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LIBREPENSAMIENTOS

Ciudadanía con carné de partido

Quienes todavía se asombran o admiran en España de las procaces convergencias y uniones de hecho realmente existentes entre socialistas y nacionalistas acaso no han comprendido plenamente el intenso aire de familia que impregna toda forma de nacionalsocialismo o socialnacionalismo, no importa el nombre que adopte en cada momento la bicha.

Quienes todavía se asombran o admiran en España de las procaces convergencias y uniones de hecho realmente existentes entre socialistas y nacionalistas acaso no han comprendido plenamente el intenso aire de familia que impregna toda forma de nacionalsocialismo o socialnacionalismo, no importa el nombre que adopte en cada momento la bicha.
Detalle de un cartel de IU para la huelga general de junio de 2002.
En cualquier caso, el nutriente que activa sus movimientos contiene un similar odio por la libertad, un parecido resentimiento hacia el individuo y una pareja nostalgia por la tribu.
 
Para semejante doctrina gregaria, la masa, la gente, la multitud, sería lo importante; no la persona, el individuo, el miembro indiviso del grupo, que representa el verdadero ser real, con significado manifiesto y sentido racional. Como, ciertamente, la comunidad preexiste al individuo, lo primero que uno se encuentra al llegar al mundo es el grupo humano o sociedad.
 
La sociabilidad, el elemento de cohesión interpersonal, para imponerse sobre la "insociable sociabilidad de los hombres" (Kant) echa mano con frecuencia del "poder público" como expresión violenta de coacción; "hasta crear –cuando la sociedad se desarrolla y deja de ser primitiva– un cuerpo especial encargado de hacer funcionar aquel poder de forma incontrastable. Es lo que ordinariamente se llama el Estado" (Ortega y Gasset, El hombre y la gente). El Estado funciona, entonces, porque existen unos aparatos políticos de gobierno y una ideología que le dan sostén y energía, materia y forma.
 
Los Estados antiguos y modernos han establecido, tras la senda de la civilización, unas estructuras organizativas que permiten, a los que viven dentro de las fronteras del sistema político, ser y sentirse ciudadanos, tener los mismos derechos básicos y saberse miembros de una nación. El sentido liberal de "ciudadanía" remite, así, a una perspectiva de encuentro y cooperación entre individuos definida por las circunstancias.
 
Constitución de EEUU.De los maestros y de la propia experiencia hemos aprendido que vivir en la realidad conlleva afrontar todo aquello que tenemos que contar y aceptar a todos aquellos con quienes tenemos que contar. Pero, sobre todo, comprendemos que ser miembro de la sociedad, ciudadano del Estado, conlleva en la práctica el tener uno que ocuparse de sus propios asuntos lo mejor que sepa y pueda, cumplir sus promesas, no violar las leyes y, aun no persiguiendo expresamente beneficiar al prójimo, al menos asumir el propósito de no dañarlo deliberadamente.
 
Dejados a sus propias iniciativas y con el freno principal de la ley (la cual, en última instancia, remite a la naturaleza, que todo lo ordena, fundando así el derecho natural), los individuos organizan su vida en concurrencia con los demás, a quienes no conviene excluir, pues, como socios que son (miembros activos de la sociedad), interesa contar con ellos, para que cada uno tome, merced a su esfuerzo y trabajo, la parte que le corresponde en la tarea de vivir en común.
 
Por el contrario, para el nacionalismo, como expresión residual del pensamiento mítico y salvaje, del "comunismo primitivo" de las tierras vastas, el cimiento básico que arma la comunidad sólo queda asegurado por el estatuto y el sentimiento de pertenencia a un ser o etnia más o menos primigenio o arcano. Si tienen historia, se la magnifica; si no, se la inventa.
 
Por su parte, para la ideología socialista (o republicana new/old fashion), la libertad, la individualidad y la espontaneidad tampoco sirven para ordenar la sociedad, sino que es preciso reforzar el vínculo unificador de la sociabilidad intensificando la fuerza de (y en) las instituciones y las leyes, así como arreciar la divulgación propagandística, sustento de la "democracia participante", mediante la generalización de un pensamiento único, una ética pública, una educación en valores, una formación del espíritu cívico, en fin.
 
Las últimas versiones de estas políticas de la ciudadanía convocan a programas de acción directa –como, por ejemplo, el denominado "ciudadanismo"– con los que organizar la vida y la conciencia de los individuos hasta el mínimo detalle: desde los altos organismos del poder público hasta las partes bajas de las personas.
 
A sus promotores, en gobiernos, medios de comunicación o cátedras universitarias, al advertir indicios de desmoronamiento de la solidaridad ciudadana en las esferas sociales todavía no controladas políticamente, desde los mercados hasta las alcobas, no les queda más remedio que intervenir a lo grande, a fin de frenar el "privatismo del ciudadano", o sea, la "tendencia a la despolitización de los ciudadanos" (Jürgen Habermas, Fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal).
 
Suso de Toro (izquierda) y Kepa Junquera.Ocurre que esta forma de politizar la ciudadanía (de politizar la política, vale decir; de sobredimensionarla, de atragantarse de voces y consignas hasta estragarla) conduce a innumerables efectos perversos. Este proceder, henchido de aguerrido civismo, politiza la vida privada, el municipio, la familia y el sindicato, y lo que se ponga por delante. No tiene consideración con niños ni jóvenes, a quienes, con transversalidad y alevosía, ceba como a gansos, obligándoles a engullir hasta el fondo del gaznate manifiestos de corrección política y proselitismo sin fronteras a todo plan curricular, textos de Suso del Toro y Bernardo Atxaga en virtuales clases de Lengua y Literaturas Hispánicas y de Philip Petit y Rubert de Ventós en las de Filosofía (si es que han dejado alguna). Y muy pronto disfrutarán de una asignatura que acabará de vincularlos y unificarlos entre sí sin remisión: "Educación para la ciudadanía", para socializarte mejor. O cómo enseñar ciudadanía sectaria para la exclusión política y social de los no cívicos.
 
Hoy, como en el año 1933, cuando escribe Gregorio Marañón estas líneas que siguen, la situación sigue siendo igual de dramática: "En España se ha hablado mucho, a veces con gritos sonoros, de ciudadanía; pero lo que se propugnaba era casi siempre un tipo singular de esa virtud, de neta invención nacional, que consiste en recomendar a las gentes que para ser ciudadanas ingresen en el partido del que da las voces; persiguiendo con la injuria, y si se puede con la cárcel, al ciudadano que piensa en otra dirección" ('Intelectuales y políticos', en Raíz y decoro de España).
 
La noción de ciudadanía, creada con el fin de dar carta de naturaleza a la igualdad de los hombres ante la ley, pierde su inspiración liberal y democrática en el mismo momento en que se convierte en instrumento de propaganda y de agitación para excluir a unos y agraciar a otros. Es este uso incivil, no liberal y no democrático, el que practican nacionalistas y socialistas, empeñados en un mismo afán: segregar a los ciudadanos en función de criterios de bando o partido.
 
Para el nacionalismo, sólo son ciudadanos de verdad, plenamente reconocidos, aquellos que se ajustan al patrón de la raza o la lengua "propias" de la comunidad nacional de referencia. Para el "socialismo realmente espeluznante" (Jon Juaristi), sólo les corresponde, en rigor, la categoría de "ciudadanas" a las gentes que se someten al dictado progresista marcado por el Partido, a quienes siguen disciplinadamente los valores establecidos por la Dirección y dejan atrás todo principio, a los que sólo leen los periódicos de cabecillas y los programas radiofónicos para cabezotas, y, por encima de todo, a aquellos que obedecen y no oponen la menor resistencia, pública o privada, al mandamás de guardia.
 
En la comunidad dialógica socialnacionalista –antes sólo en las Vascongadas; ahora, en todo el país–, donde se agitan los ciudadanos así programados, no caben los insumisos ni los refractarios. Es la consecuencia de la virtud ciudadana que nos ha caído encima.
 
Hoy, en la España sedada por una sobredosis de ciudadanía de carné (sea de la raza vasca, sea del partido socialista), vuelve a escucharse el vocerío del que hablaba Marañón en el 33 y que castiga a los indóciles: diez millones de españoles no nacionalistas ni de izquierda. A quienes no sólo es que se les trate como a ciudadanos de segunda; es que no son considerados ciudadanos siquiera, con igual derechos que el resto, sino como personas condenadas a la exclusión civil.
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