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LIBREPENSAMIENTOS

Discursos funambulescos

El asunto, en la teoría y en la práctica, se remonta, como casi siempre, a la antigua Grecia, a las disputas entre sofistas y Sócrates. Hablo del discurso público y de la verdad del decir como vehículos de opinión o saber, respectivamente; de la actitud, en fin, de quien articula una escritura para persuadir o convencer, para impresionar y quedar bien o expresar una idea y demostrar un argumento cabal.

El asunto, en la teoría y en la práctica, se remonta, como casi siempre, a la antigua Grecia, a las disputas entre sofistas y Sócrates. Hablo del discurso público y de la verdad del decir como vehículos de opinión o saber, respectivamente; de la actitud, en fin, de quien articula una escritura para persuadir o convencer, para impresionar y quedar bien o expresar una idea y demostrar un argumento cabal.
Como ayer algunas voces en la plaza, en estos tiempos llaman poderosamente la atención muchos sofismas, en forma de artículos de opinión, columnas periodísticas, editoriales, pláticas radiofónicas y comentarios varios que se mueven campanudamente en la cuerda floja, aunque también con el tiento, y aun el disimulo, de quien camina sobre ascuas sin querer quemarse.
 
Deambula como por un filo de navaja el discurso funambulesco, que, para no cortarse, lastima el sentido de la autenticidad, la decencia y la probidad. Y, aunque pueda parecer cosa trivial o fútil, daña también el sentido de la elegancia en la escritura y el habla.
 
No es ésta una cuestión menor. Ortega y Gasset ha probado con suma consistencia la íntima relación existente entre el decir y el hacer, la palabra y la acción, la estética y la ética, aunque no tengan por qué coincidir. Defendió este propósito como acaso ningún otro pensador contemporáneo; desde luego, antes, y mucho mejor, que anglosajones y también francos (provenientes de la Francia, digo, no siempre de la franqueza) que han disertado en aulas y tribunas sobre actos del habla y preformativos, y locuciones perlocucionarias de toda laya.
 
José Ortega y Gasset."El decir es una especie del hacer –afirma Ortega–. ¿Qué es lo que hay que hacer al terminar la lectura de la historia de la filosofía? Se trata de evitar el capricho. El capricho es hacer cualquier cosa entre las muchas que se pueden hacer. A él se opone el acto y el hábito de elegir, entre las muchas cosas que se pueden hacer, precisamente aquella que reclama ser hecha. A este acto y hábito del recto elegir llamaban los latinos primero eligentia y luego elegantia. Es, tal vez, de este vocablo del que viene nuestra palabra int-eligencia. De todas suertes, Elegancia debía ser el nombre que diéramos a lo que torpemente llamamos Ética, ya que es ésta el arte de elegir la mejor conducta, la ciencia del quehacer. El hecho de que la voz elegancia sea una de las que más irritan hoy en el planeta es su mejor recomendación. Elegante es el hombre que ni hace ni dice cualquier cosa, sino que hace y dice lo que hay que decir" (Origen y epílogo de la filosofía).
 
Venga el asunto a cuento de la filosofía o de las artes de la escritura en general, el caso que aquí nos interesa describir es el de aquellas plumas y voces que, más que creerse lo que dicen, dicen lo que creen que queda mejor decir para salir del paso, según la ocasión, y si no cumplen una labor social provechosa seguro que sí representan una función pública bajo la luz de las candilejas. Sea situándose en la equidistancia, sea poniendo una vela a Dios y otra al Diablo, sea dando una de cal y otra de arena, los habladores y escribidores que refiero componen un coro de voces muy cauto que procura dar la nota sin por ello desentonar.
 
Desde luego, no dicen lo que piensan, pero sí se piensan mucho lo que dicen. A menudo no hablan sino que farfullan, carraspean y miden sus palabras como si en ellas les fuera la buena vida (no confundir con la "vida buena") y el prestigio adquirido a costa de tantos sacrificios y equilibrismos como tienen que hacer para armar su discurso funambulesco. Que, al cabo, no suele ser nada… de particular.
 
A la hora de escribir editoriales, artículos y demás, el resultado es de manual. Cuando se instalan en lo alto de la columna periodística, y no precisamente para predicar como Simón en el desierto, la situación a la vista es de estricta ley de gravedad, de pura permanencia en la atalaya vigilando la dirección del viento y atentos en todo momento a la acción de los contrapesos.
 
Cierto que en casi todas las casas cuecen habas, pero en algunas cocinas los guisados y desaguisados nos tocan las narices más que en otras. En las publicaciones editadas por el grupo Prisa, y a la cabeza el diario El País, se encuentran todas las mañanas muestras periodísticas y medio-literarias de lo más dependiente de la empresa y más fiel a la voz de su amo que se pueda uno imaginar.
 
Hay otros casos clínicos, si no más severos sí comparables, en la prensa funambulesca, de esos que sólo se remedian llevándolos a la sección de Urgencias de un incierto hospital de Leganés. Pero éste que señalo, el de los progresistas de Progresa, es paradigmático, y en verdad que proporciona toneladas de material de estudio y análisis para su disección en las facultades de Periodismo y Ciencias de la Información, preferentemente en las secciones de ética. De ética bien entendida, claro, no disertación deontológica, de derechos humanos corporativos, ni moral cardiológica o epidérmica.
 
A bastantes de quienes todavía perseveran en las faenas de la Casa y no han perdido completamente la integridad personal y profesional se les nota que, de tanto transpirar, sudan tinta a la hora de redactar sus papeles, y no es ésta una metáfora que apunta a la acción de un oficio tipográfico sino a una afección del alma.
 
Les debe de costar horrores a estos escribas llegar al punto final (para hacerlo a fin de mes) teniendo la convicción de que no han derramado ninguna gota sobre la bandeja de plata en la que sirven sus bebidas espumosas, ni se han salido de los márgenes, y que han escrito rectamente al dictado de lo que manda la cuota y ordena la proporción.
 
No falla. Si han dicho algo contra los nacionalismos "periféricos" o se han permitido alguna tibia crítica al actual Ejecutivo socialista realmente existente, de inmediato, pocas líneas después, vendrá la compensación: alguna alusión despectiva que toque al "nacionalismo español" o al centralismo "de Madrid", alguna chanza sobre Aznar o Bush, que salen gratis y son muy resultonas. O, cuando no saben a qué subterfugio acudir, recuerdan que ellos y ellas (guys and dolls) estuvieron en contra de la guerra de Irak.
 
Jesús Polanco.Admitirán, quizás, que lo que están haciendo nacionalistas y socialistas (même combat) con los populares en el País Vasco (los unos y las otras dicen "Euskadi", como mínimo) está feísimo, pero que conste que no son del PP. Tendrán a bien mostrarse incómodos ante algunas salidas de tono contra los católicos y practicantes no islamistas, pero que se note que son anticlericales y muy progres.
 
Vale la broma con respecto a cardenales, papas y cónclaves, pero ni la menor ironía dirigida a Don Jesús del Gran Poder. Otros, si cubren el conflicto iraquí de una manera todavía más obscena que éstos, luego investigan los "agujeros negros" del 11-M, que vende mucho. Y que no se dude de independencia.
 
Llévese la cuenta de esta escritura funambulesca y de prorrateo, sus movimientos de acción y reacción (un paso adelante y dos atrás), su desmán de ayer y la reparación de hoy, sus esfuerzos para que no se les pille en falta, ni para perder la posición bajo la canasta e incluso para ir más lejos (quítate tú para ponerme yo). No falla. No hay palabra de más ni roto sin volver a coser. Y todos contentos.
 
Hay, en suma, quien escribe y actúa desde la libertad y quien discursea y platica desde la servidumbre voluntaria, sea guardando las distancias y límites de velocidad, sea, por el contrario, arrollando, insultando y literalmente maldiciendo hasta el límite más canallesco.
 
No hablaré, aquí y por ahora, de estos segundones. Yo, como Gabriel Albiac, según propia revelación en un libro reciente: "Me hice un deber moral de no escuchar las voces. Pero estaban allí, aquellas voces. Y algunas eran de gentes que una vez −una vez− fueron amigas. De gentes que, antes de que esta segunda guerra fría en que vivimos ensombreciera mentes y enturbiara códigos morales, fueron inteligentes".
 
Puede que algún día los hoy tan listos fueran inteligentes, pero de rigurosa elegancia nunca han sabido nada. Lo que significa, como vio Ortega, escribir y elegir recta pero, ante todo, correctamente: "No por capricho. Ni siquiera por preferencia o afecto, [sino] por respeto a la lógica. Y a los hechos. (…) porque no hay más deber moral que el de no mentir nunca" (Albiac, En defensa de Israel).
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