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Nosotros estuvimos antes

Capítulos enteros de nuestra historia se esconden tras el velo de prejuicios tejidos por la Leyenda Negra. Hazañas y nombres propios que no aparecen en los manuales de historia ni conforman los guiones de nuestra industria cinematográfica pero que de haber sido protagonizados por franceses o ingleseses serían honrados y recordados con pompa y circunstancia. España es diferente, y hemos tenido que esperar a que Fernando Martínez Láinez y Carlos Canales Torres pusieran una pica más allá del Río Grande para que llegara a nuestras manos un libro como Banderas Lejanas, que cuenta la historia de la exploración, conquista y defensa por España del territorio de los actuales Estados Unidos. Casi nada.

Casi tres siglos antes de que el primer vapor navegara por el Misisipí (1811), un español, Hernando de Soto, fue el primer europeo en ver esa magna acumulación de agua, a la que dio en llamar Gran Río del Espíritu Santo. Una anécdota que muchos de sus compatriotas hoy desconocen pero que Mark Twain recogió en su novela autobiográfica Vida en el Misisipí. Por cierto, todavía tienen que transcurrir más de cien años para que las barras y estrellas igualen los 288 años que estuvo ondeando la bandera española en el actual estado de Florida. De hecho, una enseña rojigualda ondea aún hoy en el castillo de San Marcos, en homenaje a quienes pusieron nombre y cimientos a la ciudad más antigua de los Estados Unidos, San Agustín.

Descubiertas las islas caribeñas, un nuevo continente empezó a abrirse ante aquellos conquistadores que tuvieron que hacer frente a la inclemencia de los huracanes y a la crudeza de una realidad que se alejaba bastante de las promesas e ilusiones que habían alentando sus viajes. Ni rastro de un nuevo Birú, ni de indígenas hospitalarios, ni de ciudades embaldosadas con oro; en su lugar, encontraron tribus itinerantes más pobres que los propios españoles y dispuestas a defenderse hasta derramar la última gota de sangre. Pero los españoles de entonces no se rendían fácilmente e hicieron frente a sus nuevos enemigos.

Sin más pertrecho que una audacia temeraria, muchos de estos exploradores cruzaron el Atlántico para escapar del destino desesperanzado que les deparaba en España. Huérfanos de oportunidades y carentes de hidalguía o nobleza, encontraron en el Nuevo Mundo la oportunidad de demostrar su valía, con el único límite de sus capacidades. No fueron aquéllas misiones de exterminio, sino civilizadoras, aunque la Leyenda Negra sólo señale las sombras, los excesos contra los indígenas. Pero la realidad es que, si bien hubo casos de ensañamiento y crueldad, no fueron los españoles quienes terminaron con los moradores de aquellas tierras, pues los misioneros eran la razón de ser de la empresa evangelizadora que asumió la Corona. A pesar de las riquezas y oportunidades que brindaba el nuevo continente, no había para entonces mayor gloria que ampliar la salvación a todos los hijos de Dios.

Fueron también los españoles los primeros europeos en toparse con unos extraños bueyes con joroba, a los que llamaron cíbolos, si bien acabarían siendo conocidos como bisontes. Responsabilidad española es haber complicado la vida de los yanquis al abandonar sus caballos, que terminaron siendo las monturas de los indios que comprometieron la expansión y conquista del Oeste. Por descontado, española es la herencia cultural que salpica la geografía americana desde el Atlántico al Pacífico, de San Agustín a Los Ángeles, pasando por el Camino Real de Tierra Adentro. No es de extrañar, pues, que en octubre americanos y españoles celebremos conjuntamente la Hispanidad, aunque nosotros no seamos conscientes de lo mucho que dejamos en aquellas extrañas y lejanas tierras.

Todas estas hazañas no se limitaron al sur y al medio oeste americano: el 3 de junio de 1790 una expedición de voluntarios catalanes izó la rojigualda en el acto de toma de posesión de Alaska, en nombre de Carlos IV. En la actual Orca Inlet, cerca de Puerto Córdova, aquellos españoles marcaron los límites que llegó a alcanzar el Imperio español. Luego llegaron los rusos y echaron al traste todos los planes de colonización.

No fue hasta el verano de 1821 cuando la última plaza española cedía ante los Estados Unidos. Tuvieron que pasar más de tres siglos para que la soberanía española en el actual territorio estadounidense tocara a su fin... en el mismo lugar en el que había comenzado. Ni franceses ni ingleses ni rusos consiguieron resistir el empuje de la joven nación que se levantaba sobre las cenizas de las antiguas colonias europeas como lo hicieron los españoles en aquello que a principios del XIX era el Virreinato de Nueva España. Pero es que, además, nosotros, los españoles, estuvimos antes.

Estas y otras aventuras se encuentran en las páginas de este libro, narradas de una forma asombrosamente amena; página a página seguiremos a aquellos hombres que decidieron desafiar su destino en una búsqueda intrépida que les llevó donde ningún otro europeo había llegado jamás. Un historia que no debe ser olvidada y que aquí se presenta como un descubrimiento del Descubrimiento, hechos demasiado sobresalientes como para abandonarlos a la corrección política o a la pluma de quienes entonces eran nuestros enemigos declarados.

Fernando Martínez Láinez y Carlos Canales Torres, Banderas lejanas, Edaf, Madrid, 2009, 543 páginas.

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