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LA POLÍTICA, A PESAR DE TODO

El Bando de la Paz nos trae la guerra

La claudicación ante las amenazas totalitarias, sea en forma de guerras declaradas o tácitas, como son las terroristas, tiene lugar cuando los Gobiernos y la opinión pública se arrebujan bajo el manto del pacifismo, componiendo así el Bando de la Paz. Deben de saber, empero, que al exorcizarlas, de hecho, las convocan.

La claudicación ante las amenazas totalitarias, sea en forma de guerras declaradas o tácitas, como son las terroristas, tiene lugar cuando los Gobiernos y la opinión pública se arrebujan bajo el manto del pacifismo, componiendo así el Bando de la Paz. Deben de saber, empero, que al exorcizarlas, de hecho, las convocan.
París, año 1937. Ortega y Gasset escribe En cuanto al pacifismo, ensayo publicado en el número de julio de 1938 de la revista británica The Nineteeth Century y que suele incluirse en las sucesivas ediciones de su libro más emblemático: La rebelión de las masas. Urge su relectura en este tiempo de vesania en que se ha instalado el mundo mundial, y Europa, muy en particular. La perspectiva de convulsión e incertidumbre, de inminencias pardas y desorientación política y social en la que escribe Ortega, evoca, de manera muy inquietante por su similitud, estos tiempos posmodernos y agitados en los que vivimos tan peligrosamente. Muchas de sus reflexiones allí contenidas son asimismo rabiosamente actuales.
 
El texto comienza por advertir de la grave posición adoptada por el Gobierno y la opinión pública ingleses al haberse “embarcado en el pacifismo”, o sea, por haber caído en “la creencia (ojo, no la idea: distinción orteguiana de gran relevancia) en que la guerra es un mal” que, sencillamente, hay que eliminar “como medio de trato entre los hombres”. En ésas se estaba y en ésas estamos. Ciertamente, hoy no hablaríamos de Inglaterra, sino de Francia y Alemania, por ejemplo, para describir semejante anomalía pública, si bien este relevo de decadencias nacionales no altera el producto ni los efectos resultantes en lo tocante a la realidad europea, sino que pone de nuevo en evidencia la frágil vertebración de sus naciones y la endeble armadura sobre la que se creía, y todavía se cree, estar protegiendo su sueño profundo —la paz perpetua—, del que no parece nunca despertar. Más que ninguna otra cosa, la contumacia europea por perseverar en la pereza y la debilidad nos informa de la inercia de un continente que se ha raptado a sí mismo y corre el riesgo también de negarse, de abolirse, dando paso a otras “civilizaciones” de choque.
 
Para una gran parte de la conciencia y la inteligenstia europeas, la guerra es una pesadilla que se desactiva por el neto procedimiento de negar su virtualidad, afirmando, como alternativa, la paz, la única virtud y la única posibilidad de vida deseable. Una paz proclamada por aquellos a quienes otros han declarado la guerra: antes, el nazismo o el comunismo; actualmente, el terrorismo islamista. Ante este espectáculo, ayer como hoy, el único dictamen realista y aun decente que cabe emitir es el que delineó Ortega por aquellas fechas: “Permítaseme que califique de frívola, de inmoral, semejante pretensión. Porque es inmoral pretender que una cosa deseada se realice mágicamente, simplemente porque la deseamos. Sólo es moral el deseo al que acompaña la severa voluntad de aprontar los medios de su ejecución”.
 
Es, en verdad, cosa muy necia el imaginar a la gente y otro mundo posible como efecto de ensimismarse en la propia creencia que uno se construye. Esto no es pensar: es narcotizarse. Porque la gran maquinaria que se pone en movimiento con la guerra exige de un esfuerzo tal que sólo es posible neutralizar concibiendo la paz con un superior esfuerzo que se le contraponga. Y esta aplicación no pasa por presumidas demostraciones “de fuerza” en la calle, de manifestaciones que sólo prueban la expresión catártica colectiva que aspira conjurar el miedo escénico por medio de su misma exhibición, ni por manifiestos henchidos de rabia y condena. Se trata, entonces, no tanto de emprender una singular competición de lemas y pancartas que mida el grado de convocatoria e indignación de los convocantes y los abajo firmantes, cuanto de sustituir lo banal por lo efectivo. Y de ser lo bastante juicioso como para no optar por jugar en campo contrario; un terreno, por lo demás, tan manipulable.
 
“Mientras los comunistas y sus afines obligaban a escritores y profesores, bajo las más graves amenazas, a firmar manifiestos, a hablar por radio, etc., cómodamente sentados en sus despachos o en sus clubes, exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto dónde se garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad”. De nuevo, la palabra de Ortega. Donde escribe “ingleses”, léase “europeos”. O acaso también “norteamericanos” pragmáticos. Parejo corolario. Cuando el pensador español lamenta la pusilanimidad y la “inmoralidad” de facto de los intelectuales de principios del siglo XX, seguro que tiene en la mente la brava iniciativa editora urdida por personalidades como John Dewey o Walter Lippman, quienes tuvieron la ocurrencia de proclamar, con buenísima intención, en una célebre declaración (o manifiesto), nada menos que la “deslegalización” y deslegitimación de la guerra in toto. Los individuos se lavan las conciencias en público, en la masa, y así “descargan” (Elias Canetti, Masa y poder) sus zozobras. Resultado: la cosa “terminó con el advenimiento del nacionalsocialismo y de la segunda guerra mundial” (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente).
En nuestros días, las calles se llenan de ríos de gentes, que, componiendo una cinta de arco iris y una polifonía de sirena homérica, emiten canciones de paz —peace o pace— creyendo así estar en el derecho de definir a la marcha el fundamento de la ley y el Derecho. Los demagogos y políticos oportunistas que los congregan proclaman, dando así la entrada al coro, que “esta guerra [la de Irak] es ilegal e ilegitima”. Y se quedan tan frescos, pues, después de todo, están a la intemperie y se pasean a cuerpo por los bulevares. ¿Cómo hacer y qué decir para que comprendan su error los que siguen estos pasos de la pasión? “En el derecho internacional, esta incongruencia entre la estabilidad de la justicia y la movilidad de la realidad, que el pacifista quiere someter a aquella, llega a su máxima potencia. Considerada en lo que al derecho importa, la historia es, ante todo, el cambio en el reparto del poder sobre la tierra. Y mientras no existan principios de justicia que, siquiera en teoría, regulen satisfactoriamente esos cambios del poderío, todo pacifismo es pena de amor perdida”. Palabra de Ortega.
 
¿Cómo explicar a las buenas gentes de Dios que con sus manifestaciones y manifiestos, sus miedos y rendiciones, su toque de retirada del frente de batalla, su desfallecimiento, su bandera blanca y sus manos blancas, no lograrán apaciguar a los fanáticos de Alá, y que con todo ello, en realidad, no hacen sino que atraernos el terrorismo global, el cual gusta de alimentarse de la carne más tierna y estrangular al eslabón más débil, para comérselos mejor?
 
 
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