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DRAGONES Y MAZMORRAS

Cualquiera tiempo pasado

Proust le decía a un corresponsal que veía con horror la celebración de su centenario. Como es natural, hablaba en broma (¿o tal vez no?), pero en su caso, y a la luz de ciertos excesos, hay que reconocer que no le faltaba razón. Lo que también es natural es que cada vez haya más acumulación de muertos famosos y de centenarios que conmemorar, sin contar los acontecimientos históricos, victorias y derrotas, grandes descubrimientos y todo ese pasado que vamos acarreando de forma interminable aunque algunos se empeñen en olvidarlo y estén inventando la pólvora a cada paso. Total, que no nos falta trabajo, aunque si sirve de consuelo (y la correa de la transmisión cultural no falla como tiene visos de ocurrir) pensemos que nuestros descendientes tendrán todavía más.

De los centenarios que celebramos en España hay uno que ha sido largamente esperado; me refiero al de Leopoldo Alas (Clarín) cuyo arranque tuvo lugar en Oviedo, el 13 de junio y que culminará con un Congreso internacional en el que se presentará (ya era año) una edición de sus obras completas y una biografía (también hacía falta) a cargo de dos hispanistas franceses: Yvan Lissorgues y Jean-François Borrel. Será un momento estelar para los mitómanos porque se podrá ver el manuscrito parcial (como no tratándose de este país de iconoclastas) de La Regenta y toda una serie de fragmentos y esbozos de obras, lógicamente inéditas, entre las que figuran los de una comedia musical que, según leo en un periódico “contiene planteamientos feministas”. Y esto sí que es raro porque no hay nada en los escritos de Clarín, como en los de casi ningún autor del siglo de la testosterona (me refiero al XIX) – si exceptúamos en cierto modo a Galdós– que autorice tales planteamientos. El evidente desprecio con el que, como crítico, trató Clarín a las escritoras de su época (su miopía respecto al talento incomensurable de Rosalía de Castro, su fobia a doña Emilia Pardo Bazán, a la que principió elogiando, siempre en términos de masculinización) no auguran nada bueno al respecto. Digo todo esto sin menoscabo alguno de mi admiración por su obra.

No quiero terminar esta crónica sin mencionar algo sobre la repercusión de la Feria del Libro de Madrid, de la que nuevamente vuelven a hablar esta semana con admiración, y dicho sea que con sumo respeto, en La Vanguardia, para restregársela por las narices a los organizadores de la Fira de Barcelona y me entero, con pasmo y cierta sonrisa de medio lado, que no se trata sólo de que no haya “movida” cultural en los alrededores (lo mencioné la semana pasada) sino de que durante la feria ¡no se aplica descuento alguno en la venta de libros!. Parece de chiste, ya saben, de esos que se cuentan sobre la supuesta (conste que he dicho supuesta) racanería de los catalanes, como ese de que no ponen luz en la nevera porque no creen que de verdad se apague al cerrarla (lo cierto es que nadie nos garantiza que eso ocurra y casi estoy por quitar la bombilla en la mía, por si acaso).

En Madrid también colean los asuntos de la feria. Los periódicos se hacen eco de un descenso en la cifra global de ventas y, sin embargo, las librerías literarias y los pequeños editores están bastante contentos. Algunos afirman, incluso, que sólo durante la primera semana duplicaron las ganancias de la anterior edición. Estos mensajes no se compadecen y eso sólo quiere decir una cosa: que o bien las editoriales mastodónticas se han equivocado con los títulos presentados, o bien han cambiado de estrategia. Prefiero creer esto último; que el mercado está saturado de escándalos como los de la infausta Quintana y que los grandes grupos, que aglutinan tantas y tan buenas editoriales literarias, por fin se han dado cuenta de que es mejor apostar por la idiosincrasia de cada cual, en vez de obligarlas a plantearse retos imposibles y saturar el mercado con subproductos nauseabundos. Tanto si es debido a que el público ha rechazado la morralla como, por el contrario, a que no ha encontrado la morralla que esperaba y se ha abstenido, bienvenido sea el mencionado descenso que deberá entonces computarse como una selección natural del público lector, es decir, como un avance y no como retroceso. En definitiva, al final (aunque, eso sí, muy al final) los que quedan son los mejores y quizás estemos asistiendo a la recuperación de un tipo de lector que vuelve, como no, sus ojos a un pasado que, al haber superado con creces la reválida, es una garantía indiscutible de calidad de un público convencido de que (literariamente) cualquiera tiempo pasado fue mejor.
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