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Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811)

Según escribió Marcelino Menéndez y Pelayo, Jovellanos fue un alma heroica y hermosísima, quizá la más hermosa de la España moderna. Este hidalgo singular destacó como máximo exponente de la Ilustración española, como pensador y escritor polifacético y como político reformista. Además, su legado resultó imprescindible para el desarrollo de la revolución liberal española en lo político y en lo económico. Y, desde luego, su actuación frente a Napoleón, durante la Guerra de la Independencia (1808-1814), fue la de un gran patriota.

El fallecimiento de un patriota

Al entrar de nuevo los franceses en Gijón, el 6 de noviembre de 1811, Jovellanos se embarcó para escapar de ellos. Tras ocho días de tormentas y de peligros, arribó al Puerto de Vega (Navia), donde el buque Volante sucumbió. Unos días después, el 27 del mismo mes, Jovellanos murió de pulmonía.

A pesar de la guerra contra los franceses, la noticia circuló dentro y fuera de Asturias con cierta rapidez. José María Blanco White la conoció en Londres, y el 25 de diciembre expresó su dolor en privado por el amargo fin de tan sabio y tan excelente hombre. Asimismo, el día 30 publicó la noticia del fallecimiento del señor Jovellanos –y del triste exilio interior que le precedió– en El Español, que se editaba en Londres y contaba con lectores en América. Aquella necrología concluía así:

No pretenderé más lauro de ciencia para este ilustre personaje que los que la Europa le concedió antes de esta época, ni necesito más aprobación de sus virtudes, que la que no se atrevan á negarle sus mismos enemigos. Yo dexo á estos que hagan su pintura del modo mas favorable que puedan; háganla á su placer, pues con tal que le den alguna semejanza, con tal de que los Españoles puedan decir aunque desfigurado, ese es Jovellanos, esa pintura me bastará para manifestar la crueldad con que ha sido tratado. Cárguenlo de los defectos que sepan y acrimínenlos á su placer. Con todo, no merecía, no, morir en la congoja que le han causado, no merecía salir poco menos que fugitivo de Cádiz, no merecía ser recibido como persona sospechosa al volverse á su amado retiro, ni ver registrar sus papeles á fuerza abierta, ni tener cerradas las puertas en parte alguna de la Monarquía Española, ni estar encargadas las justicias de no perderlo de vista, ni vivir de la compasión agena [sic], ni agonizar fugitivo, sin un asilo en España, ni que, al cabo de tan penosa, de tan noble, de tan dilatada carrera, viniese un recuerdo ingrato á acibararle el último suspiro[1].

¿Quién fue Jovellanos?

El análisis de los posos de un personaje tan estudiado permite nuevas percepciones. Sobre Jovellanos se han dado muchas respuestas cargadas de razones que añaden agua al mar de un hombre excepcional. Sabio. Inmortal hidalgo. Asturiano universal. El gran polígrafo español de la Ilustración. Padre de la patria. Orientador de la política y de la cultura españolas. Un exiliado interior. Ateo y hereje. Poco piadoso o deificado. En cualquier caso, como destacó Menéndez y Pelayo en su vindicación, se debe elogiar

al varón justo e integérrimo, al estadista todo grandeza y desinterés, al mártir de la justicia y de la patria, al grande orador, cuya elocuencia fue digna de la antigua Roma; al gran satírico, a quien Juvenal hubiera envidiado, al moralista, al historiador de las artes, al político, al padre y fautor de tanta prosperidad y de tanto adelantamiento (...) vivo anhelo de la perfección moral (…) [2].

Jovellanos personifica lo mejor de una época de cambio y de conflictos, y, desde luego, se trata de un escritor y de un hombre íntegro. No obstante, nunca se comprende del todo y su estudio depara siempre nuevas luces, pues se trata de una mente en evolución, lista para recomponer la armonía del justo medio, y de una mente pragmática de ideas reformistas, dispuestas para el progreso de su época y, en cierto modo, de cualquier otra.

La figura melancólica de Jovellanos forma parte del imaginario colectivo. Por una parte, Francisco de Goya lo retrató de modo magistral y contribuyó a fijar una forma de posar y de reconocimiento popular. Por otra parte, Gijón le rindió honores y le dedicó un lugar en el callejero, muchas instituciones tomaron su nombre y su escultura de cuerpo entero es familiar para quien se adentre en el corazón de la ciudad. Así lo describió Juan Agustín Ceán Bermúdez:

De estatura proporcionada, más alto que bajo, cuerpo airoso, cabeza erguida, blanco y rubio, ojos vivos, piernas y brazos bien hechos, pies y manos como de dama, pisaba firme y decorosamente por naturaleza, aunque algunos creían que por afectación. Era limpio y aseado en el vestir, sobrio en el beber (…) Sobre todo, era generoso, magnífico, y aun pródigo en sus cortas facultades: religioso sin preocupación, ingenuo y sencillo, amante de la verdad, del orden y de la justicia: firme en sus resoluciones, pero siempre suave y benigno con los desvalidos; constante en la amistad, agradecido a sus bienhechores, incansable en el estudio, y duro y fuerte para el trabajo[3].

También se le recordó como "un varón insigne, pero crédulo". El conde de Toreno lo describió como hombre "de ánimo candoroso y recto [que] solía ser sorprendido y engañado, defecto propio de varón excelente"[4].

El orgullo de un hidalgo segundón

Baltasar Melchor Gaspar María de Jovellanos y Ramírez nació en Gijón el 5 de enero de 1744 y, como se hacía con los niños de salud frágil, recibió el agua de socorro. Al día siguiente demostró sus ganas de vivir y fue bautizado en la gijonesa parroquia de San Pedro. Aquel niño era el séptimo de los nacidos y el tercero de los varones de una familia de trece hermanos, que disponía de mediana fortuna y se contaba entre las nobles y distinguidas de aquella villa.

Su origen social lo ligaba a la nobleza y su puesto entre los hermanos le abría la ruta de los predispuestos a alejarse del mayorazgo para buscar un puesto en la Iglesia, en el Ejército o en la Corte. Su situación familiar fue un estímulo para su existencia y una clave imprescindible, aunque no sea suficiente, para aproximarse a su vida y pensamiento. Afrontó la supervivencia material con el orgullo de quien piensa que a los hidalgos segundones los hace Dios y a los nobles los hace el rey. Sin embargo, sus dos hermanos mayores le precedieron en la muerte y, con el tiempo, se convirtió en cabeza de toda su familia… y en heredero de ciertas disputas con su cuñada y con parientes no lejanos. Le surgieron también otros conflictos, que le amargaron en ciertos momentos, derivados de la cogestión de los caudales de su pupila o de su tarea como responsable de trazar la carretera León-Asturias.

Forjado para la Iglesia o para el Estado

Su formación se orientó para su integración en el clero o en la administración del Estado. Primero estudió en el seno familiar; después continuó estudios en Oviedo, Osma (Soria), Ávila y Alcalá de Henares (Madrid). En las tres últimas ciudades vivió unos ocho años, sin visitar Asturias. Terminó el bachiller de Cánones en Osma, se licenció en Ávila y estuvo becado en el Colegio Mayor de San Ildefonso de la Universidad de Alcalá. Aquí conoció a José Cadalso, que lo inició en la poesía, y a su fiel amigo y protector el atinciano Juan José Arias de Saavedra, al que llamará Papaíto en sus diarios y le otorgará amplios poderes, desde el castillo de Bellver, para administrar sus bienes y disponer de su legado testamentario. Durante aquellos años decisivos, el espíritu castellano de la España interior se amalgamó con el sentir del joven gijonés abierto al mar, cimentando de algún modo el justo medio de Jovellanos.

Forjado para la Iglesia o para el Estado, no admitió la censura inquisitorial de las ideas impresas ni los comportamientos ambiguos de la vida palaciega. La Inquisición siempre desconfió de él, y se le confinó en Mallorca "para que aprendiese el catecismo". Como magistrado de Sevilla, multó más que su predecesor. Como ministro de Carlos IV, no transigió con la ambigua moralidad privada de la Corte. Así se explica la animadversión que le guardaron Manuel Godoy y la reina María Luisa, como se ganó antes la de parte de la nobleza, a la que admiró por su función social y fustigó por sus vicios privados en sus poemas satíricos. Como no transigió en lo moral, quedó esclavo de su palabra y su comportamiento resultó poco cortesano. Por la misma causa fue un excelente servidor del Estado que, curtido en los asuntos públicos, desfallecía en la inacción. No fue una persona fácil, que siguiera a un partido o a la Iglesia, pues se opuso al ingreso de su hermana viuda en un convento y rechazó la censura ciega de los inquisidores que "no saben leer ni por el forro". Según indicó Godoy,

los principios de una estrecha y severa filosofía le produjeron los poderosos enemigos que contaba en el reino[5].

La carrera, los amigos y Sevilla (1767-1778)

Su carrera eclesiástica se truncó definitivamente cunado no logró una canonjía doctoral de la catedral de Tuy. Tampoco obtuvo plaza de profesor de Derecho en la Universidad de Alcalá. Por ello, se quedó en Madrid en espera de un puesto en la Administración.

Carlos III lo nombró para una plaza de alcalde del crimen de la Real Audiencia de Sevilla, donde permaneció entre 1767 y 1778. No contento de su formación, confesó:

Entré a la jurisprudencia sin más preparación que una lógica bárbara y una metafísica estéril y confusa, en las cuales creía entonces tener una llave maestra para penetrar en el santuario de las ciencias.

La sevillana fue una etapa feliz y fructífera, en la que frecuentó la tertulia del limeño Pablo de Olavide (1725-1803), amigo de Voltaire. El proceso de aquél iniciado por la Inquisición terminó con una condena a dos años de prisión (1778), y Jovellanos se vio encuadrado entre los amigos ilustrados del encausado. Entre tanto, escribió la tragedia Pelayo (1769), que reescribió como Munuza (1772), y representó El delincuente honrado (1773), de mayor calado jurídico e ideológico que artístico.

Animado por José Cadalso (1741/1782), Jovellanos, que tradujo la obra de Milton, se inició en la poesía e intentó renovar la lírica castellana, cuya poética entiende como tarea artesanal. Su aportación se centró en la renovación temática, ahornada de cierta solemne sabiduría, de corrección y de pulimento. Como el amor de Gracia Olavide no le correspondió en Sevilla, quemó sus poemas más íntimos, aunque dejó claro:

Quiero que mi pasión, ¡oh Enarda!, sea, menos de ti, de todos ignorada...[6]

En cualquier caso, se han conservado unos sesenta notables poemas. En las dos célebres Sátiras a Arnesto combatió los vicios de una nobleza a la que quiso regenerar para que cumpliera con sus altas funciones políticas y sociales. La primera sátira trataba de las malas costumbres de las mujeres nobles y, desde luego, condenaba el matrimonio que encubre el adulterio ("huyóse/ el pudor a vivir en las cabañas"). La segunda era un alegato contra la educación tanto de la nobleza aplebeyada como de la afrancesada y, según él, degenerada.

El retorno a la Corte (1778/1790)

En el año 1778, y tal vez con ayuda del duque de Alba, logró una plaza de alcalde de casa y corte que le permitió volver a Madrid. Vivió modestamente en la plazuela del Gato, y cuando su situación mejoró, varios años después, fijó domicilio en la calle Juanelo.

Contactó con la tertulia de su prestigioso paisano y gran protector Pedro Rodríguez de Campomanes (1723/1802), que influyó decisivamente en su pensamiento y en su integración en la Corte. Se convirtió en uno de sus colaboradores, y tras sus pasos accedió a la Real Sociedad Económica Madrileña, que luego dirigió (1785). Ingresó en la Real Academia de la Historia (1779) y al año siguiente leyó su discurso de recepción, "Sobre la necesidad de unir al estudio de la legislación el de nuestra historia y antigüedades", donde dejó de manifiesto que pensaba desde la historia y que, a su juicio, no se podía legislar ni se debía gobernar sin conocer la historia de los pueblos. Su valía personal le abrió las puertas de la Real Academia de San Fernando (1780), la Real Academia Española (1781), la Academia de Cánones (1782) y la Academia de Derecho (1785). En 1780 obtuvo la plaza, que no logró tres años antes, en el Real Consejo de Órdenes Militares, poderosa institución que robusteció su ascenso nobiliario y, tras la obligada investidura como caballero de la Orden de Alcántara del Consejo de Estado de S. M., le supuso una garantía decisiva en la sociedad tardofeudal del Antiguo Régimen. Este puesto tal vez era la meta volante para llegar al Consejo de Castilla, y sin duda significaba la culminación de la carrera de cualquier hidalgo en la Administración borbónica. Por ello, este título fue el más apreciado por Jovellanos y el único que mencionó en su testamento de Bellver, donde manifiesta su voluntad de ser enterrado

sin otro hábito que el de mi orden de Alcántara, sin distinción, pompa, ni asistencia alguna[7].

A instancias del Consejo de Órdenes, realizó distintos trabajos y presentó un programa de reformas económicas de signo liberal bajo el título de Informe sobre el libre ejercicio de las artes (1785). Como su pensamiento fue bien recibido, le siguieron peticiones de otros informes de distinta naturaleza para instituciones relevantes, como la Junta de Comercio y Moneda o la Real Sociedad Económica[8].

Un destierro encubierto en Asturias (1790-1797)

La detención del conde de Cabarrús y la defensa que de él planteó Jovellanos costó a éste la enemistad con su protector Pedro Rodríguez de Campomanes y un destierro encubierto de siete años a Gijón, interrumpidos por viajes de trabajo a Santander, Vascongadas o Palencia. Su estancia en Asturias le permitió poner en marcha el Instituto Asturiano, su obra más destacada.

Por entonces Jovellanos se adentró en la órbita del liberalismo económico de Adam Smith, pues permitía a un hidalgo segundón defender su propio beneficio mientras la mano invisible actuaba en beneficio del interés general. Sin embargo, el pensamiento económico de Jovellanos se modeló con su convivencia con la realidad. Por una parte, elaboró informes prácticos para fomentar la marina mercante, el uso de las muselinas, la fabricación de gorros tunecinos o una compañía de seguros. Por otra parte, reflexionó sobre el trabajo del hombre y el origen del lujo. Mientras su pensamiento se fundió entre la letra de múltiples informes y las observaciones de sus viajes, ante la baja productividad de muchos de los campos de su Asturias y de España publicó el Informe en el expediente de Ley Agraria (1795). Este texto se convirtió en su obra fundamental y sirvió de carta económica a los liberales de Cádiz, cuyo lema se concretó en "rompamos las cadenas", que resonó como grito y como eco del liberalismo español del siglo XIX.

Regreso a la Corte: secretario de Estado de Gracia y Justicia (1797-1798)

En noviembre de 1797 fue nombrado secretario de Gracia y Justicia. Sus realizaciones como ministro no se aproximaron a los planes reformistas de un ilustrado. Mientras se ocupaba en reformar la universidad, reducir la influencia de la Inquisición y analizar el elevado gasto de la Corte, resultó víctima de un grave envenenamiento, posiblemente en La Granja, junto a su amigo Francisco Saavedra. El inculpado oficial resultó ser un criado, sobornado por manos tan poderosas que todo se saldó con su despido. Entre los sospechosos, la opinión popular apuntó a lo más alto de la Corte y a la Inquisición.

En agosto de 1798, tan pronto como fue despedido del Ministerio y nombrado miembro del Consejo de Estado, siguió el consejo que le dieron los médicos para salvar la vida y marchó a Trillo, célebre por los baños de Carlos III. Se recuperó parcialmente de la visión nublada y recobró parte de la fuerza de su mano derecha, pero le quedaron secuelas.

Terminada su estancia en Trillo, volvió a Madrid para recoger su equipaje y retornó a Gijón, donde permaneció hasta 1801. A pesar de su debilidad, reanudó el Diario con la alegría de quien regresa a su hogar. Allí le esperaba la tristeza por la muerte de su hermano Francisco de Paula. Igualmente, se ocupó de consolidar el instituto de su apellido con pragmático entusiasmo.

Entre el destierro a Mallorca y la Junta Central (1801-1810)

Entre los enemigos del Instituto y sus opositores de Asturias se incubó la delación anónima. Se le acusó de reformista y de que en una edición del Contrato social se criticaba al Gobierno y se le elogiaba a él, así como a Mariano Luis de Urquijo. Carlos IV no dio crédito a las peticiones de Jovellanos contra la delación secreta. El resultado de la investigación fue su despótico destierro a Mallorca (1801-1808). Fue un destierro sin causa explícita, aunque, como queda referido, se apuntó que era para que aprendiera el catecismo. Por orden del acomodaticio e intrigante José Antonio Caballero, quedó preso en la Cartuja de Jesús de Nazareno (Valldemosa), y en mayo de 1802 lo trasladaron al castillo de Bellver. En 1805 su amigo el barón Holland planteó al almirante Nelson la posibilidad de libertarle. Sin embargo, fue tras la abdicación de Carlos IV cuando Caballero, por orden de Fernando VII, que quiso contar con los agraviados por Godoy, ordenó su libertad, el 22 de marzo de 1808.

Su plan de regreso a Gijón, vía Barcelona con escala en Madrid, se interrumpió a su paso por Jadraque (Guadalajara), entre junio y septiembre de 1808, mientras Napoleón ocupaba parte de España. De allí marchó para combatir a los franceses. Luchó desde la Junta Central entre septiembre de 1808 y enero de 1810. Así las cosas, su accidentado regreso a Gijón se retrasó hasta agosto de 1810. Desde luego, se le recibió con honores.

El hombre en la intimidad

Sus dos testamentos, sus cartas, algunos poemas y los Diarios resultan imprescindibles para acercarse a su vida en la intimidad. En ellos quedan huellas de su actitud, de su pensamiento y de sus amistades, de sus aficiones y lecturas, de la amargura serena del creador de opinión y de su perspicacia como observador certero o crítico de arte.

Jovellanos viajó durante varios años de su vida; sus Diarios, que sufrieron frecuentes interrupciones, han rescatado para la memoria la mirada inteligente y la vida acompañada y ordenada de un hombre que apresó sus desplazamientos por la geografía de España con distintos ritmos y un "estilo recortado"[9]. Con pocas palabras recordó pueblos y monumentos, caminos, paisajes, hechos, la actitud de diferentes personas, varias vicisitudes de su vida.

Sus notas son penetrantes y nunca gratuitas. Las escribió para guardar impresiones y emociones. Sin duda, le sirvieron para recordar y para agudizar la observación que precedía a sus valoraciones y propuestas de actuación. Era un hombre acostumbrado a la elaboración de informes, a plantear alternativas reformistas y soluciones pragmáticas. En sus viajes hizo anotaciones sobre la topografía, la vegetación, las artes, las industrias y manufacturas, los alojamientos que encontraba; aportaba datos sobre relaciones personales, mentalidades, gastos, horarios; incluso sobre sus lecturas y ocupaciones. Estos textos se adentran en su vida, en su época, incluso permiten comprender mejor sus alternativas reformistas.

Como orientador de su época, creó opinión, y aunque fue reconocido tras su muerte, en vida lo pagó con amarguras. Elogió a Carlos III o a Ventura Rodríguez, criticó ciertos comportamientos nobiliarios y prácticas de la Inquisición y fue poco cortesano con Godoy y María Luisa. Mantener sus posiciones le costó el seguimiento de sus adversarios. Con motivos encubiertos o disimulados, se le alejó de la Corte, a Gijón, o se le nombró embajador –aunque no llegó a marchar a Rusia, al ser nombrado secretario de Gracia y Justicia–. Tal vez lo peor fue su dolorosa despedida de la Junta Central, que le llevó a escribir Memoria en defensa de la Junta Central, publicada en Coruña en 1811. Vivió un triste exilio interior que sin duda aceleró su muerte. En cualquier caso, las ideas de Jovellanos sirvieron a distintas corrientes políticas, y su posición en una época de cambios y conflictos constituyó un paradigma incluso después de su muerte.

Jovellanos se interesó por el arte, reunió una modesta colección de pintura, y sus observaciones artísticas son penetrantes e incluso avanzadas sobre el gótico. Antonio Ponz o Agustín Ceán Bermúdez las usaron en su tiempo. Sin duda, fue un especialista en pintura, y sus juicios sobre el modeletto o boceto original de Las Meninas, que fue de su propiedad y denominaba La Familia, producen admiración. Tras cotejar el cuadro de su propiedad, expuesto actualmente en la Kingston House de Dorset, y el original del Museo del Prado, descubrió la esencia del genio de Velázquez y nos brindó un juicio definitivo:

Velázquez llegó a pintar hasta lo que no se ve: esto es, hasta lo que se ve más bien con el espíritu que con los ojos[10].

Un patriota (1808-1811)

Entre julio y septiembre de 1808, rechazó el nombramiento como ministro de Interior de José Bonaparte, por motivos de salud. Tampoco atendió las peticiones de algunos amigos afrancesados –Gonzalo O'Farril o José de Mazarredo–, que le pidieron su colaboración por el bien de la patria. No acató la orden de Napoleón de marchar a Asturias. Incluso no disculpó a Francisco Cabarrús, al que había defendido años antes frente a todos, por sumarse al bando del corso.

Se ha dicho que Jovellanos era patriota provinciano. Tan pronto como los asturianos lo eligieron su representante en la Junta Central, dejó Jadraque (Guadalajara) –donde andaba alojado en la casa de su amigo y albacea Juan Arias de Saavedra– para, menguado de fuerzas pero con las ideas dispuestas, librar tal batalla junto a los patriotas de esa institución. Presidió la Comisión de Cortes, en cuyo seno promovió una nueva Constitución y propuso la convocatoria de las Cortes de Cádiz. La revolución liberal le debe el primer impulso de dar a España una Constitución moderna, y desde luego destacó como "un patriota grande de la patria chica".

Y cuando fue preciso, supo ser un patriota excelso de la patria grande[11].

Se le acusó de ver Pelayos en todos los reyes, y cuando se quiso pasar de la Constitución histórica al nuevo modelo de Constitución se inventó una distinción "ininteligible"[12]2 entre soberanía esencial y radical, que algunos explicaron como su modo de "quedar bien con Asturias sin descomponerse con los pueblos"[13]. En concreto, distinguió entre la soberanía, que atribuyó al rey, y la supremacía, que radicó en el pueblo y consideró superior a todo poder constitucional. Aunque este pensamiento, propio de la transición del despotismo ilustrado al régimen liberal, no se plasmó en Cádiz y su legado encalló entre realistas y liberales, nadie puede cuestionarle el haber iniciado el camino que desembocó en la Constitución de 1812. Este gijonés universal, cuestionado por las disputas de la Junta de Sevilla o de la Junta de Cádiz y la Junta Central, resultó un ejemplar patriota frente a Napoleón.

Sobre la traza de un retrato

Jovellanos vivió una época de transición, de cambios y conflictos intensos, con singular pragmatismo y confianza en el progreso del justo medio. Defendió reformas ilustradas y ciertos postulados del liberalismo económico, imprescindibles para ampliar los intereses de la nobleza y mejorar la situación del pueblo llano o de la gente común. Con frecuencia se han reivindicado aspectos parciales de su legado, especialmente desde perspectivas políticas; sin embargo, se comprende mejor si se acepta globalmente y no solo a beneficio de inventario.

Este hidalgo excepcional provocó entusiasmos y resentimientos, pero nunca fue visto con desprecio ni ironía. Como hombre pragmático y pensador influyente, no se encadenó ni a la vanguardia, ni a la retaguardia ni al pensar común de sus contemporáneos: respondió individualmente a las circunstancias de su época. Fue un ilustrado liberal en evolución, complejo y de apariencia contradictoria, pero íntegro en el trato, que vivió y murió como corresponde a un gran patriota. Fue un orgulloso hidalgo segundón que pensaba en el futuro y construía el presente sin perder de vista el pasado. Su vida es un ejemplo de mentalidad evolutiva, erigida sobre la yuxtaposición de capas reconocibles de honradez y pragmatismo. En una época intensa de cambio y conflicto, fue un español excepcional: conservador moderado en lo social, reformista ilustrado y protoliberal en lo político y, desde luego, progresivo y liberal en lo económico.

Entre el caos de las desgracias y en sus días finales, navegó al exilio interior y, obligado a refugiarse en tierra, encontró la muerte natural en Puerto de Vega la tarde de 27 de noviembre de 1811, mientras los franceses ocupaban Gijón. No mereció las congojas que le causaron, pues cumplió su lema e hizo el bien y evitó el mal que pudo.


[1] Blanco White, José María: "El fallecimiento del Sr Jovellanos", El Español, nº XXI, 30 de diciembre de 1811, Londres, Imprenta de R. Juigné, 8 vol., 1810-1814.

[2] Menéndez y Pelayo, Marcelino, Historia de los heterodoxos españoles, libro sexto, cap. III, V, Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, libro sexto, cap. III, V 2003. Nota: edición digital basada en la de Madrid, La Editorial Católica, 1978, p. 1175.

[3] Céan Bermúdez, Agustín, Memorias para la vida del Excmo. Sr. D. Gaspar Melchor de Jovellanos y noticias analíticas de sus obras, Madrid, Imprenta que fué de Fuentenebro, 1814, p. 12.

[4] Somoza de Montsoriu, Julio, Las amarguras de Jovellanos. Bosquejo histórico con notas y 72 documentos inéditos, Gijón, Imprenta de Anastasio Blanco, 1889, pp. 8 y 9.

[5] Somoza de Montsoriu, Julio, ob. cit., p. 60.

[6] Gaspar Melchor de Jovellanos, Obras Completas, t. I. Obras literarias, edición crítica, introducción y notas de José María Caso González, Oviedo, Centro de Estudios del Siglo XVIII, 1984.

[7] Rodríguez de Maribona y Dávila, Manuel M., Don Gaspar de Jovellanos y Ramírez de Jove, caballero de la Orden de Alcántara: genealogía, nobleza y armas, Gijón, Fundación Foro Jovellanos del Principado de Asturias, 2007, p. 264.

[8] Artola, Miguel, "Gaspar Melchor de Jovellanos", en Vidas en tiempo de crisis, Real Academia de la Historia, 1999, pp. 33 y 34.

[9] Del Río, Ángel, Estudio preliminar a los diarios de Jovellanos, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1952, p. 10. Jovellanos, M. G., Diarios, selección y prólogo de Julián Marías, Madrid, Alianza Editorial, 1967.

[10] Díaz Padrón, Matías: "Velázquez extramuros: la Inmaculada Concepción, Santa Rufina y las Meninas de Kingston Lacy", en Miguel Cabañas Bravo (coord.), El arte español fuera de España, XI Jornadas de Arte [Madrid, 18-22 de noviembre de 2002], CSIC, Instituto de Historia, Madrid, 2003, pp. 207/226

[11] Fernández Álvarez, Manuel, Jovellanos, el patriota, Madrid, Espasa Calpe, 2001, p. 287.

[12] Artola, Miguel, ob. cit., p.137.

[13] Le Brun, Carlos, Retratos políticos de la revolución de España, Filadelfia, 1826, pp. 260-262.

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