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Valoración desapasionada de los libertarios

Este texto es un extracto de una conferencia pronunciada por Russell Kirk en la Heritage Foundation en 1992 y publicada íntegramente en el libro Qué significa ser conservador (Ciudadela, Madrid, 2009; trad. Ana Nuño).

El término libertarismo no es del agrado de las personas que reflexionan seriamente sobre política. Tanto el Dr. F. A. Hayek como este servidor, más de una vez, nos hemos tomado la molestia de declarar públicamente que rechazamos que se nos designe con esta etiqueta. Cualquiera que haya recibido la influencia del pensamiento de Edmund Burke y de Alexis de Tocqueville –como es el caso del profesor Hayek y de este comentarista– es un firme enemigo de las ideologías. Y el libertarismo no es más que una ideología simplista que seduce a esa variedad de personajes que Burckhardt llamaba "los terribles simplificadores".

No obstante, en el momento actual pienso que cabría decir algo a favor de los libertarios. Ya habrá tiempo para repasar sus vicios, pero me dispongo ahora a llamar la atención sobre tres aspectos característicos de las gentes que aceptan llamarse libertarias que quizás reconforten las entretelas de sus rebeldes corazones.

En primer lugar, un número no despreciable de los que aceptan la etiqueta de libertarios en realidad no lo son en absoluto desde un punto de vista ideológico, sino que son conservadores a secas que responden a otro nombre. Estas personas ven en el crecimiento del estado monolítico, especialmente durante el último medio siglo, una feroz amenaza a la libertad. Por descontado, tienen toda la razón.

Porque resulta que quien deposita su confianza en un orden moral perdurable, en la Constitución de los Estados Unidos, en el modo de vida estadounidense establecido y en la libertad económica no es otra cosa que un conservador, aunque se vea limitado por una imperfecta comprensión de los principios políticos generales. Este tipo de estadounidenses son al movimiento conservador en los Estados Unidos lo que los liberales unionistas han sido para el Partido Conservador en Gran Bretaña: estrechos aliados en la práctica que hoy es casi imposible diferenciar. Los libertarios que responden a esta descripción por lo general son los herederos de los antiguos liberales clásicos, y suelen unir sus fuerzas a las de los conservadores a secas para luchar contra la amenaza que representan el despotismo democrático y el colectivismo económico.

En segundo lugar, los libertarios casi siempre intentan poner freno a las políticas exteriores prepotentes. No creen que Estados Unidos deba instalar sus tropas en todo el mundo, y de hecho tampoco yo creo que deba hacerlo.

En tercer lugar, una mayoría de libertarios cree en la escala humana, es decir, se oponen vehementemente a lo que Wilhelm Roepke llamaba "el culto a lo colosal". Defienden la causa del individuo autosuficiente, de las asociaciones voluntarias, de la justa recompensa a los logros personales. Conocen los peligros de la centralización política. En una época en que muchas gentes están dispuestas –encantadas, además– a trocar su independencia por adquirir derechos, los libertarios nos exhortan a mantenernos virilmente en pie.

En resumen: la propaganda libertaria, que es abundante, realmente pone el dedo en muchas llagas sociales de nuestro tiempo, particularmente en la represión de las personas vigorosas y ambiciosas llevada a cabo por unas estructuras políticas centralizadas y la imposición de doctrinas igualitarias. Muchas personas se sienten justificadamente descontentas con la condición humana. Y algunas de estas personas descontentas descubren los dogmas libertarios y se vuelven, al menos por un tiempo, entusiastas defensoras de la ideología conocida como libertarismo.

He dicho "por un tiempo". Y es que hay jóvenes que han pasado de un inicial apego por las consignas libertarias a sumarse al campo conservador. No son pocos mis alumnos más fieles o mis asistentes que pocos años antes se habían sentido atraídos por los argumentos empleados por Ayn Rand o Murray Rothbard. Pero a medida que se instruyeron más, tomaron conciencia de las inadecuaciones y extravagancias de las diversas facciones libertarias y, como comenzaron a prestar atención en serio a nuestras actuales dificultades políticas, acabaron comprendiendo lo escasamente prácticas que eran sus propuestas. Hallaron de este modo el camino que los condujo al realismo conservador, para el que la política es el arte de lo posible. Así pues, puede afirmarse del libertarismo, con ánimo bondadoso, que frecuentemente ha sido una oficina de reclutamiento para jóvenes conservadores.

¡Vaya! He logrado reconocer sus méritos a los libertarios. Ahora, permítaseme ocuparme de sus defectos, que son muchos y graves.

Resulta que los libertarios ideológicos no son conservadores en ninguna de las acepciones verdaderas que esta palabra tiene en el vocabulario de la política, así como tampoco desean los más cándidos libertarios que se les identifique con los conservadores. Antes al contrario, son doctrinarios radicales que desprecian el legado que hemos recibido de manos de nuestros ancestros. Disfrutan con el radicalismo de Tom Paine, incluso aplauden a aquellos famosos radicales del siglo XVII, los Levellers y los Diggers, que estaban dispuestos a acabar con todas las lindes entre terrenos de cultivo y habrían sido capaces también de acabar con todo el entramado de la iglesia y el estado. Los grupos libertarios difieren entre sí en algunos aspectos y manifiestan grados distintos de fervor. Pero en general puede decirse de ellos que son anarquistas filosóficos vestidos de burgueses. De las viejas instituciones de la sociedad, sólo la propiedad privada les parece digna de ser conservada, y aspiran a una Libertad abstracta que jamás ha existido en civilización alguna.

Un problema inherente a este modo primitivo de entender la libertad es que de ninguna manera podría funcionar en los Estados Unidos del siglo XX. La república de los Estados Unidos, a la par que el sistema industrial y comercial de este país, requiere del más alto grado de cooperación que ninguna otra civilización haya jamás conocido. Prosperamos porque la mayor parte del tiempo somos capaces de trabajar juntos, y porque nuestros apetitos y pasiones son hasta cierto punto refrenados por leyes aplicadas por el estado. Es preciso limitar los poderes del estado, desde luego, y nuestra Constitución nacional se encarga precisamente de ello, si no a la perfección, al menos más eficientemente que cualquier otra Constitución nacional. La Constitución de los Estados Unidos de ningún modo es un experimento libertario. Fue redactada por un grupo aristocrático de hombres que aspiraban a "una unión más perfecta". Los delegados a la Convención Constituyente tenían sano pavor de los libertarios de 1786-87, encarnados en el grupo de rebeldes que se sumó a Daniel Shays en Massachusetts. Lo que la Constitución estableció fue un nivel más elevado de orden y prosperidad, no un paraíso para anarquistas.

El éxito de la economía estadounidense está asentado en las viejas bases de sus hábitos morales y en sus costumbres y convicciones sociales, en una importante experiencia histórica acumulada y en la aplicación del sentido común a la comprensión de la política. Nuestra actual estructura de libertad empresarial es notablemente deudora de la concepción conservadora de la propiedad y la producción que defendió Alexander Hamilton, enemigo de los libertarios de su época. En cambio, nada debe a la destructiva idea de libertad que asoló Europa durante el periodo de la Revolución Francesa, es decir, a la libertad imposible y ruinosa predicada por Jean-Jacques Rousseau. Y resulta que nuestros libertarios del siglo XX son los discípulos de la idea que Rousseau se hacía de la naturaleza del hombre y de sus doctrinas políticas.

Me pregunto si he distinguido a los libertarios de los conservadores con suficiente claridad, ciñéndome a trazar la frontera entre ambos en lugar de dedicarme a refutar los argumentos de los libertarios. Pronto habrá que acometer esta tarea.

¿Por qué los auténticos conservadores son especialmente reacios a establecer con este tipo de liberales doctrinarios vínculo alguno? ¿Por qué es inconcebible una alianza entre conservadores y libertarios, salvo para muy limitados empeños? Daré una respuesta categórica a estas preguntas. Los libertarios son rechazados porque están metafísicamente locos. La locura ahuyenta, y especialmente la locura política. No quiero decir que sean peligrosos, sino únicamente que provocan rechazo. No pueden poner en peligro nuestro país y nuestra civilización porque son pocos, y todo indica que cada vez serán menos. De todos modos, no se escoge como socio político siquiera a un lunático inofensivo.

¿Qué quiero decir cuando afirmo que los libertarios estadounidenses de hoy en día están metafísicamente locos y que, por consiguiente, son repelentes? Me limitaré a exponer sólo algunas de las más obvias taras del libertarismo, en tanto que modalidad de plausibles creencias morales y políticas.

En primer lugar, la gran línea divisoria de la política moderna, nos recuerda Eric Voegelin, no es la trazada entre totalitarios, por un lado, y liberales (o libertarios), por otro, sino la que separa a quienes creen en un orden moral trascendente, por un lado, de los que, por otro lado, cometen el error de pensar que nuestra efímera existencia individual es el fin último de todas las cosas.

En segundo lugar, el orden es la primera de las necesidades en cualquier sociedad tolerable. Sólo es posible establecer la libertad y la justicia después de haber logrado garantizar un orden razonablemente seguro. Pero los libertarios privilegian una Libertad abstracta. Los conservadores, que saben que "la libertad reside siempre en los objetos sensibles", son conscientes de que la libertad sólo puede hallarse en el marco de un orden social. Mediante la exaltación de una libertad absoluta e indefinida a expensas del orden, los libertarios hacen peligrar la misma libertad que tanto admiran.

En tercer lugar, los conservadores disienten de los libertarios en la definición de aquello que mantiene unida a la sociedad civil. Los libertarios afirman –en la medida en que son capaces de concebir algún tipo de atadura– que el nexo principal de la sociedad es el propio interés individual, en estrecha conjunción con los cobros en efectivo. Los conservadores, en cambio, declaran que la sociedad es una comunidad de almas que reúne a los muertos, los vivos y los que habrán de nacer, y que su argamasa es lo que Aristóteles llamaba amistad y los cristianos llaman amor al prójimo.

En cuarto lugar, los libertarios (al igual que los anarquistas y los marxistas) generalmente creen que la naturaleza del hombre es buena y benéfica, aunque echada a perder por algunas instituciones sociales. Por el contrario, los conservadores mantienen que "con la caída de Adán pecamos todos": la naturaleza humana, aunque incluye a la vez el bien y el mal, no puede ser perfeccionada. La perfección de la sociedad, por consiguiente, es imposible de lograr, puesto que todos los seres humanos son imperfectos, y, de paso, entre sus vicios destacan la violencia, el engaño y la sed de poder. El libertario avanza por una ilusoria senda hacia la utopía del individualismo; una senda que, para los conservadores, es el camino que conduce al Averno.

En quinto lugar, el libertario afirma que el mayor opresor es el estado. Pero para el conservador el estado es natural y necesario para una realización plena de la naturaleza humana y el desarrollo de la civilización; abolir el estado equivale a abolir la humanidad, ya que ha sido creado para garantizar su existencia. En palabras de Burke: "Aquel que nos dio una naturaleza para que la acendráramos con nuestra virtud también concibió los medios necesarios para que alcanzara la perfección. Por ende, concibió el estado, y concibió su nexo con la fuente y arquetipo original de toda perfección". Sin el estado, las condiciones de vida del hombre son deficientes, difíciles, embrutecedoras y breves, como ya señalaba San Agustín muchos siglos antes que Hobbes. Los libertarios confunden estado y gobierno: en verdad, el gobierno es el instrumento temporal del estado. Pero todo gobierno, proseguía Burke, "es una invención de la sabiduría del hombre que garantiza las necesidades de los hombres". Entre esas necesidades, una de las más importantes es "un suficiente freno a sus pasiones".

La sociedad requiere no solamente que las pasiones individuales puedan ser dominadas, sino que aun en las masas y en el individuo las tendencias de los hombres se vean a menudo impedidas, su voluntad controlada y sus pasiones sometidas. Tal cosa puede lograrse sólo mediante un poder que dimane de ellos mismos, y que, en el ejercicio de sus funciones, no se encuentre sujeto precisamente a la voluntad y las pasiones que tiene por fin reprimir y domar.

En suma, una función primordial del gobierno es la restricción. Artículo de fe para los conservadores, es poco menos que anatema para los libertarios.

En sexto lugar, los libertarios acarician la quimera de que este mundo es un teatro diseñado para que el ego pueda dar en él rienda suelta a sus apetitos y pasiones más agresivas. En cambio, el conservador vive rodeado de misterio y maravillas, en un ámbito que requiere sentido del deber, disciplina y sacrificio, y cuya única recompensa es el amor que rebasa todo entendimiento. Para el conservador, el libertario es un impío, en el sentido que los antiguos romanos daban a la pietas, ya que es incapaz de respetar las viejas creencias y costumbres, el mundo natural o el amor a la patria.

El cosmos del libertario es un árido universo sin amor, una cárcel circular. "Yo soy, y nadie más es", afirma el libertario. A lo que el conservador responde citando a Marco Aurelio: "Estamos hechos para la cooperación, como las manos, como los pies".

Se trata de diferencias profundas, y no son las únicas. Pero aun siendo cierto que conservadores y libertarios no defienden lo mismo, ¿puede concebirse que coincidan en lo que rechazan? ¿Serían capaces de unir sus fuerzas para oponerse a las ideologías totalitarias y los estados omnipotentes?

La función primordial del gobierno, dicen los conservadores, es mantener la paz; repeliendo a los enemigos exteriores, administrando justicia en casa. Los gobiernos que se asignan metas más allá de estos objetivos frecuentemente acaban enfrentándose a grandes dificultades, ya que no han sido creados para el control absoluto de todos los ámbitos de la vida. Hasta aquí, en efecto, conservadores y libertarios tienen algo en común. Pero los libertarios, en su afán por alejarse lo más rápida y violentamente posible del ámbito del estado del bienestar, están dispuestos a despojar al gobierno de los poderes necesarios para organizar la defensa de los bienes comunes, restringir las injusticias y las pasiones descontroladas y, en cualquier caso, impulsar una gran variedad de tareas absolutamente necesarias para garantizar el bienestar general.

Con estos defectos de los libertarios en mente, los conservadores volverán una y otra vez a la advertencia sobre los reformistas radicales que hacía Edmund Burke: "Los hombres de mentalidad intemperante nunca pueden ser libres. Sus pasiones les forjan sus cadenas".

Llegados a este punto, supongo que habrá quedado claro que no soy un libertario. Me atrevo a afirmar que el libertarismo correctamente entendido es tan ajeno a los auténticos conservadores estadounidenses como el comunismo. El típico conservador de este país cree en la existencia de un orden moral perdurable. Sabe que el orden y la justicia y la libertad son el fruto de una larga y a menudo dolorosa experiencia social, y que deben ser protegidos de amenazas radicales abstractas. Defiende las costumbres, los hábitos, las instituciones establecidas que han demostrado ser útiles. Declara que la gran virtud de la política es la prudencia, y juzga las actuaciones públicas en función de sus consecuencias a largo plazo. Siente apego por una sociedad diversa que promueve las oportunidades y recelo ante cualquier ideología que pretenda someternos a un solo principio abstracto, sea éste la igualdad, la libertad, la justicia social o la grandeza nacional. Admite que la naturaleza y la sociedad humanas no son perfectas y que la política es siempre el arte de lo posible. Suscribe la sociedad privada y la libertad empresarial, y es consciente de que un gobierno decente, capaz de reprimir la violencia y el engaño, es necesario para garantizar la supervivencia de una economía sana.

Los libertarios doctrinarios son capaces de ofrecernos únicamente una ideología basada en el egoísmo universal, en un momento de la historia en que nuestro país necesita más que nunca a hombres y mujeres dispuestos, si fuera necesario, a subordinar sus intereses privados a la defensa de las cosas permanentes. Las criaturas imperfectas que somos ya tendemos al egoísmo lo bastante como para que se nos exhorte a perseguirlo por principio.

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