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DRAGONES Y MAZMORRAS

Cosas vistas

Como el correo electrónico, el periodismo digital está a medio camino entre la lengua escrita y la hablada, y sufre contingencias muy parecidas a las que tiene, en radio y televisión, el directo.

He sacado el título de esta semana, Cosas vistas, de aquel con el que se publicaron los papeles íntimos de Victor Hugo, de los cuales no hay, que yo sepa, ninguna traducción completa al español, y a fe que me gustaría que alguien me corrigiera. El propósito de aquellos cuadernos —a veces simples hojas volanderas— en las que el gran hombre anotó, de 1830 a 1885, todo lo que vio, leyó, u oyó, sin omitir lo que protagonizó, es el mismo que, sin modestia alguna, anima a esta servidora en estas croniquillas donde (al menos eso espero) “la historia encontrará algunos pedazos del tiempo presente”. El dietario es un género misceláneo, desabrochado, que se caracteriza por el desorden y la falta absoluta de jerarquías: todo vale, y como dijo VH a propósito de los suyos, en él se mezclan “las cosas pequeñas con las grandes, tal como vienen, al azar. L’ensemble peint.”

Los dietarios o diarios son una suerte de cajón de sastre del pensamiento (y así tituló el poeta italiano Giacomo Leopardi los suyos) o, sin ánimo de ofender, de retrete del alma, no sólo porque sirvan de aliviadero (perdón por la crudeza de la metáfora) sino porque son, asimismo, rincones apartados, reservados a la intimidad más extrema donde “el alma se serena”. Razón por la cual me encuentro yo en estas mazmorras tan infinitamente cómoda, a pesar de su inmediata publicidad, circunstancia esta última que me sirve, lo confieso, de freno. Aprovecho para comentar que el medio hace al hombre y el ciberespacio crea una suerte de sensación de impunidad, sin duda alguna falsa, pero evidentemente eficaz. Como el correo electrónico, el periodismo digital está a medio camino entre la lengua escrita y la hablada, y sufre contingencias muy parecidas a las que tiene, en radio y televisión, el directo. No sé si esto servirá de argumento para eximirnos de responsabilidades en el supuesto de futuros litigios, pero ahí lo lanzo, por si algún avispado jurista lo recoge.

Dicho esto, las cosas vistas por mí durante esta última semana están tan relacionadas con el azar como con la necesidad, pues las circunstancias de la vida me convirtieron en inesperada aunque agradecida espectadora de la epifanía anual de José María Aznar en Santo Domingo de Silos, el pasado día 27. En ese marco incomparable, un público no excesivamente numeroso, formado más por chicos de la prensa y cuerpos de seguridad que por auténticos espectadores, esperábamos a que el presidente recorriera los 50 metros que separaban el monasterio, donde había almorzado con los monjes, del hotel en el que el alcalde y otros paisanos le esperaban para jugar una partida de dominó en una intimidad tan falsa como la que nos caracteriza a los diaristas. A pesar del despliegue mediático y de seguridad, me llamó la atención la discreción de los espectadores, algunos de ellos auténticos turistas ocasionales, que dividían su atención entre lo que ahí pasaba y el espontáneo, aunque también muy ritual espectáculo que ofrecía, en lo alto, un verdadero ejército de buitres leonados que surcaban el cielo de un azul cobalto, salpicado de algodonosas nubes, en legítima y palmaria demostración de nuestra abundante reserva ornitológica (la más grande de Europa) y también como involuntaria metáfora del delicado momento por el que atraviesa la cosa política.

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