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De charlatanes y sabios

Hay libros malos porque sus autores son felices e indocumentados y hay libros peores porque quienes los escriben toman el pelo a los lectores. Entre los primeros se hallan los engendros clásicos de Tussellone. A la segunda categoría pertenece El teórico accidental de Paul Krugman. Muchos doctos y legos aficionados a los temas planteados por la ciencia lúgubre se sentirán escandalizados ante este severo juicio. Krugman es uno de los economistas más conocidos del momento. Su estilo es brillante. Su ingenio, mordaz. Además probablemente será Nobel y ya recibió el premio John Bates Clark al mejor economista yanqui menor de cuarenta años. Por añadidura, el texto que comentamos está lleno de sugerentes intuiciones. ¿Entonces por qué es el libro pésimo de la temporada?

La razón es muy sencilla: nadie sabe qué pensará Krugman no ya dentro de un año, de un mes, de una semana, de un día, de una hora, de un minuto, de un segundo... Ahora bien, el profesor del MIT pontificará siempre con una convicción y una solidez indiscutible acerca de cualquier cosa. Keynes hacía lo mismo pero sus mudanzas de criterio eran más espaciadas y, ante la ingenua crítica de quienes se lo echaban en cara, se encogía de hombros y respondía con una sinceridad enternecedora: "he cambiado de opinión". El joven Krugman no hace nunca eso. Su soberbia intelectual sólo es comparable a la dureza de su barbudo rostro.

En su comentario a El teórico accidental, Rob Norton hace un mal servicio al autor. Con rendida admiración dice que a Krugman "le encanta desenmascarar a los farsantes con inteligencia, gracia y talento" y prosigue: "los charlatanes creíbles logran muchas veces aparecer como sabios". Estos párrafos enternecedores contienen una de las descripciones más ajustadas a la realidad de su bienamado Krugman. Pocos economistas vivos, con la excepción del no economista Galbraith, han hecho tanto por convencer a la gente de ideas de las cuales han abjurado segundos después de exponerlas. Krugman es uno de ellos y, sin duda, su más genuino representante.

A finales de los setenta se convirtió en uno de los paladines de las políticas industriales estratégicas, versión postmoderna y cursi del viejo proteccionismo, para poco después declarar su inquebrantable fe en el libre comercio y calificar de ignorantes a quienes él mismo había llevado a esa posición. En España le hemos visto en el plazo de seis meses acometer con brío contra las rigideces del mercado laboral español y europeo, y acusarle de ser la causa del paro para a renglón seguido decir todo lo contrario. Entre medias afirmó con un aparato teórico imponente que los problemas económicos europeos sólo se resolvían con reformas estructurales para decir poco después que lo que Europa necesita de verdad para crecer más es darle a la manivela de hacer billetes y crear inflación...

En El teórico accidental, Krugman se debate muchas veces entre la injuria y la mentira. Para lo primero recurre al viejo truco, tan usado por la izquierda local, de caricaturizar y deformar el pensamiento del adversario para así intentar destruirle con mayor facilidad. Eso sucede con sus descripciones de la economía de la oferta, una de sus "bichas" clásicas. Para lo segundo se acoge al viejo truco de manipular los datos. Eso pasa en sus descripciones sobre los efectos de la reaganomics sobre la desigualdad social en Estados Unidos. Eso sí, en estas dos faenas hace un derroche de recursos, un despliegue de veneno que constituye un saludable ejercicio de estilo del que deberían aprender algunos polígrafos de la izquierda celtíbera.

Sólo la estupidez de unos, la buena educación de los más y la ignorancia de otros explica que alguien haga caso, y algo más que caso, a este brillante y técnicamente preparado vendedor de "burras ciegas". En su modestia, uno ha llegado a pensar que Krugman toma el pelo a sus lectores y auditorios a propósito, que le encanta embaucar a la gente por senderos equivocados por puro juego intelectual para luego hacer un quiebro y mostrar a quienes le han seguido, cual flautista de Hamelin, la dura realidad del engaño.

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