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DESDE GEORGETOWN

Defensa de la democracia

El 29 de marzo de 2002 un terrorista suicida palestino entró en el Park Hotel de Netanya, una ciudad costera israelí, y detonó los explosivos con los que iba pertrechado, asesinando a 29 personas e hiriendo a varias docenas más. A consecuencia de la masacre, el Gobierno israelí decidió intervenir la ciudad palestina de Jenin. Con 45.000 habitantes, Jenin albergaba también un centro de refugiados palestinos de donde habían procedían una buena parte de los terroristas suicidas que habían atacado Israel en esos meses.

El 29 de marzo de 2002 un terrorista suicida palestino entró en el Park Hotel de Netanya, una ciudad costera israelí, y detonó los explosivos con los que iba pertrechado, asesinando a 29 personas e hiriendo a varias docenas más. A consecuencia de la masacre, el Gobierno israelí decidió intervenir la ciudad palestina de Jenin. Con 45.000 habitantes, Jenin albergaba también un centro de refugiados palestinos de donde habían procedían una buena parte de los terroristas suicidas que habían atacado Israel en esos meses.
La opción a la que se enfrentaba el Gobierno israelí era bombardear Jenin y destruir el foco de terrorismo sin tener en cuenta las bajas civiles o practicar una operación de limpieza, muy difícil, que pondría en peligro vidas de militares israelíes porque los terroristas estaban utilizando a los civiles como cobertura. El Gobierno eligió la segunda opción. Jenin quedó libre de terroristas tras una batalla en la que resultaron muertos 52 palestinos, casi todos armados, y 23 soldados israelíes. Algunas de las familias de los soldados israelíes interpusieron una querella, todavía en curso, ante los tribunales. Arguyen que el Gobierno había incumplido su principal obligación, que es proteger la vida de los propios ciudadanos israelíes. Este dato es poco conocido. Se recordará, en cambio, que la intervención en Jenin fue publicitada en buena parte de los medios de comunicación occidentales como un auténtico crimen de guerra, cuando no como una matanza similar a la del 11-S.
 
La anécdota, por así llamarla, la cuenta Natan Sharanksy en su último libro, The Case for Democracy. The Power of Freedom to overcome Tyranny & Terror, (Nueva York, Public Affaire, 2004). Natan Sharansky es un antiguo disidente ruso, nacido bajo el estalinismo, colaborador de Sajarov –a cuya memoria ha dedicado el libro–, encarcelado en la URSS y emigrado a Israel en los años 80. En Israel, Sharansky ha ocupado varios cargos políticos relevantes. Se dice que el propio Bush recomendó hace poco tiempo el libro de Sharansky a Karl Rove.
 
Es una pequeña obra maestra de sencillez y claridad. La paradoja de cómo las democracias, regímenes aparentemente débiles, han sido capaces de vencer a regímenes políticos basados en la fuerza, y por tanto aparentemente mejor preparados como el nazismo o el comunismo, ha sido estudiada y explicada en numerosas ocasiones. Sharansky proporciona una nueva explicación. Su capacidad de convicción se basa en la experiencia personal padecida bajo el totalitarismo soviético. Sharansky clasifica a la población que vive bajo regímenes de terror en tres clases: los creyentes, que mantienen el régimen; los disidentes, que se oponen a él, y los "doblepensadores", que se avienen a mostrar una lealtad aparente por miedo. Las dos primeras categorías son minoritarias, y en algún caso la segunda es inexistente (no había disidentes bajo Stalin). Ahora bien, en cuanto se introduce un pequeño resquicio de libertad, los disidentes se vuelven visibles y los "doblepensadores" empiezan a pasarse a las filas de los disidentes. Los regímenes construidos sobre el miedo no tienen capacidad de sobrevivir a largo plazo, porque no pueden controlar siempre a toda la población. Y entra dentro de la naturaleza del ser humano, dice Sharansky, el gusto por la libertad.
 
Establecida esta premisa, ¿qué pueden hacer las sociedades libres para fomentar la democracia en los regímenes que gobiernan por el miedo? También aquí Sharansky recurre a su experiencia personal. Preconiza una presión constante que permita hacer comprender a los "disidentes" que se les apoya, a los "doblepensadores", que pueden perder el miedo, y a los "creyentes", que ya no controlan la situación. Es exactamente la política que aplicó Ronald Reagan ante la URSS: la contraria a la del apaciguamento y la contención practicados por "realistas" como Kissinger y Nixon en los años 70.
 
El argumento a favor de la democracia es doble. La democracia –y el respeto a los derechos humanos– deben ser el objetivo final de la acción política por razones puramente morales, pero también por pragmatismo, ya que los regímenes libres imponen controles a los gobernantes, obligan a la transparencia y dificultan la violencia arbitraria. Parece una evidencia. No lo es en absoluto. Ni era evidente antes de la expansión del nazismo, ni lo fue en tiempos de la política de contención frente al comunismo, ni ha sido evidente en tiempos más recientes, después de la caída del Muro de Berlín, cuando las democracias occidentales creyeron poder convivir con regímenes musulmanes corruptos, dictatoriales o directamente terroristas. El 11 S debería haber despejado todas las dudas. Tampoco lo ha hecho, como comprobamos todos los días. Muchos conservadores y la inmensa mayoría del progresismo occidental siguen considerando que el régimen de Sadam Hussein era tolerable y el mundo, más seguro con él. Como recuerda largamente Sharansky en su libro, Occidente, incluida una parte importante de la opinión pública israelí, consideró a ese monstruo que fue Yaser Arafat como un interlocutor válido, cuando no como un adalid de la libertad de su pueblo.
 
El libro de Sharansky resulta convincente en cuanto a la capacidad de la democracia y de la libertad para vencer a los regímenes basados en el miedo o en el terror. También lo es, por lo menos en mi opinión, en su afirmación de la compatibilidad de la democracia con culturas y religiones muy variadas, incluida la musulmana.
 
Plantea una incógnita, en cambio, en cuanto los recursos morales de las sociedades libres para aplicar políticas como las que preconiza en contra de las dictaduras o los totalitarismos. Sharansky habla de la necesaria "claridad moral", y de cómo esta claridad ha inspirado las políticas adecuadas, las que sirvieron en el pasado para liberar a millones de personas del totalitarismo nazi y soviético, y las que ahora mismo sustentan las políticas de democratización en Afganistán e Irak. Ahora bien, el libro de Sharansky ilustra también demasiados casos en los que esa "claridad moral" no ha existido, ya sea por ofuscación, por error intelectual, por miedo o por causas más turbias. En Jenin se impuso la "claridad moral" del Gobierno y la de los militares dispuestos a sacrificarse. La que demostraron muchos medios de comunicación fue más bien escasa.
 
Si se piensa en España, en la política internacional de su Gobierno y en las posiciones de la opinión pública ante el terrorismo nacionalista y el islamofascista, el libro incita a cierta melancolía. Lo positivo es que la lectura del libro de Sharansky refuerza las convicciones a favor de la democracia, proporciona argumentos para defenderla y tal vez incluso convenza a algún lector escéptico que vale la pena creer en la libertad. También resulta esperanzador que sea uno de los libros más leídos y comentados en Washington.
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