el extranjero, integrado en el grupo Nuestro Arte; Pedro García Cabrera, poeta de tendencia socialista; y, por último, Eduardo Westhedalk, coleccionista de pintura contemporánea sin ideología definida.

El grupo de Las Palmas lo constituían Ventura Doreste, liberal y críticio literario, habitual en las revistas americanas y director de la Casa de Colón, que se convirtió en el representante del Comité en la isla; Pedro Lezcano, poeta y narrador propietario de una imprenta; Alfonso de Armas, liberal, profesor de Literatura en el Liceo y director del Museo Pérez Galdós; Manuel Cardenal Iracheta, liberal, profesor de Filosofía y director del Liceo femenino; Juan Rodríguez Doreste, abogado socialista y director del Museo Canario; Manuel Bermejo, demócrata, ingeniero agrónomo, economista, sociólogo y director del Instituto de Economía Canaria; Rafael, Felo, Monzón, socialista, pintor y director de la Escuela Luján Pérez; y, finalmente, Agustín Millares, comunista en su juventud, poeta y miembro de un clan familiar muy influyente.

Configurados estos dos grupos, Martí Zaro propuso a la central parisina la puesta en marcha de una serie de proyectos. El principal era la habilitación de unas bolsas de viaje a la Península, dotadas con unos fondos de entre 1.000 y 1.500 francos franceses cada una. Su objetivo era conectar a aquellas personas con otros colectivos similares. Junto a las bolsas, se proponía la realización de un encuentro literario en La Laguna, cuyas cabezas visibles serían José Luis López Aranguren y Alfonso García Ramos. Su celebración constituiría una prolongación del ya celebrado en Madrid el año anterior bajo el título Seminario Internacional sobre Realismo y Realidad en la Literatura Contemporánea, que contó con la colaboración, en tareas organizativas, del Club de Amigos de la Unesco y del Instituto Francés de Madrid. Junto Aranguren, Martí Zaro sugería la presencia en las islas de alguna figura relevante del núcleo parisino. Los nombres propuestos fueron los de Pierre Emmanuel, Konstanty Jelenski o Jean Bloch-Michel. El proyecto se completaba con la edición de un libro sobre los problemas socioeconómicos y admnistrativos de Canarias. Una obra colectiva que uniría las firmas ya citadas. La obra podría editarse como un número especial de Tiempo de España, colección editada por Ínsula, cuyo consejo editorial lo formaban Aranguren, José Luis Cano y Carlos María Bru. Para dar continuidad a las actividades canarias, se proyectó también un Seminario de estudios sociales del cual debían ocuparse Hernández Rubio y Trujillo.

Con esta infraestructura, que sufrió algunos altibajos, especialmente a partir del momento en que se supo que tras la organización congresual estaba la Central de Inteligencia Americana, los frutos se hicieron visibles ya en los meses inmediatamente anteriores a la aprobación de la constitución que incluía las famosas nacionalidades y regiones. Entre los días 17 y 19 de marzo de 1978, se celebró en la Universidad de Salamanca el Coloquio sobre la convivencia de Culturas en la Península Ibérica, organizado por un reestructurado Comité español. En representación de las islas compareció el catedrático de Derecho Internacional de la Universidad de La Laguna, Manuel Medina Ortega, futuro eurodiputado por el PSOE, que expuso una comunicación titulada "Canarias o la convivencia desde fuera de la Península Ibérica". En ambos títulos llama poderosamente la atención la ausencia de la palabra España, escamoteada a favor de la fórmula geográfica Península Ibérica, pues, por un lado, se contó con participantes portugueses y, por otro, se seguía insistiendo en la búsqueda de una estructrura federalizante, en la cual Canarias, al igual que otras entidades territoriales, podría tener participación propia. Medina presentó una particular imagen de la realidad del momento:

Al haber perdido España el Protectorado en Marruecos, el territorio de Sidi-Ifni, el Sáhara occidental y la Guinea ecuatorial, Canarias constituye hoy algo así como el muñón de lo que una vez fuera el mayor imperio del mundo. Esta anómala situación geográfica, coincidente con un movimiento dirigido a expulsar a los blancos de África, ha dado lugar a conjeturas sobre la viabilidad de que las Islas sigan formando parte integrante de España. Es posible que políticamente no convenga esa posibilidad, entre otras, en un momento en que España se está rehaciendo después de 40 años de una dolorosa y triste dictadura. El problema de la participación de Canarias en España es, ante todo, un problema de convivencia, y la pregunta que cabe formular es si los isleños pueden convivir con España desde fuera de la Península Ibérica.

Como viene siendo habitual en cualquier reivindicación regional hispana, se buscaba una fundamentación histórica para apoyarse en ella y solicitar una serie de medidas políticas. Hecho ese primer análisis, el orador se lanzó a la reconstrucción del proceso que había conducido a las Canarias que se asomaban al último cuarto del siglo XX. Si en otras latitudes se exaltó la pureza, en las islas Medina enarboló la bandera del mestizaje. Pieza fundamental en la carrera de las Indias, Canarias había sido ajena a las reivindicaciones nacionalistas del XIX, si bien había estado marcada por un carácter progresista del que Galdós y Negrín serían sus figuras más representativas.

Tras esta reconstrucción, señaló el principal problema al que se enfrentaban aquellas tierras:

A medida que España pierde su imperio ultramarino y, con él, el interés por el Atlántico, Canarias pierde importancia en la Península. El vacío nacional es reemplazado en parte por una presencia británica, sobre todo de carácter económico.

Canarias y otros territorios africanos en manos españoles suponían, en definitiva, un freno al expansionismo francés, que los ingleses habrían favorecido. Sin embargo, la presencia inglesa no habría hecho decaer el fervor españolista. Los canarios, a su juicio, eran más centralistas que los castellanos hasta el célebre 18 de Julio. Prueba de ello era el hecho de que el estatuto regional preparado por un abogado de Santa Cruz de Tenerife, don Ramón Gil Roldán, no pasó de ser una anécdota, pues con el régimen de puertos francos, establecido por Bravo Murillo a mediados del siglo XIX, la presencia del Gobierno central en las Islas era apenas sentida. Los canarios tenían motivos para sentirse orgullosos de ser españoles durante la Segunda República, con la que la población parecía identificarse perfectamente.

Todo, sin embargo, había comenzado a cambiar con la reciente publicación del libro Sima Jinámar, que había puesto de manifiesto lo que la Guerra Civil supuso para la población de las islas. Sin que apenas hubiera resistencia al golpe del 36, la represión posterior produjo una honda conmoción. Medina llegó a sostener, identificándose con el pueblo guanche: "En nuestra región no se conocía una brutalidad similar desde los tiempos de la conquista". Tras la posguerra, se había producido una especie de neocolonización. Los altos cargos de las Islas pasaron a ser de nombramiento del Gobierno central, y llevaron aparejados discutibles nombramientos. Medina no dudó en llamar colonialistas a aquellos dirigentes. En esas circunstancias, Canarias habría sufrido una suerte de contagio de lo que ocurría en el continente africano.

Un factor adicional de confusión fue el malhadado intento del Gobierno de engañar a la opinión pública mundial designando como provincias a los territorios españoles de Africa: Guinea ecuatorial, Sahara y Sidi-Ifni. Si los territorios africanos eran tan provincias como Canarias, y Canarias había perdido toda facultad de decidir sobre sus propios asuntos, era lógico que en algunas cabezas entrara la idea de que había que descolonizar Canarias. Es decir, el franquismo no solo sudamericanizó Canarias mediante el terror, sino que también la africanizó con los trasnochados intentos de Carrero Blanco de salvar el mini-imperio colonial.

Aliviado por el fin del franquismo, el ponente se lamentaba del efecto desintegrador del Régimen, y sentenciaba: "Los canarios se sienten sudamericanizados y africanizados por España". La consecuencia de todo ello habría sido la creación del grupo terrorista Mpaiac (Movimiento para la Autodeterminación y la Independencia de las Islas Canarias), al que estuvieron ligadas las Fuerzas Armadas Guanches. Junto a esta vía violenta, habían aparecido grupos políticos como Pueblo Canario Unido, dirigido por Carlos Suárez y Fernando Sagaseta, victorioso en su primera cita con las urnas. Medina llegó a augurar que en próximas elecciones se enviarían "diputados independentistas canarios a las Cortes". Su conclusión era clara: "El independentismo está ahí, y hemos de tomar en cuenta su existencia. No se trata ya de un chantaje contra la Península, sino de una opción que ha tomado un sector de la población, preferentemente en los sectores más jóvenes". Como medida alternativa a esa salida, Medina recurría al autonomismo, pues

el único fundamento para una autonomía canaria es el resentimiento que el franquismo consiguió infundir a los canarios frente a los peninsulares. Si la presión central cesa, los canarios encuentran pocos elementos aglutinantes para una autonomía positiva.

A medida que su discurso se desarrollaba fue asomando el habitual influjo orteguianao, común denominador del comité español, que daba ya evidentes síntomas de agotamiento. Casi al final de su intervención, Medina expuso una especie de Doctrina Monroe ajustada a la escala canaria:

Si Canarias deja de ser internacional y, sobre todo, europea, la opción española deja de tener interés; nos sudamericanizamos o nos africanizamos. El equilibrio entre españolidad e internacionalidad es muy frágil. No se trata de que los peninsulares se retiren del Archipiélago, ni de que haya sustitución de banderas rojo-y-gualda por banderas tricolores. Se trata de que la nación española en su totalidad reconozca que Canarias está a mil kilómetros de distancia, y que esta distancia tiene que ser reconocida, que la economía canaria es muy diferente a la peninsular y requiere un régimen especial, y que los canarios son los que deben administrar sus propios gobiernos locales y regionales sin interferencias del poder central.

Un mes después de que en Salamanca resonaran estas palabras, Antonio Cubillo, cabecilla del Mpaiac, yacía convaleciente en un hospital de Argel, víctima de un atentado atribuido a las fuerzas policiales españolas. Tres décadas después, a finales de 2009, el exministro Otero Novas reveló a la prensa un mensaje que Washington envió a Adolfo Suárez, en el cual se amenazaba con apoyar a Cubillo si España no entraba en la OTAN. La amenaza podría convertir a las Canarias en la Cuba de finales del XIX.

Al igual que Martí Zaro en 1964, en enero de 1976 Otero Novas fue enviado a las islas; por Manuel Fraga, ministro de la Gobernación. El joven gallego debía realizar un informe, si bien en esta ocasión no se trataba de captar personalidades relevantes de la cultura, sino algo de mayor calado político. Su impresión fue alarmante y en cierto modo convergente con algunas de las afirmaciones que después expuso Medina. El abandono del Sáhara Occidental había producido un gran impacto entre la población. Las islas se sentían vulnerables frente a un continente que, en Marruecos y Argelia, servía de escenario para el pulso entre las dos potencias que marcaron la Guerra Fría. Por otro lado, era evidente que tras la Marcha Verde se hallaban las barras y estrellas. En tan complicado tablero, Cubillo se convirtió en una pieza más codiciada dentro de ese pulso, máxime a partir del momento en el cual su grupo entró en contacto con el Grapo. La oferta norteamericana fue clara. Su desactivación exigía una condición: la entrada de España en la OTAN. De lo contrario, España perdería Canarias.

El 30 de mayo de 1982, España, con las islas convertidas en comunidad autónoma, se convirtió en el miembro número dieciséis de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, tras culminar unas negociaciones abiertas por una UCD que se desintegró una vez cumplido su transitorio objetivo. El encargado de efectuar el ingreso fue Felipe González, que tan favorecido se vio por las estructuras socialdemócratas alemanas, genuino producto de la Guerra Fría que culminó con la caída del Telón de Acero.

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