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VARADOS EN EL ÁREA DE SERVICIO CATALANA

El autobús perdido

Vivir en Cataluña es tan predecible y aburrido como leer una novela de John Steinbeck. The Wayward Bus, por ejemplo, de la que lo único destacable es su variante de huis-clos: esta obrita narra los conflictos que se desatan entre los pasajeros de un autobús que cubre el trayecto entre los pueblos californianos de San Isidro y San Juan de la Cruz cuando por una avería se quedan varados en un área de servicio que responde al (predecible y aburrido) nombre de Rebel's Corner.

Vivir en Cataluña es tan predecible y aburrido como leer una novela de John Steinbeck. The Wayward Bus, por ejemplo, de la que lo único destacable es su variante de huis-clos: esta obrita narra los conflictos que se desatan entre los pasajeros de un autobús que cubre el trayecto entre los pueblos californianos de San Isidro y San Juan de la Cruz cuando por una avería se quedan varados en un área de servicio que responde al (predecible y aburrido) nombre de Rebel's Corner.
No me ha quedado más remedio que recordar esta olvidable novela al enterarme de la noticia: la empresa privada Promedios, adjudicataria única de las campañas publicitarias de Transports Metropolitans de Barcelona (¿será legal este contubernio?), ha censurado la más reciente campaña de información de Asociación por la Tolerancia. Esta asociación, pionera en la defensa del bilingüismo en Cataluña, había contratado los servicios de Promedios a través de Publidinámica, otra empresa de gestión con sede en Madrid (¡ay, con Madrit hemos topao!), para que los autobuses de la línea 32 de Barcelona exhibieran su reclamo a su paso por algunos barrios de esta ciudad tradicionalmente poblados por charnegos.

Pues no, los autobuses del sur de la California catalana tampoco se moverán del Rincón de los Rebeldes. Se comprende, por otro lado, a la vista de la extrema peligrosidad de la campaña de la Tolerancia: la intención de sus promotores era nada menos que dar a conocer una reciente sentencia del Tribunal Supremo (12/12/2008) que ratifica otra del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (14/09/2004). Este órgano local había fallado, hace más de cuatro años, a favor de una demanda de Convivencia Cívica Catalana, mediante la que se denunciaba que la Generalitat incumple el requisito de incluir en los impresos de preinscripción para los cursos de educación infantil y primaria en colegios públicos catalanes la casilla correspondiente a la lengua habitual y de escolarización preferente de los menores de ocho años cuando dicha lengua es el castellano.

En claro y cristiano (o ateo, me da igual): las autoridades catalanas deniegan a los ciudadanos catalanes el derecho a manifestar que quieren que sus hijos reciban su primera enseñanza también en castellano. Una lengua, cuántas veces habrá que recordarlo, que en Cataluña es tan oficial como el catalán. La vigente Ley de Política Lingüística de 1998 no deja lugar a dudas sobre el reconocimiento de ese derecho, plasmado en su artículo 21.2: "Los niños tienen derecho a recibir la primera enseñanza en su lengua habitual, ya sea ésta el catalán o el castellano". Pero a pesar de que la misma norma traslada explícitamente la obligación de garantizar ese derecho a la Administración, el Departamento de Educación de la Generalitat se ha negado a cumplirla hasta la fecha.

El subversivo lema que llevó a Promedios a suspender la campaña de la Tolerancia rezaba: "Sí, puedes elegir". O sea, traducido a la jerga politiquesa: "Yes, we can". Se comprende que los mismos que no vieron intención ofensiva alguna en el lema publicitario de los llamados autobuses ateos hayan reaccionado esta vez con contundencia, porque menuda es la provocación: ¿cómo es eso de que los catalanes puedan libremente elegir lo que autorizan las leyes?

En Cataluña el personal lleva tres décadas recibiendo el debido adiestramiento, y sabe que sólo es legítimo elegir no en función de los estatutos, normas y leyes vigentes, sino sólo entre opciones ideológicas homologadas por las autoridades. Verbigracia, las que dictan los tácitos estatutos de limpieza de sangre que rigen en este rincón digno de la España negra de Gutiérrez Solana, debidamente aggiornati a los cánones del Vaticano socialdemócrata. Se puede escoger entre ser nacionalista de la ceba o fingirse catalanista de debò, militar en las filas de los ateos comecuras o posar con elegante ademán relativista cultural ante Mahoma. Cualquiera de estas opciones –y un sinfín de otras igualmente bien vistas por las autoridades y el vulgo domesticado: pasar el fin de semana recogiendo bolets o comiendo en El Bulli, inscribirse en una colla castellera o participar en una manifestación unitaria de CiU, el PP de Cataluña y los okupas locales– le garantiza a su practicante, además de la innegable virtud de pasar inadvertido en el rebaño, la esperanza de que mañana o pasado mañana el régimen no pondrá trabas a su solicitud de subvención o su demanda de trabajo.

Eso sí, en lo que a las dos lenguas oficiales de Cataluña se refiere, tan políticamente correcto es pretender imponer el doblaje y subtitulación en catalán del 50% de las películas comercializadas en salas, en nombre precisamente de la libertad de elección entre las dos lenguas oficiales, como es previamente censurable no ya exigir que se apliquen la Ley de Política Lingüística y las resoluciones del TSJC y el TS, sino tímidamente informar a los ciudadanos de que tienen efectivamente derecho a escolarizar a sus hijos en una de las dos lenguas oficiales de Cataluña.

En el caso de la campaña de la Asociación por la Tolerancia, sin embargo, lo más llamativo no es que haya sido censurada, sino que la censura haya sido impuesta por una empresa privada. Es decir, por unos señores que sin duda aspiran a que mañana o pasado mañana el régimen no ponga trabas a sus solicitudes de subvención, etc., o a recibir trato preferente en la contratación de servicios por parte de un ente público. El régimen nacionalista catalán ha alcanzado su punto de perfección: ya no hace falta que las autoridades impongan sanciones a los discrepantes, de ello se encargan, gratuitamente, los ciudadanos de a pie deseosos de hacer méritos. Ni la Francia de Vichy lo tuvo tan fácil. Al menos en su caso fue precisa la invasión del país por tropas extranjeras para que colaborara activamente la población.

Por eso asombra, para decirlo con una lítote, que el 16 de marzo, el mismo día en que hubiesen debido comenzar a circular los autobuses con la campaña de Tolerancia, la Generalitat haya lanzado su enésima campaña de imposición de multas a comercios que no rotulen u ofrezcan servicios en catalán. Alguien debiera decirle a Enric Aloy, el secretario general de la Conselleria de Innovación (¡de Innovación, la llaman estos cómicos!), que no hace falta que invierta dinero público en labores represivas que muchos súbditos privados del régimen estarían encantados de ejercer gratis et amore. Ya le encontrará otra utilidad a esos fondos, al menos tan barrocamente absurda como la de subvencionar el bilingüismo en Puyo, Ecuador.

Sí, todo lo anterior es predecible y aburrido. Quienes llevamos muchos años viviendo en Cataluña, además, sentimos una enorme pereza cada vez que toca ir a la pizarra a resolver los mismos (falsos) problemas de siempre. Sólo son tres o cuatro, pero hay que ver cómo distraen de lo esencial. Que a estas alturas nada tiene que ver con la conculcación permanente de derechos básicos, tan básicos que hasta figuran en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU (art. 26.3). Mientras el paro en Cataluña alcanza niveles históricos, y cuando la satisfacción de los ciudadanos catalanes con sus representantes políticos alcanza el nivel más bajo de toda la serie estadística de este medidor del CEO, hay que seguir, erre que erre, con los mismos tres o cuatro temas de siempre y un cast invariablemente formado por actores de reparto. Como es lógico, ya que sólo hay papeles secundarios en El autobús catalán, éxito de taquilla ininterrumpidamente desde hará pronto 30 años. No hay papel protagonista en esta obra dramática, ni puede haberlo: ¿quién se atreve a interpretar a Dios?

Quienes un día tuvieron la temeraria idea de usurpar su puesto al volante de este trasto también acabaron interpretando roles epigonales: Jordi Pujol, como magistralmente vio Albert Boadella, dando una versión chusquera de Ubú Rey; Pasqual Maragall, que quiso ser la Conchita de La Femme et le pantin, haciendo de pelele (a Rodríguez Zapatero se le daba mucho mejor que a él la seducción traicionera). Y quienes hoy se quejan de la mediocre actuación del bachiller Montilla debieran más bien dar gracias: por fin un auténtico siervo del Señor, que sólo aspira a servirle. Lo dicho: ahora sí rozamos la perfección en el rancio huis clos catalán.

El nacionalismo es un Dios laico, pero Dios al fin. Por eso mueve a risa –patética, aunque menos da una piedra– la dichosa campaña de los autobuses ateos. Que tan aplaudida fue por catalanes ilustrados, de esos que no comulgan con las ruedas de molino del régimen catalán. Porque lo que acaba de suceder con la campaña de Tolerancia equivale a censurar este otro lema: "Probablemente el Nacionalismo no exista. Deja de preocuparte y disfruta de la vida". Con la salvedad, que no es poca, de que sí existe y en Cataluña reina sin cortapisas. Por eso es tan difícil, casi imposible, vivir en Cataluña y disfrutar de la vida.
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