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POLÉMICA POLÍTICA Y LITERARIA

Censores de putas

La polémica suscitada a raíz de la edición del libro Todas putas arrastra la sombra oscura del puritanismo moral y el oportunismo político, pero también la tosca ignorancia sobre los confines estéticos de las artes.

Hernán Migoya publicó hace unos meses una recopilación de cuentos por encargo de la pequeña editorial El Cobre, de la que es copropietaria Miriam Tey, a la sazón directora del Instituto de la Mujer. En dos de los cuentos contenidos en el volumen, “El violador” y “Porno del Bueno”, se recrean unas situaciones escabrosas que han movido a determinadas fuerzas políticas de izquierdas y asociaciones feministas no sólo a desaprobarlo sino, movidas por la justiciera indignación, también a denunciarlo en instancias institucionales a fin de dar escarmiento al infame y de procurar satisfacción a su presuntamente ofendida virtud. Un asunto de orden estético se ha visto así fieramente politizado, e incluso amenazado de judicializarse, si no se contienen las conciencias perturbadas, o mejor, revolucionadas, que se afanan por persistir en la querella hasta sus últimas consecuencias. La campaña se inició el 17 de marzo en los prolegómenos de las elecciones locales y autonómicas del 25-M.

El argumento de esta escenificación, o trama, incluye la retirada inmediata del libro del mercado y la exigencia de dimisión o cese, según el grado de compromiso y furia del afrentado, de Tey, del ministro Zaplana y no sé si también del presidente Aznar, tan sólo sea por no salirse de la rutina. Lo uno, por tratarse de un libro maldito y delictivo, cuyo narrador hace apología de la violación y la pederastia; lo otro, porque se juzga improcedente en una directora del Instituto de la Mujer el confabularse con empresas y cuentos que denigran la imagen y el rol femeninos. Todo lo cual ha llevado, de momento, a sus detractores a campañas públicas de acusación en medios de comunicación propicios, a un rastreo y seguimiento de los actos oficiales programados por la directora general al objeto de reventarlos; a una comparecencia parlamentaria del Ministro de Trabajo y Asuntos Sociales en la Comisión Mixta para los Derechos de la Mujer a petición del PSOE y del grupo mixto para pedir responsabilidades y cabezas; e incluso a una denuncia contra el Estado Español presentada por la oposición socialista obrera española ante la Comisión Europea. A esta cacería se han sumado los coros y danzas de rigor, y algún personaje intempestivo, como Alberto Ruiz-Gallardón, quien alterna cada día más sus intervenciones públicas según estrictas cuotas partidistas, ideológicas y de pantalla.

Pocas voces se han escuchado, en cambio, en favor de la libertad de expresión, la libre creación intelectual y de investigación, el derecho a la intimidad y la separación de bienes privados y públicos que están siendo aquí violados, y no en el ámbito de la imaginación literaria sino en el de la vida real de las personas. El caso no es inédito ni insólito, pues ya se ha convertido en una especialidad del sectarismo izquierdista el acusar, sitiar y mortificar a todo aquel “intelectual” que conmueve el nicho patrimonial y originario de la cultura, o lo abandona, tan sólo sea para tomarse un respiro, y no digamos para ocupar un destino institucional con el Gobierno actual –“¡pasarse a las filas del PP!”–, como hicieron Luis Racionero, Jon Juaristi, Mikel Azurmendi, entre otros, y ahora Miriam Tey, o bien sostenga posiciones analíticas y sintéticas políticamente incorrectas, ajenas al corpus canonici del progresismo.

De entre estas pocas voces templadas, destaca la de Mario Vargas Llosa, al escribir un brillante artículo sobre el tema, bajo el mismo título que el del libro condenado, y que el diario El País (8 de junio de 2003) sólo se atrevió a publicar una vez celebradas las elecciones que servían de telón de fondo al montaje farsante de los censores de putas. Además de destapar sin inhibición las miserias políticas del caso, el escritor peruano señalaba allí muy oportunamente las ignorancias y malentendidos sobre verdad y mentira en sentido extramoral y sobre realidad y ficción en la producción literaria que lo han sostenido y sin los cuales no hubiese tenido el impacto sabido. Ocurre que en España persiste la rústica particularidad de no reconocer con claridad y distinción la autonomía de la literatura y la filosofía, la poesía y la ciencia, lo que lleva a confundir, entre otras ilusiones, escritos argumentales –con argumento (propios de la narrativa)– y textos argumentativos –con argumentaciones (característicos de ensayos y tratados)–, con la misma frivolidad con que se trenzan relato y conocimiento, ensoñación y acción, virtualidad y virtud, por creerse que no presentan discontinuidades y habitan el mismo mundo.

Como consecuencia de un impuesto cultural de sucesiones que nos ata a una tradición secular (la locura de Don Quijote) o de nuevas modas estéticas (posmodernismo), en España seguimos tomándonos demasiado en serio los cuentos y con excesiva ligereza las cogitaciones. En las artes se abusa tanto del moralismo y las lecturas “con mensaje” que no extraña que prenda con facilidad la menor manipulación tendente a reprender una obra de creación por su presuntas influencias corruptoras sobre el comportamiento humano. Bajo semejante criterio no sólo sería censurable Lolita de Nabokov sino la tierna Gigi de Minnelli, por no hablar del cuento de Caperucita. Este juicio pacato y represor resulta funesto para la libertad de imaginación y experimentación del artista y para la libertad de elección y disfrute de bienes por parte del ciudadano.

La literatura, en fin, no se concibe para agitar la vida o trastornarla, sino para ampliarla y enriquecerla con la fantasía. Los efectos totalitarios del desmán tampoco deben ocultarse: se empieza por jugar a ser censores de putas y se acaba ejerciendo de ayatolás, acusando a libros de impiedad, tomando a migoyas, teyes y rusdhies por infieles e imponiendo el anatema y el dogma por doquier.
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