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CUMBRE DE COPENHAGUE

Clima y libertad

Toda cumbre tiene un componente de propaganda. La de Copenhague afronta un objetivo imprevisto, aunque secundario: eclipsar el escándalo del Climagate.

Toda cumbre tiene un componente de propaganda. La de Copenhague afronta un objetivo imprevisto, aunque secundario: eclipsar el escándalo del Climagate.
Se conoce hace tiempo la ocultación de los datos que contradicen la tesis del cambio climático antropogénico y el boicot a los investigadores que la cuestionan. Pero ahora podemos leer los correos electrónicos en que los científicos vinculados al IPCC prepararon manipulaciones, dieron instrucciones para borrar pruebas e incluso admitieron su preocupación al constatar que el planeta no se está calentando. Y todo esto, por no hablar de actitudes miserables, como cuando se alegraron por la muerte de uno de sus críticos.

Lo más grave no son las conductas impropias, que se saldan con dimisiones –ya se ha producido la primera– y, en su caso, procedimientos judiciales. Lo más grave es que esta manipulación política de la ciencia ha tenido como resultado la convicción general de una inminente catástrofe global causada por la acción humana. Y que no sólo se han falseado datos, sino que se ha procedido a la censura de toda discrepancia y la eliminación del discrepante.

Los líderes políticos que han acudido a Copenhague obvian la mera existencia de debate al respecto. El "consenso científico" –¿ciencia por consenso?– ha conseguido trasladar a la opinión pública la idea de que un día caluroso en noviembre o una inundación en Bangladesh son consecuencia de las emisiones de CO2. Poco importa lo absurdo de tales creencias. Casi nadie duda de que los polos se deshielan, aunque el Ártico haya crecido en los últimos dos años y la Antártida –depósito del noventa por ciento del hielo existente– no pare de crecer. Se da por cierto que la temperatura aumenta, aunque los datos muestren que no ha sido así en los últimos diez años, y que el mar amenaza con inundarnos, pese a que su nivel medio sólo muestra una insignificante tendencia a la baja.

Pese a la presión, cada vez más científicos se atreven a proclamar tres modestas verdades: los datos no muestran una tendencia al calentamiento global, no se conoce la influencia del hombre en el cambio climático y no está claro que sea perjudicial un aumento de las temperaturas. No sorprende que la más famosa manipulación de los datos de temperatura, realizada por el climatólogo Michael Mann, fuese el gráfico del palo de hockey, que eliminaba de la secuencia el denominado Óptimo Climático Medieval. Así, ocultaban, por una parte, que el cambio climático es un fenómeno natural y, por otra, que los periodos cálidos no son necesariamente perjudiciales.

La preocupación de los científicos libres crece. No ya porque se ignoren acontecimientos como la Conferencia sobre Cambio Climático de Nueva York (2008), origen de la Declaración de Manhattan, sino porque, mientras se proponen medidas de un feroz radicalismo, se niega la mera posibilidad de debate, y el premiado presidente del IPCC proclama: "Los escépticos deben irse el planeta".

Lo que está en peligro es la libertad de pensamiento. La presunta catástrofe climática justifica el eliminar la libertad de expresión. Sobre todo si la libertad de expresión amenaza con revelar la falsedad de la catástrofe. En vez de discutir o comprobar los datos que no cuadran, se proclama sin rubor que no cabe el debate y se denomina "negacionistas" a los que discrepan, con lo que se sugiere que tal postura debería constituir un delito.

La intolerancia se traslada a la calle. En la Universidad, lugar para debatir y contrastar ideas, se emplean argumentos ad hominem. Hace poco cité en un seminario al climatólogo Antón Uriarte. La respuesta fue inmediata: atacarle e ignorar sus datos. De hecho, los que dudan de la realidad de la catástrofe climática se cuidan mucho de expresar sus opiniones salvo en entornos que saben amigables. No hace mucho, el presidente del Partido Popular expresó las dudas de su primo el físico acerca del cambio climático. Lo sorprendente no fue la oleada de ataques e intimidaciones que sufrió, sino que evitase responder con los cada vez más numerosos datos, investigaciones, libros y declaraciones que, cuando menos, provocan graves dudas al respecto. Rectificó por miedo al estigma. Aparte de la valoración moral de su conducta, el hecho es revelador de los mecanismos represores de la discrepancia en todos los niveles. Ese es el principal problema que afrontar.

El Estado de Miedo ha conseguido que cualquier fenómeno natural se achaque automáticamente al socorrido cambio climático. Los políticos se postulan como salvadores y reclaman poderes especiales, incluso un Gobierno Mundial que controle toda política contraria a los dogmas. Un sueño totalitario que ya se plantea abiertamente en Copenhague. En el camino, se detraen de la sociedad fabulosos recursos para destinarlos a fines discutibles, se condiciona el avance científico y técnico y se obstaculiza el desarrollo. Todo, sin que se produzca un debate libre, como se encarga de recordar Pachauri:
Ya no puede haber debates acerca de la necesidad de actuar, porque el IPCC, que presido, ha establecido que el cambio climático es una realidad inequívoca y más allá de cualquier duda científica.
La eliminación del debate y de la propia libertad de expresión es un objetivo previo y, en cierta medida, alcanzado. El escándalo de los mensajes es solo la versión tosca de tal política en el ámbito científico. Los efectos más graves de los acuerdos que se adopten en Copenhague no serán económicos, porque los formularán en términos que faciliten su incumplimiento. Pero la creación de normas nacionales y supranacionales de intervención consolida un estado de excepción permanente que debilita los controles del poder político. El Imperativo Climático es un nuevo concepto que permite imponer cualquier medida por encima de la libertad y la democracia.

El mayor peligro no son los salvadores del Universo reunidos en Copenhague para decidir sobre nuestros bienes y nuestro destino. El verdadero peligro es que renunciemos a nuestra libertad individual. Si rompemos el intento de controlar el pensamiento y la libre expresión, el debate racional volverá por sí solo. La ciencia volverá a ser ciencia y el pensamiento volverá a ser libre. Entonces podremos enfrentarnos en serio a los graves problemas, y al verdadero factor que dificulta la prosperidad y estropea el entorno natural: la falta de libertad.


ASÍS TÍMERMANS, profesor de Historia de las Instituciones Financieras en la Universidad Rey Juan Carlos.
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