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Iraq, tres años después

Introducción

El tercer aniversario de la invasión de Iraq ha quedado marcado por el atentado contra el santuario-mezquita de Samarra, una acción atribuida a los islamistas sunitas de Al Zarqaui, que ha desatado terribles acciones de venganza a cargo de las dos milicias chiitas: la Badr y el Ejército del Mahdi. Para muchos sunitas el Gobierno, de mayoría chiita, ha dejado hacer a estos grupos, evitando intervenir y sin molestarse en investigar lo sucedido. No hay duda de que Al Zarqaui está cosechando importantes éxitos, al lograr, por fin, crear la sensación de que se está en las puertas de una guerra civil, su objetivo principal desde la invasión aliada.

La gravedad de la situación es evidente, tan evidente como el amplio margen de acción que tendrá el futuro Gobierno de Iraq si es el resultado de una amplia coalición y si las partes tienen auténtica voluntad de vivir juntos y en paz. El terrorismo sunita e islamista es perfectamente derrotable en un plazo medio. El proceso político está en la fase final de transición desde la quiebra del sistema político anterior hasta el pleno funcionamiento de un régimen formalmente democrático. Queda formar gobierno, resolver los últimos, pero delicados, temas pendientes de la Constitución y, sobre todo, gobernar.

El punto de partida

Estos tres años han sido intensos, y conviene tener claros los hechos fundamentales, pues de otra manera el día a día nos confundirá con facilidad, haciéndonos más vulnerables a las maniobras de aquellos decididos a hacer fracasar la democracia en Iraq.

Estados Unidos se encontraba ante el dilema de suspender el régimen de aislamiento y vigilancia heredado de Clinton –programa Petróleo por Alimentos y zonas de exclusión–, reconociendo el triunfo de Sadam Husein en su intento de evitar el cumplimiento de las condiciones impuestas tras la derrota de 1991, o invadir, forzar un cambio de régimen y asumir la responsabilidad de establecer un Estado de Derecho. Frente a lo que se ha repetido hasta la saciedad, no se podía seguir manteniendo la situación entonces vigente, que estaba siendo objeto de duras críticas por el sufrimiento impuesto a la sociedad, en especial a los grupos chiitas y kurdos, y que, por sus propias características, no estaba diseñada para perpetuarse. No se puede establecer una zona de exclusión, con el coste en vigilancia aérea, sine die. Tampoco se podía confiar en la eficacia de la disuasión, porque ésta requiere de una racionalidad que no estaba presente. Mecanismos que funcionaron con la Unión Soviética fracasaron con dictadores como Milósevic, Kim Jong Il o el propio Sadam Husein. Bajo estrictas presiones norteamericanas, siguió planeando acciones contra Kuwait y, desde luego, no se plegó a las exigencias de los inspectores.

El Partido Republicano tenía asumido que tendría que acabar el trabajo de Clinton, agobiado por los apuros de su Administración. El 11-S afectó al tratamiento de la crisis. Si siempre fue un problema regional, ahora afectaba al corazón de un Islam en pleno conflicto interno, entre islamistas, nacionalistas y tradicionales. Bush aprobó la operación después de un intenso debate y en función de un conjunto de objetivos:

  • Acabar el trabajo dejado a medias con el establecimiento de un alto el fuego en 1991.
  • Mantener el prestigio y autoridad del Consejo de Seguridad mostrando que el incumplimiento de sus resoluciones implicaba hacer frente al uso de la fuerza.
  • Poner fin a los programas de armas de destrucción masiva, tras el bloqueo del trabajo de los inspectores, primero, y el rechazo de la oportunidad que se brindó en noviembre de 2002 para aclarar la situación de los programas.
  • Poner fin a los vínculos del régimen baasista con grupos terroristas palestinos y con Al Qaeda.
  • Adelantarse (pre-emptive actino) a nuevas acciones iraquíes, tanto de carácter terrorista como militar.
  • Establecer un régimen democrático que pusiera de manifiesto que no hay incompatibilidad entre cultura árabe y democracia y que actuara como ejemplo entre los países de su entorno.
  • Siguiendo lo establecido en la crisis de Kosovo, realizar un nuevo ejercicio de injerencia humanitaria.

Todo empezó con una operación militar desarrollada con sorprendente eficacia. Durante meses tuvimos que padecer todo tipo de augurios sobre los miles de muertos que costaría y el tiempo que se tardaría en ocupar el territorio, predicciones que quedaron en nada. La Fuerza Expedicionaria mostró su extraordinario nivel de preparación, la letalidad de sus medios y, sobre todo, la incorporación de nuevas tecnologías que permitían una muy superior precisión en el tiro y una mayor información sobre la situación del campo de batalla. Fue una guerra convencional entre dos ejércitos, ganada con facilidad y ejecutada a gran velocidad por Estados Unidos.

La Guerra de Iraq mostró hasta qué punto la "transformación" de los distintos ejércitos, en doctrinas y capacidades, era una realidad. El pronto final supuso una nueva inyección de optimismo a las Fuerzas Armadas norteamericanas, consolidándose así el proceso iniciado en la anterior Guerra de Iraq y continuado en Kosovo y Afganistán. Estados Unidos confirmó el mensaje enviado con anterioridad y repetido por analistas y funcionarios: dejando a un lado las grandes potencias, ningún Estado estaba en condiciones de plantear una amenaza creíble a Estados Unidos en el campo de batalla. Los destinatarios tomaron nota haciendo de las estrategias asimétricas, aquellas que evitan las acciones propias de los ejércitos y concentran su acción en atacar por cualquier medio allí donde más vulnerable es el enemigo, su forma de actuar por excelencia.

Sin embargo, la operación militar había estado precedida de un fuerte debate entre el secretario de Estado y el Estado Mayor del Ejército de Tierra sobre el tamaño del contingente que enviar. Aquel debate resultó premonitorio de lo que ha venido siendo el debate político y militar sobre la gestión de la ocupación, así como la discusión, mucho más general, sobre la transformación de las Fuerzas Armadas y los objetivos estratégicos de EEUU durante la Guerra contra el Terror. Desde una perspectiva "realista", Rumsfeld ha interpretado el concepto "victoria" como la derrota militar del enemigo, para lo que considera es necesario un contingente limitado dotado de sofisticados medios técnicos. Esa superioridad tecnológica que la sociedad norteamericana hoy ostenta debía traspasarse al orden militar y determinar su forma de actuar.

Sin embargo, la estrategia definida por el presidente Bush, de naturaleza "neoconservadora", plantea un concepto de "victoria" muy diferente. No se trata de ganar una batalla o acabar con un régimen político determinado, sino de transformar regiones completas, desarrollar culturas y hábitos democráticos, potenciar la actividad económica para poner fin al sentimiento de frustración que asola el Islam y facilita el crecimiento de las escuelas y alternativas islamistas.

Una misión de estas características requiere no sólo derrotar sino también ocupar, controlar y asegurar las bases de la reconstrucción... unos cometidos que exigen contingentes mucho mayores. Para unas FFAA como las norteamericanas, destruir es mucho más fácil que construir. La posición entonces defendida por el Ejército de Tierra, el senador McCain o el núcleo neoconservador, desde el American Enterprise Institute o The Weekly Standard, ha resultado cierta: hubiera sido necesario desplegar un mayor número de soldados, con una equipo apropiado para el control del orden público y con doctrinas adecuadas.

Retos, respuestas y errores

Estados Unidos utilizó una fuerza mínima, desde el convencimiento de que era suficiente para lograr la victoria. En un sentido convencional era verdad, y confirmaba los presupuestos de la política de transformación de Rumsfeld. Sin embargo, esa aplastante victoria se había logrado desde unos planteamientos distintos a los marcados por la estrategia presidencial. Si Bush había indicado que el objetivo era tanto acabar con el régimen baasista como construir un nuevo sistema político democrático, el contingente resultaba escaso. Desde un primer momento se vio que no eran capaces de mantener el orden público. Esa carencia reforzó la disposición de los restos de las fuerzas baasistas, bien provistas de dinero y armamento, a organizar unas fuerzas irregulares, dispuestas a realizar acciones guerrilleras o terroristas.

La insurgencia mostró hasta qué punto la Fuerza Expedicionaria y el nuevo Estado eran vulnerables. Este hecho animó a las fuerzas islamistas a convertir Iraq en el primer frente en su guerra particular contra el Islam moderado y Occidente. Miles de terroristas llegaron desde todas las partes del planeta para combatir o inmolarse en las tierras que fueron sede de un califato. Desde su perspectiva, el triunfo de un régimen democrático en Iraq supondría la victoria del mundo judeo-cristiano sobre el Islam, al imponer en su corazón una forma de gobierno ajena al mundo musulmán y a sus creencias. Ese régimen podría "contaminar" a los estados próximos, aumentando así la tendencia hacia la "corrupción" interna y la modernización occidental. Por el contrario, un triunfo sobre Estados Unidos en Iraq, una repetición de la experiencia soviética en Afganistán, tendría consecuencias muy positivas para sus intereses tanto en el Islam como en Occidente. Los musulmanes aceptarían en mayor grado el liderazgo islamista en la necesaria transformación interna, ante el colapso de las estrategias tradicionales y nacionalistas. Los occidentales renunciarían a intervenir en el Islam y se plegarían ante las demandas internas de sus comunidades musulmanas. Iraq se convertía en el frente central de lo que para los islamistas sí es un "choque de civilizaciones".

Fedayines baasistas y terroristas de Al Qaeda planteaban dos conflictos distintos. Si los primeros actuaban desde una perspectiva nacional y centraban su preocupación en la posible hegemonía chiita, los segundos, sin ignorar las claves internas, trataban de convertir Iraq en el frente central de su guerra contra el Islam moderado y Occidente. Los planos se cruzan y confunden, generando desconcierto en el analista y choques violentos entre ellos.

El aumento de las actividades de la insurgencia puso de manifiesto un nuevo problema: las fronteras con algunos estados vecinos –Siria, Jordania, Arabia Saudita e Irán– eran permeables. Baasistas e islamistas podían establecer en esos países centros de apoyo y poner a buen recaudo su dinero. Desde allí aprovisionaban a sus grupos y enviaban refuerzos sin correr demasiado riesgo. Las fuerzas norteamericanas carecían de medios para impermeabilizar tantos kilómetros de frontera, que en muchos casos es un puro desierto. Los gobiernos afectados en unas ocasiones eran parte del problema –Irán y Siria– y en otras no eran capaces de controlar plenamente todo el espacio fronterizo. La apertura de hostilidades con estos estados, siguiendo la experiencia de Vietnam, no fue considerada viable. Si había dificultad para disponer de tropas suficientes en Iraq, no parecía sensato abrir nuevos frentes. El resultado ha sido el ya conocido: el descontrol sobre el acceso al territorio, otorgándose una importante ventaja al enemigo.

Como he señalado con anterioridad, para los islamistas la campaña de Iraq era el frente central de una "guerra" de más amplias miras. Tanto para ellos como para los baasistas, la división de Europa y la falta de apoyo ruso a Estados Unidos ha sido un importante éxito. Más aún, el comportamiento de los medios de comunicación occidentales, guiados por el siempre previsible The New York Times, denunciando la política norteamericana y a menudo justificando la acción de la insurgencia –hasta no hace mucho "resistencia"– les ha corroborado uno de sus principios básicos de actuación: Occidente es débil, no es capaz de mantener una acción bélica durante un tiempo prolongado, y hay que centrase en presionar a la retaguardia para desgastar a los gobernantes y lograr que cedan. Los medios de comunicación occidentales son un estímulo para el terrorismo islamista.

Ante el desarrollo de la insurgencia, Estados Unidos se vio en la obligación de reforzar el contingente humano. El proceso fue lento, como si a los dirigentes del Pentágono les molestara tener que actuar en un tipo de misión que no respondía a sus presupuestos doctrinales. Faltaba convicción entre los que deseaban abandonar Iraq a su suerte, una vez derrotado Sadam Husein, y que habían fundamentado la transformación de las Fuerzas Armadas en unos escenarios que no parecían confirmarse. Este nuevo despliegue se encontró con algunas dificultades mayores.

Los recortes realizados por Clinton en la estructura de las Fuerzas Armadas, la reducción en el número de divisiones, privaba a la Administración de la posibilidad de disponer de recursos suficientes para atender el teatro iraquí sin desatender los restantes, en un despliegue que es inevitablemente global.

El énfasis puesto durante años en la preparación para un determinado tipo de acción implicaba que las tropas no estaban preparadas para el conflicto asimétrico que se les planteaba. Unidades pesadas, dotadas de carros de combate y sofisticados sistemas de guerra electrónica, resultaban poco útiles para combatir a pequeños grupos armados de fusiles y lanzagranadas que se desplazaban a gran velocidad y se escondían en las ciudades. No sólo el contingente era escaso, además no estaba preparado, doctrinal y operativamente, para hacer frente a la insurgencia. Estados Unidos había confiado, en que tras una rápida y contundente victoria, el régimen se colapsaría, pero no fue así. La Infantería de Marina actuó como punta de lanza, estableciendo un modelo operativo que, poco a poco, fue generalizándose. Con una mentalidad más apropiada y un equipamiento más adecuado, las acciones contraterroristas se hicieron más eficaces, pero con límites muy evidentes.

A la falta de hombres y de una preparación apropiada se sumó la carencia de inteligencia. Como resultado de los cambios desarrollados tras el fin de la Guerra Fría, se había reducido la inteligencia humana en beneficio de los sistemas electrónicos. Sin embargo, esos sistemas tenían una limitada utilidad si no eran completados con una primera información sobre la naturaleza de la amenaza. EEUU no fue capaz de colocar sobre el terreno un número suficiente de operativos con el nivel apropiado de conocimiento de la lengua y la cultura árabe-iraquí. No conocían al enemigo y no sabían cómo operaba.

Es evidente que estas carencias no se pueden resolver en el corto plazo, y que un conflicto de esta naturaleza es difícil de gestionar con estos agujeros negros. En gran medida, las fuerzas norteamericanas dependen de la inteligencia nativa, pero ésta, hoy por hoy, es más chiita, sunita o kurda que iraquí, con todo lo que ello implica. De hecho, hoy, tres años después, seguimos sin tener la certeza de cuál es el equilibrio entre nacionalismo e islamismo en el seno de la insurgencia, ni disponemos de información segura sobre su organización. Sabemos que en ocasiones trabajan juntos y que en otras tienen choques violentos. Nos consta que los sunitas les echan en cara sus atentados indiscriminados contra la gente que pasa por la calle, en vez de concentrarse en objetivos chiitas, en particular religiosos, como es su caso. Es evidente que Al Zarqaui ha desaparecido durante un tiempo, lo que puede ser interpretado como una opción política por una presencia de bajo perfil a favor de dirigentes islamistas iraquíes. Es sabido que los fedayines recibieron en Bagdad al enviado de Al Zarqaui para tratar de coordinar sus acciones, con el resultado del ajusticiamiento del delegado. Aun así, lo que desconocemos es demasiado.

De una guerra convencional se pasó a otra de carácter terrorista. El nuevo escenario requería también cambios en la estrategia de reconstrucción.

Era necesario conceder a los iraquíes la preeminencia en la gestión política de la transición. Los iraquíes, y muy en particular los árabes sunitas, tenían que tener claro que el conflicto no era entre árabes y extranjeros. Sin embargo, Estados Unidos optó, después de un primer intento fallido de administración post-bélica, por un virreinato, al frente del cual colocó al diplomático Paul Bremmer. Bremmer actuó desde un cierto despotismo ilustrado, pero sin un guión claro. A pesar de los esfuerzos que se habían desarrollado para establecer un plan general de reconstrucción, los planteamientos del Pentágono y del Departamento de Estado eran dispares. El Consejo de Seguridad Nacional no fue capaz de aunar posiciones, y el resultado fue decepcionante. El control extranjero y la falta de un plan viable de reconstrucción política y económica alimentaron la sensación de ocupación y favorecieron la formación de una base social sunita para la insurgencia.

Era también necesario adaptar el contingente militar a una situación nueva. La insurgencia se había ido haciendo fuerte en barrios o ciudades del famoso Triángulo Sunita, que corresponde a tres de las dieciocho provincias iraquíes. Ya no era sólo un problema de acciones terroristas o guerrilleras realizadas de forma esporádica, era el inicio de una delimitación de frentes. El primer reto era optar entre el asalto o la negociación con los jefes de clanes locales. Se cometió el error de elegir la segunda opción, lo que en la mentalidad del enemigo significaba una clara muestra de debilidad. No se consiguió más que una pérdida de credibilidad y, tarde y mal, hubo que optar por la toma violenta de estos enclaves, entre los que destaca Faluya.

Las críticas llovieron, con toda la razón, sobre Rumsfeld y Bush, pero resultaron ser sólo un anticipo de lo que estaba por llegar. Si una plaza era conquistada a la insurgencia, con todo el coste que implicaba una operación de esas características, volvía a caer en pocos días en manos de la insurgencia, ante la falta de medios humanos para retenerla. Quedaba, una vez más, patente la insuficiencia del contingente desplegado. Para poder acabar con esos nichos era fundamental acelerar la preparación de la policía y el ejército iraquíes, que serían los responsables de la retención de las plazas conquistadas. Las fuerzas extranjeras debían realizar misiones de apoyo, dejando a los iraquíes el papel principal, para evitar así reacciones nacionalistas.

Las grandes coordenadas de una crisis

En todo momento la mayoría de los iraquíes ha estado a favor de la reconstrucción política y económica propuesta por Estados Unidos. La población ha demostrado con su valor su disposición a asumir sacrificios para vivir en un Estado de Derecho, en un país unido pero con una estructura federal que reconozca las distintas identidades. En este sentido resulta paradigmática la figura del gran ayatolá Alí al Sistani, la máxima autoridad del chiismo iraquí. Al Sistani ha frenado las tendencias revanchistas, ha contenido el bien fundado odio chiita contra los clanes sunitas que durante décadas los han torturado y asesinado masivamente, para lograr finalmente el poder en un Estado de Derecho. Si no ha habido una guerra civil hasta ahora, en buena medida se debe a este hombre.

La guerra civil supondría la pérdida de una oportunidad histórica para el chiismo de conquistar legítimamente el poder y de dejar atrás años de sufrimiento. Pero, por esa misma razón, la guerra civil es la última oportunidad para los radicales sunitas. Los seguidores de Sadam no aceptan la pérdida del poder y temen la represión o, sencillamente, la justicia; los islamistas, como ya señalamos antes, el triunfo de instituciones y valores occidentales en el corazón del Islam; unos y otros, la influencia del chiismo en un Estado controlado durante años, si bien ilegítimamente, por el sunismo.

Ante la política de contención impuesta por Alí al Sistani, los radicales se ven abocados a aumentar las provocaciones. Unos y otros dejaron hace tiempo de concentrar sus actos en las fuerzas extranjeras. Para ellos el problema no es la presencia occidental, que saben pasajera. Lo que temen es la emergencia de un nuevo Estado en el que carezcan de suficiente influencia. De ahí que las acciones terroristas se dirijan a impedir su consolidación y, desde luego, a provocar a los chiitas. Pero este permanente ejercicio de violencia se vuelve contra ellos.

La población árabe sunita está harta de vivir en una situación precaria, donde la vida tiene un valor escaso y la economía sigue estancada, ante la inexistencia de inversiones. Son los sunitas los que más sufren, porque es en su propio territorio donde se desarrolla la mayor parte de los atentados y donde la ley no existe. Este cansancio está llevando a la población a aceptar el proceso político, hasta el punto de ir a votar sabiendo que se juegan la vida.

Los atentados islamistas son menos selectivos y van más dirigidos a producir pavor entre la población. Ya Al Zauahiri alertó, desde las montañas que separan Afganistán de Pakistán, de los riesgos de esta táctica. La población se ha vuelto contra ellos, y también las milicias baasistas. Se ha publicado en alguna ocasión casos de fuego cruzado entre islamistas y baasistas, ante la sorpresa de unidades iraquíes y norteamericanas.

A pesar de toda la actividad desarrollada por las fuerzas insurgentes, el conflicto está, hoy por hoy, localizado en las provincias sunitas. Como ocurrió durante los años de la crisis terrorista en Irlanda del Norte o hasta hace muy poco en España con la banda ETA, la actividad terrorista no altera los ritmos de la vida cotidiana en la mayor parte del país. Las zonas chiitas y kurdas sufren ataques terroristas, pero de forma episódica. Los insurgentes tienen dificultades para moverse libremente en estos territorios, ante la vigilancia de las milicias locales y la fuerzas militares. La reconstrucción económica evoluciona con lentitud, ante la merma de recursos, que han tenido que ser dirigidos hacia la seguridad, y por la dificultad de trasladar técnicos extranjeros, por miedo al secuestro o al asesinato.

Progresivamente las fuerza extranjeras, hoy mucho mejor adaptadas al teatro de operaciones, irán disminuyendo su tamaño, dando un carácter más nacional a la represión contra el terrorismo. En la actualidad las unidades de policía y del ejército iraquíes han ganado en tamaño y preparación, asumiendo importantes misiones... pero este proceso, indudablemente positivo, va unido a otro de no tan positivas consecuencias: son organizaciones que los sunitas perciben como extrañas, cuando no enemigas. No sólo la comunidad sunita está poco representada, es que su actividad es vista como enemiga. Si tenemos en cuenta que la insurgencia es sunita y tan antichiita como antikurda, es fácil comprender que los miembros de la nueva policía, que representa a la mayoría de una sociedad en la que los árabe-sunitas no constituyen ni el 20%, no se sientan obligados a un trato exquisito hacia sus conciudadanos sunitas, más aún si recuerdan, y no es fácil olvidar, cómo les han tratado durante las últimas décadas. Por otro lado, la cultura política iraquí no contempla una policía con hábitos europeos. Todo ello tiende a dificultar el necesario acuerdo nacional.

Tras una invasión militar, una guerra convencional y tres años de ocupación frente a una insurgencia, las FFAA norteamericanas han sufrido un número de bajas mortales inferior a 3.000. Es, sin lugar a dudas, un hecho histórico que dice mucho del nivel de preparación de la milicia norteamericana. Pero para valorar tan exigua cantidad tenemos que tener en cuenta que, frente a lo que a menudo podemos leer en los medios de comunicación, el conflicto no es de iraquíes contra norteamericanos, sino, sobre todo, de iraquíes contra iraquíes. La invasión y la deposición del baasismo dieron paso a un nuevo período en el que se reabren (en realidad nunca se cerraron) viejas cuestiones nacionales.

Iraq es un invento del colonialismo británico. Por muchos precedentes que se quieran buscar en tiempos pasados, con Saladino y con el Califato, la realidad es que durante el prolongado período de hegemonía turca estas tierras estuvieron organizadas como un conjunto de territorios independientes gobernados por delegados del Sultán. No existía en el momento fundacional un espíritu nacional; las diferencias entre unos y otros, en especial entre kurdos y árabes, son muy grandes; y, por último, la sangrienta gestión de Sadam Husein no hizo más que empeorar la relación entre las distintas comunidades. Lo que hoy se disputa en Iraq no es la presencia norteamericana, que todos saben será breve, sino quién y cómo gobernará. La opción democrática es inaceptable para una parte de los sunitas, porque implicaría la definitiva y total hegemonía chiita.

Los retos inmediatos

La conditio sine qua non para garantizar el triunfo de la reconstrucción iraquí es la formación de un Gobierno de coalición nacional. Si los árabe sunitas se descolgaran la acción represiva tendría un sentido partidista, lo que agravaría la tensión y facilitaría el trabajo a aquellos que buscan la guerra civil. La lucha contra el terrorismo va indisolublemente unida al acuerdo sobre la nueva estructura del Estado, reflejada en la Constitución. Este acuerdo todavía no es una realidad, y su consecución será un objetivo prioritario del nuevo Gobierno.

De no conseguirse estos acuerdos, el riesgo de que la situación se deteriore aún más en el futuro inmediato es muy alto. Los árabe sunitas no confían en los chiitas, y temen su hegemonía. Los terroristas pueden ganar apoyo social, sobre todo si consiguen provocar a los chiitas hasta el punto de que, como ha ocurrido recientemente, sus milicias lleven a cabo actos de venganza masivos, con el visto bueno, el consentimiento o la inacción gubernamental. Mientras tanto, los kurdos continúan consolidando un Estado confederal de hecho. Sus diferencias con los chiitas aumentan. Por una parte, estos últimos rechazan el margen de autonomía exigida por los primeros, pues desean un Estado federal más cohesionado. Por otra, los kurdos condenan la política antiterrorista del Gobierno, por dejar hacer a las milicias chiitas y por caer en la tortura indiscriminada contra los sunitas. Mientras tanto, Irán lleva tiempo infiltrándose y participando en los asuntos internos iraquíes.

Iraq no es en estos momentos un Estado consolidado, y la tensión entre chiitas y sunitas puede derivar en una guerra civil, lo que podría interpretarse como un éxito de la insurgencia, puesto que ese ha sido su objetivo, aunque no resulte claro que ellos puedan resultar los vencedores últimos de una contienda civil.

Estados Unidos, a través de su embajador en Bagdad, está empleando todas sus fuerzas en lograr ese acuerdo nacional. Sin embargo, se escapa al ámbito de influencia del embajador Khalilzad el conseguir que los iraquíes quieran continuar viviendo juntos. Si la sociedad iraquí se rompe, Estados Unidos no podrá hacer nada para evitarlo.

Parece fuera de cuestión que, en caso de fracaso colectivo, la crisis política se resuelva de forma pacífica. No estamos ante un caso semejante al de Chequia y Eslovaquia. Una guerra civil en Iraq lo sería entre más de dos comunidades, lo que nos llevaría a una experiencia como la libanesa pero de dimensiones mucho mayores, tanto por el tamaño del territorio como de la población. Las milicias llevan tiempo preparándose, porque en todo momento los iraquíes han considerado el escenario de una guerra civil como muy probable. Pesmergas, fedayines, islamistas vinculados a Al Qaeda, las milicias Badr y el Ejército del Mahdi están a la espera de instrucciones.

De igual modo que ocurrió en el Líbano, pero también con dimensiones mucho mayores, un conflicto civil en Iraq involucraría inevitablemente a los estados vecinos. No parece que Turquía esté dispuesta a permitir la existencia de un Estado kurdo en su frontera oriental, por temor a que, directa o indirectamente, animara la subversión interna kurda. Tampoco está claro que Estados Unidos o la Unión Europea pudieran disuadir al Gobierno islamista de Erdogan. Irán se movilizaría en apoyo de la gran comunidad chiita, de la misma forma que Arabia Saudita –guardián de los Santos Lugares y cabeza visible del sunismo– y Egipto se sentirán obligados a hacerlo en favor de la pequeña comunidad árabe-sunita. Estaríamos, por lo tanto, ante un conflicto civil musulmán de dimensiones internacionales. Iraq pasaría de ser el frente central de la pugna entre el islamismo y Occidente a serlo del conflicto latente durante siglos entre sunismo y chiismo. De un acuerdo entre estas potencias regionales dependería, caso de suceder, la contención del conflicto y su salida negociada.

Conclusiones

Tres años después, algunos de los objetivos que justificaron la invasión se han satisfecho. Estados Unidos ha dejado claro al mundo que está dispuesto a hacer cumplir las resoluciones del Consejo de Seguridad, que no se limita a lanzar amenazas. Los programas de armas de destrucción masiva, que no los arsenales –laboratorios, científicos, presupuestos–, fueron localizados y destruidos, impidiéndose los planes de Sadam de comenzar a producir en cuanto las sanciones fueran levantadas. Los vínculos entre Al Qaeda y el régimen de Sadam Husein eran una realidad, como el propio Al Zarqaui pone de manifiesto cada día. Fue un protegido de Sadam, en sus hospitales fue tratado, y jugó un papel importante en la organización de Ansar al Suna, el grupo terrorista de credo islamista que actuaba en el Kurdistán. Desde entonces, la documentación que está siendo analizada apunta a una mayor relación de la que creíamos hace tres años.

Sin régimen baasista no es posible una nueva invasión de Kuwait o un ataque a Arabia Saudita, preocupaciones de aquellos días. El objetivo de liberar a comunidades distintas del horror baasista es también una realidad. Pocos añoran, a pesar de la violencia cotidiana, los tiempos de Sadam. Chiitas y kurdos asumen los sacrificios que han tenido que hacer con tal de superar esa etapa. Desde la invasión, los avances en la democratización de la región son evidentes, para todo aquel que esté dispuesto a reconocerlos.

Sin embargo, estamos lejos de que Washington pueda dar por cumplida la misión. Iraq no es un Estado unido y viable, no existe un régimen democrático más que en el papel, y el riesgo de que la situación derive en un conflicto internacional es grande.

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