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PENSAMIENTO ÚNICO

Desigualdades

“La desigualdad está creciendo en proporciones geométricas”, denuncia alarmado un portavoz del pensamiento único, Joaquín Estefanía, desde un vértice de su rectángulo en el dominical de El País.

Revelación asombrosa que nos empujó a sus lectores primerizos a fantasear con las perspectivas y los volúmenes insospechados que la geometría, esa parte de las matemáticas que estudia el espacio y las formas, debería estar dando a la globalización neoliberal e insolidaria. Pero, todavía no repuestos del esfuerzo intelectual de conciliar puntos, líneas y planos en busca de una medida objetiva de la explotación capitalista, el autor nos golpeó con un descubrimiento no menos insólito. Y es que, sin solución de continuidad, pone al alcance de quien quiera pasmarse una información —avalada, según él, por los más prestigiosos institutos de investigación norteamericanos y europeos— de la que se desprendería que, en 2002, “el aumento global de la riqueza fue posible gracias al crecimiento del PIB mundial”. Llegados a ese punto, ante la intuición más que fundada de que la cosa podría ser de alquilar sillas, como dicen los catalanes, no quedó más remedio que armarse de un rotulador rojo y leer entera, de principio a fin, La economía de las desigualdades, que así se titulaba la cosa.

Puesto a la labor, lo primero que el perplejo estudioso descubrió fue que el crecimiento de las desigualdades, sin dejar de ser geométrico, también sería “exponencial”. Noqueado, y renunciando por anticipado a la empresa —del todo punto excesiva para sus limitadas luces— de intentar dibujar en su imaginación ese big bang en continua e infinita expansión, a este derrotado principiante en los arcanos de la antiglobalización le vino a la memoria el recuerdo de una lectura adolescente de Tom Wolfe. Aunque, más que venirle a el solo, se lo trajo a empujones el articulista desde la primera línea de su escrito, en la que ya sentencia que la tan poliforme desigualdad “es uno de los rasgos estructurales de la economía de la globalización”; por eso, “las diferencias entre los ciudadanos del Norte y el Sur, y en el seno de cualquier sociedad, han aumentado exponencialmente en el último cuarto de siglo”; es decir, de hacerle caso, habría que concluir que, en el caso de España, esa fractura se puso en marcha justo cuando desapareció Franco del Pardo.

El relato de Wolfe se desarrollaba en la abarrotada sala de actos de una universidad californiana a finales de los sesenta; un estudiante novato, recién salido de la América profunda, escuchaba boquiabierto la exhaustiva descripción que un conferenciante barbudo y enfundado en un traje de pana hacía de la generalización de la explotación y de la miseria entre la población; ahogada su voz en la marea de aplausos del juvenil auditorio, terminaba la disertación anunciando el inminente colapso del capitalismo yanki. Y concluía la escena y el capítulo con el desconcertado chico, muy preocupado, dirigiéndose al ponente para preguntarle a partir de qué edad se daba uno cuenta por sí solo de todo eso que estaba pasando a su alrededor.

Y es que, leyendo a los propagandistas del pensamiento único, también uno tiene la tentación de preguntarles cómo y cuándo empezó a hundirse su país y el resto del mundo. Porque, según ellos, la globalización conduce directamente al Apocalipsis. Pero, cuando todavía no existía la globalización, los mismos, nos ilustraban sobre las leyes que regían una realidad no menos pavorosa, las que forzaban nuestro sometimiento a un muy hermético y terrible capitalismo monopolista de estado, o algo así. Eso ocurría en los tiempos en los que, inadvertidamente, decidieron dejar de hablar de la paupérrima y vampírica formación social que habrían diseñado en singular conjura las oligarquías agraria y financiera; formación que, cualquier cosa que significase, representaba una fase superior, cuantitativa y cualitativamente, en el proceso de extracción de la plusvalía de la gente que habría practicado una anterior alianza del Trono y el Altar. Y así hasta el Neolítico. Pero más sorprendente todavía que la habilidad de los globófobos para ir encadenando calamidades conceptuales es su ignorancia de los principios más elementales de la economía. Porque, los que realmente creen en las cosas que publican sobre la globalización, tienen en la cabeza el prejuicio de que la economía es un juego de suma cero, el atavismo absurdo de que cuando dos personas —o dos países— acuerdan intercambiar mercancías, necesariamente uno de ellos tiene que salir perdiendo en el trato. Así, lo que está implícito en esos asertos —nacidos todos de tener la precaución de nunca asomar la cabeza a la realidad sin la sombra protectora de las orejeras de la ideología— es que, si los países ricos dejaran de serlo, la situación de los pobres mejoraría de inmediato. Porque si crece la desigualdad entre, pongamos por caso, Venezuela e Irlanda, algo inmoral deben estar haciendo los irlandeses, sospechan. Si Chile se pone a andar, sólo puede ser porque previamente ha atado los pies de Argentina; no de otro modo se puede explicar la creciente desigualdad entre ellos, intuyen. Si Corea del Norte y Corea del Sur mantenían un saludable nivel de igualdad en la miseria a mediados del siglo XX y, ahora, la progresión de la desigualdad es sideral, no será como consecuencia de la ineficiencia de la planificación socialista en el norte; algún culpable debe haber en otro sitio, quién sabe si en Toronto o en Vallecas.

Así piensan. Como en el Neolítico.



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