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El liberalismo hoy

The Changing Fortunes of Economic Liberalism (que se podría traducir por El variado destino del liberalismo económico), de David Henderson ofrece una visión panorámica del liberalismo económico durante el último siglo y medio, si bien se concentra en su evolución durante los últimos veinte años. El análisis de este economista y profesor británico, antiguo director del departamento de estadística de la OCDE, está escrito con la técnica del claroscuro. A pesar de su cercanía intelectual a las posiciones liberales, Henderson trata de escribir su texto desde la distancia, con objetividad, sin optimismo excesivo y sin un pesimismo autoflagelador. Su balance de las dos décadas finales de esta centuria es positivo. Suponen un cambio en la tendencia hacia el progresivo abandono de los principios del liberalismo, iniciado a finales del XIX, si bien el futuro es incierto ya que la crónica debilidad del ideario liberal reside en que la adhesión a sus tesis es siempre minoritaria y que existen poderosas fuerzas e intereses que se oponen a sus planteamientos. Entre éstas se encuentran los grupos ecologistas, los sectores protegidos por las regulaciones etc. A izquierda y a derecha, las posiciones anti-liberales gozan de una adhesión creciente.

Otra de las supuestas flaquezas del liberalismo, según Henderson, es su incapacidad de convertirse en un partido político con posibilidades de ser mayoritario. En su prólogo, Lord Lawson considera eso una ventaja en lugar de un inconveniente. El antiguo ministro de economía de Mrs. Thatcher ve con claridad que el liberalismo debe convertirse en un partido transversal, es decir, en el centro del discurso político de la izquierda y de la derecha. Ello asegura su perdurabilidad por encima de los cambio de gobierno. ¿Qué decir sobre el libro de Henderson?

A finales del siglo XX, el liberalismo aparece como el paradigma ideológico dominante en la escena mundial. El derrumbe del comunismo y la crisis de la socialdemocracia clásica han dejado al liberalismo como protagonista del panorama ideológico, político, social y cultural. Sin embargo, las cosas no son tan simples ni la victoria liberal tan clara. De entrada, a pesar de la retórica anti-estatalista de los últimos veinte años, de la globalización y de las revoluciones tecnológicas, las sociedades y las economías desarrolladas son en buena medida mucho menos libres de lo que lo eran hace treinta años. El peso del estado intervencionista no ha sufrido un retroceso substancial y mantiene prácticamente intactos los grandes programas de gasto social, la herencia más poderosa del colectivismo, y un sinfín de pequeñas y grandes regulaciones, que entorpecen el buen funcionamiento de los mercados y restringen la libertad individual.

Sin embargo se han producido algunas transformaciones importantes. Sobre todo se ha cambiado la tendencia. Hasta finales de los setenta, la libertad económica estaba en retroceso en todo el mundo y el comunismo alcanzaba su máxima extensión imperial. Las líneas blandas y duras del colectivismo parecían dominar la tierra. Tras el apogeo y caída del ideal colectivista, el discurso ha cambiado y la realidad también. Los impuestos más gravosos y lesivos para el crecimiento y la libertad individual (los impuestos sobre la renta) se han reducido, el sector público empresarial ha sido desmantelado en numerosos países, muchos mercados son mucho más libres etc. Algo ha sucedido y ha sido positivo desde una óptica liberal. En todas partes, la confianza en el estado intervencionista ha decaído.

Por otra parte, los modestos cambios liberales de los últimos veinte años son vistos como una amenaza por importantes sectores de la opinión pública mundial y se considera que ha llegado el momento de frenar los procesos de reforma y domesticar las fuerzas del capitalismo salvaje. En este marco, el liberalismo habría pasado a una posición defensiva, de mantenimiento de las posiciones logradas, cuando no de retroceso en algunos campos. La idea de que los ochenta y la mayor parte de los noventa fueron dominados en la teoría y en la práctica por los neoliberales del Estado Mínimo se ha convertido en una de esas falsas verdades populares, que condiciona de manera importante el debate político de las sociedades desarrolladas.

A pesar de todo existen también poderosas fuerzas que juegan en favor del liberalismo. Por un lado, las sociedades modernas se han vuelto demasiado complejas para que un Estado controlador logre sus objetivos sin elevados costes económicos y sociales. Por otro, las grandes transformaciones tecnológicas, la sociedad de la información, aumentan el poder de los individuos frente a las estructuras jerárquicas. Por último, los restos institucionales del consenso socialdemócrata son poco compatibles con las exigencias de una economía abierta, con la consecución de tasas de crecimiento económico elevadas y con la reducción del desempleo.

A la vista de las caricaturas realizadas por sus adversarios (neoliberalismo, nueva derecha, capitalismo salvaje, ultraliberalismo) parece difícil definir los verdaderos contornos del liberalismo. Dentro del liberalismo hay distintas corrientes pero existe un eje central de líneas bien precisas: el programa liberal trata de reducir la coerción estatal al mínimo y aumentar la cooperación voluntaria al máximo, esto es, aspira a recortar la esfera de actuación del poder político para extender el ámbito de actuación dentro del cual los individuos pueden moverse sin interferencias de terceros y, por tanto, programar su vida como deseen. A finales del siglo XX, ese proyecto se materializa en devolver a los individuos y a la sociedad civil muchas de las tareas hoy en manos de los gobiernos. La línea divisoria entre los liberales y el resto estriba en abstenerse de utilizar el poder coercitivo del estado para imponer a los demás su peculiar visión del mundo. El liberalismo confía en el individuo, en su capacidad de dirigir su propia vida frente al paternalismo clásico de la izquierda y de muchos conservadores.

El desarrollo de ese planteamiento exige limitar el poder estatal a sus funciones clásicas: el mantenimiento del orden público, la defensa nacional, la política exterior, la justicia, la garantía de los derechos de propiedad, el cumplimiento de los contratos y el sostenimiento de una red mínima de seguridad para todas aquellas personas que por las razones que sean no son capaces de sobrevivir en una economía de mercado. La financiación de esas actividades define también el alcance de la fiscalidad en un Estado liberal. Dentro de ese marco, el gobierno debe tener todo el poder para atender a sus fines; fuera de él, no ha de tener ninguno, salvo en situaciones extremas, reguladas por la ley. Aquí la pregunta clave es: ¿Qué principios pueden inspirar ese proyecto de devolución del poder?

La distinción establecida por John Stuart Mill entre las llamadas "intervenciones necesarias" del estado y las "facultativas" suministra un buen punto de partida para redefinir el papel del estado en las sociedades y en las economías avanzadas. Mill dio tres principios para limitar las tareas del estado: primero, cuando los individuos pueden suministrar un mejor servicio, el estado no debe intervenir; segundo, incluso si el sector público puede desempeñar mejor una determinada actividad, hay todavía una presunción en favor de dejarla en manos de la iniciativa privada como medio de educar a la gente en las virtudes de la cooperación; tercero, debe haber una prevención general en contra de añadir nuevos poderes al estado, porque cuanto mayor sea éste, más daño puede hacer.

Desde este enfoque, la mayoría de las funciones hoy desempeñadas por los poderes públicos podrían ser transferidas a la sociedad civil (la educación, la sanidad, las pensiones, los seguros de desempleo etc.). En estos campos, el papel del estado debería limitarse a establecer un marco de reglas generales y a suministrar poder de compra directo de esos bienes y servicios a quienes careciesen de medios para adquirirlos en el mercado. Por ejemplo, el sistema de bonos o vouchers ofrece una alternativa muy interesante para combinar la libertad de elección de los consumidores y la financiación estatal de los servicios. Esto permitiría concentrar los recursos en las personas realmente necesitadas y reducir la creciente presión de los llamados gastos sociales sobre el presupuesto. Es una posibilidad real, cuya articulación técnica no plantea problemas.

David Henderson, The Changing Fortunes of Economic Liberalism. Today and Tomorrow. Institute of Economic Affairs, Londres, 1999.

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