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XVI CONGRESO DEL PCCH

Cuentos Chinos

En el verano de 1958 el entusiasmo de Mao se había contagiado a toda la sociedad china. Cada día, las “Estaciones de Información de Buenas Noticias” que se habían creado en todas las comunas rurales transmitían nuevas y cada vez más asombrosas cifras de producción.

“El PIB se cuadruplicará de aquí al año 2020”,
Jiang Zemin

¿Por qué no aumenta la producción agrícola de Hunan? ¿Por qué los campesinos de Hunan siguen con una sola cosecha de arroz al año? Ayer estuve en Hangzhou, que tiene básicamente las mismas condiciones naturales que vuestra provincia, y los campesinos obtienen dos cosechas de arroz.

Visiblemente irritado, Mao no espera a que concluyan las entrecortadas excusas del secretario regional del Partido y se retira acompañado de su séquito, dejándolo con la palabra en la boca. Estamos en 1957 y el Gran Timonel se ha embarcado en una frenética actividad de inspección por todo el país. A bordo de su tren personal, lo atraviesa de norte a sur contemplando con sus propios ojos los extraordinarios resultados del Gran Salto Adelante que él mismo consiguiera implantar, venciendo las reticencias de los dirigentes más prudentes y timoratos. El espectáculo que se puede contemplar a través de los cristales del vagón presidencial es extraordinario. A lo largo de centenares de kilómetros de vía férrea, en lo que antes fueran eriales y terrenos baldíos, interminables hileras de campesinas con camisas de alegres y llamativos colores, y entonando cánticos revolucionarios, trabajan en la que, sin duda, va a ser la mayor cosecha de la historia de China. No se ve un solo hombre en los campos. Todos han abandonado las labores agrícolas y se dedican de sol a sol a lo más importante, alimentar los hornos.

En esos días, ajeno a los éxitos de los camaradas chinos, en Moscú un oscuro profesor de Lógica, Alexander Zinoviev, en la única habitación de su apartamento, lentamente va dando forma al libro gracias al que, una vez descubierto y leído por el KGB, primero irá a la cárcel y luego al exilio. Escribe sobre la impotencia del Poder.

Los hornos serían el gran as en la manga para quemar vertiginosamente todas las etapas intermedias que llevan del socialismo al comunismo, de la escasez a la abundancia. Mao acababa de proclamar solemnemente que en el plazo de quince años China habría superado a Gran Bretaña en producción de acero. De forma inmediata, fijó como objetivo doblar la producción en un año. Que el país no dispusiese de altos hornos no sería un problema. El acero lo produciría la gente en sus casas. De inmediato todos los campos y ciudades del país se vieron poblados por centenares de miles de pequeños hornos domésticos. Por la noche, sus fuegos, una infinita constelación de pequeñas luces rojas, dejaban constancia de su frenética actividad. En las regiones que no disponían de madera, puertas, sillas y muebles servían de alimento para que las llamas no dejasen ni un instante de calentarlos. Eran precarias construcciones realizadas con ladrillos y mortero, de unos cuatro metros de altura, que vorazmente reclamaban todo tipo de utensilios caseros —ollas, palas, cuchillos, sartenes, pomos de puertas...— que una vez fundidos producían unas pequeñas pepitas de formas amorfas a las que los dirigentes de las comunas llamaban “acero”.

La tesis central del libro de Zinoviev era la de que en las organizaciones no sometidas a un control externo los objetivos no se pueden alcanzar nunca por falta de información. El problema siempre sería el mismo: “No existe la información fiable, y si existe, no se puede distinguir fiablemente de la que no es fiable”. Como el mantenimiento de la posición en el sistema de cada uno de sus miembros —a falta de otros parámetros— depende de la voluntad de su inmediato superior, la información siempre es aquélla que el informante cree que sus superiores desean oír, por mucho que éstos insistan en que se les cuente la realidad.

En el verano de 1958 el entusiasmo de Mao se había contagiado a toda la sociedad china. Cada día, las “Estaciones de Información de Buenas Noticias” que se habían creado en todas las comunas rurales transmitían nuevas y cada vez más asombrosas cifras de producción. Si en el centro del país se estaba multiplicando por dos la cosecha, del norte llegaban nuevas que aseguraban que se habían triplicado las cifras del año anterior.

En el transcurso del registro domiciliario posterior a la detención de Zinoviev, la policía política encontró entre sus pertenencias un libro de un autor occidental prohibido. Se titulaba Camino de servidumbre, y estaba escrito por un tal Hayek. En él se podía leer que la razón de ser del mercado no es que funcione bien, sino que es lo único que puede funcionar. Se afirmaba que funciona porque en él los errores siempre están localizados. Su gran punto fuerte sería conseguir minimizarlos. Como en él actúan un sinfín de pequeños actores individuales, cada uno tomando decisiones —en las que asume una responsabilidad personal— en función de la información de la que dispone, cuando uno adopta una decisión errónea carga con las consecuencias —la quiebra de una empresa, por ejemplo—, pero la inmensa mayoría de los demás no se ve perjudicada.

Con la llegada del invierno rumores cada vez más inquietantes empezaron a circular a media voz por todo Pekín. Una gran hambruna estaría provocando miles de muertos en todas las provincias. Empezó a correr la especie de que gran parte de la cosecha se había dejado pudrir en los campos; a falta de hombres para poder recogerla, las mujeres y los niños no podrían haber llevado a cabo un trabajo que requiere de un esfuerzo físico agotador. Esas voces insistían en que al estar fijados los impuestos —cobrados en grano— en proporción a unas cifras de producción que se habían falseado al alza para no sufrir las represalias políticas del poder central, con su pago se estaría dejando a la población completamente desabastecida de los mínimos para la supervivencia. Dentro de la Ciudad Prohibida, entre los cuadros del partido de boca a oído circulaban historias más inverosímiles. Había quien decía saber que los secretarios regionales del partido habrían montado la mayor representación teatral de la historia para un único espectador: Mao. Las plantaciones de arroz que flanqueaban a lo largo de centenares de kilómetros la línea del tren presidencial serían falsas. Se trataría de tallos arrancados de su lugar original y “plantados” allí con la única intención de impresionar al Presidente. En ese estado de habladurías se llegó a escuchar que la producción de los hornos en realidad no servía para nada y que las muestras de acero que Mao había contemplado en sus “viajes de inspección” no habían surgido de ellos, sino de la única instalación industrial moderna de la que disponía el país.

La casa del padre de Mao, un antiguo terrateniente, era ahora la sede de una comuna en la que trabajaban algunos familiares del presidente y muchos de sus compañeros de la infancia. Cuando el hijo quiso saber, en medio de la fiebre de rumores, la verdad sobre los resultados de la política que él mismo había impulsado, acudió allí. Tras su visita, todos los hornos de la comunidad fueron desmantelados.

Zinovief afirmaba en su libro que los problemas son una fuente de poder para las burocracias, y no un obstáculo que deba ser superado en el menor tiempo posible; eso haría que tendiesen a plantear los problemas en función de las soluciones políticamente viables, y no al contrario. Si hay que combatir el mercado negro, lo mejor es dejar de producir las mercancías que se venden en él; si se quiere reducir el fracaso escolar, se implantan exámenes más fáciles; si se quiere rectificar una política...

Tras su regreso a Pekín, Mao publicó en el Diario del Pueblo un duro artículo en el que atribuía la campaña de rumores a “la camarilla de derechistas que quieren enfriar el entusiasmo revolucionario de las masas”. Era el primer paso de la Revolución Cultural que llenaría el país de cadáveres. Por cierto, una de sus primeras víctimas fue el secretario del Partido en la región de Hunan.




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