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Bachillerato, excelencia y sociedad meritocrática

"Se es de donde se hace el bachillerato"(Max Aub).

¿Qué es el Bachillerato?

Esperanza Aguirre ha anunciado recientemente la creación de un Bachillerato de Excelencia destinado a los mejores alumnos de la Educación Secundaria, así reconocidos mediante Premio Extraordinario o gracias a unas calificaciones excelentes no sólo en las notas de su centro educativo, sino en la prueba externa anual de la Comunidad de Madrid y en el examen de ingreso al nuevo centro en que se impartirá el Bachillerato de excelencia.

El Bachillerato de Excelencia empezaba a ser una reivindicación habitual de los partidarios de una sociedad meritocrática, lo que algunos llaman the American dream, otros la méritocratie républicaine y otros, sencillamente, liberalismo bien entendido. Se venía pidiendo que hubiera al menos una opción, una alternativa, de un Bachillerato más exigente, o al menos unos centros especializados con algún tipo de selección meritocrática, y lo que acaba de anunciar la presidenta de la Comunidad de Madrid reúne precisamente ambos requisitos: un programa exigente en un centro diferenciado para los alumnos trabajadores que quieran algo más que un cursillo de preparación al examen de Selectividad.

Y es que cuando se reclama "un Bachillerato de excelencia" lo que se está pidiendo en el fondo es algo tan sencillo como recuperar el Bachillerato en su concepto tradicional y auténtico: no un curso de enlace entre la educación general básica y la Universidad, sino precisamente aquella etapa crítica, indispensable, que debe proporcionar al alumno la formación cultural que no alcanza a dar la escuela primaria y que no volverá a tratarse en la Universidad. De hecho, lo único que le falta al Bachillerato de Excelencia anunciado es una mayor duración, algo que la actual legislación no permite alterar: ese año y medio (en comparación con los diez años de educación general básica) hace imposible ofrecer un Bachillerato suficientemente largo para que sea una etapa autónoma con contenidos suficientes; y la separación entre ciencias y letras, que obliga a elegir entre estudiar Latín o Matemáticas, Historia del Arte o Economía, impide así una oferta formativa integral.

Son precisamente las leyes estatales de los últimos cuarenta años las que han ido eliminando poco a poco los rasgos históricos, característicos y definitorios del Bachillerato, de esa etapa que debiera ser decisiva en la formación cultural de un alumno. Por eso el Bachillerato de Excelencia de Aguirre tendrá como principal apoyo la selección de los mejores alumnos, según sus méritos, capacidades y esfuerzos, y el establecimiento de un centro orientado a la excelencia, pues en todo lo demás difícilmente podrá escapar al marco legal estatal.

En España, el Bachillerato se ha ido acortando y desnaturalizando poco a poco, hasta el punto de convertirse en la continuación natural de la Secundaria. A ello ha contribuido la Selectividad, una prueba autonómica a cuya preparación se consagra íntegramente el segundo de los dos cursos de Bachillerato y que, además, ha reducido su duración. La construcción de universidades en prácticamente todas las provincias ha hecho que abunden las carreras con exceso de plazas (por otro lado, para acceder a muchas de ellas basta con sacar un 4 sobre 10 en Selectividad –si la media con las notas del centro educativo arroja un 5–), lo que ha contribuido a que el nivel de dicha prueba haya bajando año a año, arrastrando consigo al Bachillerato.

Frente a lo que sostienen sus críticos, una concepción meritocrática del Bachillerato no busca que éste se dirija exclusivamente a los alumnos más brillantes, a una minoría, ni se propone un durísimo proceso de entrada con plazas limitadas; tampoco pretende determinar tempranamente el futuro de los alumnos. Quienes manifiestan esa acusación son precisamente quienes han querido vincular la sin duda positiva universalización de la enseñanza con una rebaja de la exigencia y del papel del Bachillerato. La igualdad de oportunidades no sólo no exige dar al Bachillerato los rasgos de la educación primaria, sino que, precisamente, necesita una etapa formativa dotada de rigor académico que permita a la escuela ejercer su función de ascensor social, premiando el mérito.

Observando la evolución de nuestros resultados escolares y analizando propuestas como la del Bachillerato de Excelencia, llegamos a la conclusión de que lo que ocurre en España es que ya no existe una etapa que reúna los rasgos del Bachillerato, y de que lo que hace falta es recuperarlo. Afirmar la inexistencia del Bachillerato en España puede parecer exagerado, ya que, sin duda, existe una etapa educativa que sigue llevando tal nombre. Sin embargo, el que tenemos fracasa en todos los objetivos que cabe esperar de un verdadero Bachillerato, debido a:

  • Su corta duración: en lugar de un Bachillerato con una entidad suficiente para acometer un objetivo tal como la transmisión de la herencia cultural de toda una civilización, nos encontramos con una etapa que dura un curso escolar y medio (la conversión del segundo curso en medio se debe a la necesidad de concluir antes el proceso de inscripción universitaria).
  • Las condiciones de acceso y titulación: no existe nada parecido a una prueba de acceso al Bachillerato, ni para obtener el certificado de Educación Secundaria Obligatoria que abre la vía a esta etapa; ni prueba alguna, externa al centro, para homologar el título de bachiller, de tal manera que el Estado otorga títulos de bachiller que son, en realidad, concedidos por los centros educativos, sin ninguna evaluación estatal que sea independiente del centro y de la comunidad autónoma de turno.
  • El regionalismo: no existe un Bachillerato estatal, ni centros estatales de Bachillerato, sino que, como en Primaria, hay una única opción para todos los alumnos: cursar planes de estudio aprobados por las comunidades autónomas y centrados en la mayoría de los casos en contenidos de ámbito regional, algo incentivado por el carácter autonómico de la Selectividad (que marca el segundo curso de Bachillerato).
  • Sus contenidos: no son propios, independientes, como correspondería a una etapa autónoma de la importancia del Bachillerato, sino que, en la práctica, dependen de la llamada "Selectividad", una prueba de acceso universitario fijada por las universidades de cada autonomía (y que resulta más sencilla cuanto mayor es el número de plazas sobrantes). Por ejemplo, raramente se enseñan en Filosofía más autores de los cinco que se sabe caerán en Selectividad.
  • La diversidad de vías de estudio: el Bachillerato no debe ser una mera preparación a la Universidad, sino que ha de constituir una etapa de formación con entidad propia. Los Bachilleratos clásicos eran unitarios, no se dividían entre ciencias y letras, sino que proporcionaban a todos los alumnos una fuerte base humanística y clásica, así como en matemáticas y ciencias. Ello permitía que no hubiera que escoger entre estudiar Medicina y gozar de una formación cultural sólida (véase la obra humanística de Freud). No parece descabellado considerar la posibilidad de, al menos, ofrecer un Bachillerato integral a los mejores alumnos que quieran voluntariamente cursarlo.

Una perspectiva histórica

Las cosas no han sido siempre así; de hecho, hace algunas décadas España tenía uno de los mejores Bachilleratos de Europa: el del ministro de Instrucción Pública Pedro Sainz Rodríguez. En vigor desde 1938 hasta 1953, reunía todas las características que definen lo que es un Bachillerato: de siete años de duración, era una etapa rigurosamente independiente, con entidad propia, una estructura unitaria y un fuerte contenido clásico y humanístico. Se estudiaban Latín y Griego (hoy meras optativas de una de las ramas menos demandadas), así como dos lenguas vivas.

Como explica el historiador Manuel de Puelles Benítez[1], "casi 40 años más tarde Sainz Rodríguez recordará que 'la gran influencia del Bachillerato clásico en la cultura española se notó mucho después', haciendo alusión con ello a los buenos humanistas que salieron de este Bachillerato". Entre ellos se encuentra Fernando Sánchez Dragó, quien, en relación con la reforma educativa que necesitaría España, ha afirmado:

Bastaría con volver al viejo Bachillerato de don Pedro Sainz Rodríguez, que es el que yo estudié. Siete años, no había separación entre ciencias y letras y el prestigio de los centros dependía del número de suspensos y no de aprobados, como se hace ahora. Yo estudié siete años de Latín, cuatro de Filosofía, uno de Preceptiva Literaria, tres de Historia de la Literatura, dos de Ciencias Naturales, dos de Griego y un larguísimo etcétera. Cuando llegué a la Universidad ya me lo sabía todo de corrido. En cada aula había un pequeño armario con doscientos o trescientos libros a disposición de los alumnos. (El País, 6-II-2008).

[Bastaría con] declarar vigente el Bachillerato de don Pedro Sainz Rodríguez (siete años sin ninguna separación entre ciencias y letras), considerar la gramática la asignatura más importante, porque si no se aprende a leer y a escribir, que es lo que sucede ahora, no se puede aprender nada, y restablecer en las aulas la autoridad, la jerarquía, el respeto y, por supuesto, el usted. (El Mundo, 20-II-2008).

El catedrático Bartolomé Escandell Bonet se expresa en los siguientes términos:

Tuve la inmensa suerte de poder estudiar el Plan de Bachillerato de don Pedro Sainz Rodríguez, de 1938, el mejor bachillerato de Europa y, por supuesto, el mejor que ha habido en España. Siete años de Literatura, de Latín, de Historia...[2].

Cabe esperar que la primera reacción a estas reflexiones sea tachar tales propuestas de "franquistas" y de propias de un régimen autoritario, en el que la escolarización a partir de ciertas edades era un "privilegio". Sin embargo, el Bachillerato introducido tras la Guerra Civil estaba inspirado en buena medida en el de Filiberto Villalobos, ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes de la II República. El Bachillerato de 7 años no es, pues, un Bachillerato de rasgos franquistas; fue precisamente la ley de Villar Palasí, de 1970, por lo tanto, aprobada por un Gobierno, este sí, franquista, la primera reforma que cometió el error de tratar de ampliar la población escolarizada a base de rebajar el nivel académico, suprimiendo las reválidas.

Es más, esta concepción clásica del Bachillerato no era exclusivamente española, sino la propia de la cultura europea, y a la que tratan de volver todos los países que, como España, la abandonaron con el fin de ampliar la población escolarizada. Sin embargo, en ninguno la reforma fue tan abrupta como en España: hoy, Francia conserva lycées que, como el Louis-le-Grand o el Henri IV, realizan un exigente reclutamiento a escala nacional, a lo que se añade que resulta preceptivo superar una prueba externa, el Baccalauréat, en cualquier centro y para cualquier modalidad de Bachillerato. En Alemania, el prestigioso Gymnasium mantiene la misma edad de entrada que el Bachillerato español de los años 40. En el Reino Unido, la introducción de las comprehensive schools no supuso el cierre de las prestigiosísimas grammar schools.

Todo ello no es fruto de una idea anticuada del sistema educativo, de una idea que no tenga en cuenta la necesidad de innovación y de formación tecnológica. Al contrario, precisamente la necesidad de especialización en la Universidad hace más necesario aún contar con un Bachillerato fuerte. El objetivo de la Universidad no es transmitir una formación humanística y científica general, sino promover la especialización, la innovación y la investigación. La transmisión de nuestra cultura y del pensamiento de nuestra civilización siempre ha sido el objetivo del Bachillerato, y debe volver a serlo.

Europa entera vuelve a ese modelo. La diferencia reside en que sólo en España la desaparición de esta etapa, tan necesaria para la formación de las élites intelectuales de un país, fue total, absoluta. Ningún centro, público o privado, se salvó de la Logse y de la transferencia de las competencias educativas a las comunidades autónomas; no quedó resquicio alguno para la meritocracia (que, por definición, sólo darse a escala nacional).

Lo que es más grave, tales sacrificios no han alcanzado los resultados prometidos: no se ha avanzado en igualdad. En lugar de con una enseñanza pública exigente que favorezca, como ocurría antes, la promoción social; en lugar de con unas élites académicas con una formación cultural envidiable; en lugar de con una mínima formación técnica que permita a cualquier alumno interesado salir adelante, nos encontramos con que uno de cada cuatro alumnos no llega siquiera a obtener (tras diez largos años de escolarización obligatoria, sin reválidas y con la famosa promoción automática de curso) el título más elemental. Nuestro sistema igualitario ha logrado que en España la media del fracasado escolar sea del 30% –del 40%, en algunas comunidades–, justo el doble que en Europa.

Ese 30% no es el único efecto de la igualación; resulta igualmente alarmante el nivel académico de quienes sí aprueban la Educación Secundaria (y el Bachillerato), que puede compararse con el de sus iguales europeos gracias a la evaluación PISA que lleva a cabo la OCDE cada tres años. Incluso en carreras como Derecho, que no requieren conocimientos previos sino tan sólo habilidades básicas de lectura, escritura y estudio, se han visto en la obligación de establecer los llamados cursos cero.

Por último, el llamado sistema igualitario no ha dejado la menor puerta abierta a la formación de élites dirigidas a gobernar el Estado, como sí hace, por ejemplo, Francia, cuya prestigiosa École Nationale d'Administration –y el resto de sus grandes écoles– no tiene parangón en nuestro sistema universitario; y sería difícil que existiese, en vista del nivel educativo con que los estudiantes terminan el Bachillerato.

Dos reformas

Los problemas educativos a los que nos enfrentamos hoy son, en síntesis, el gran fracaso escolar en la Educación Secundaria Obligatoria y la fragmentación del sistema educativo en diecisiete sistemas autonómicos; ambos fenómenos son consecuencia de la desaparición de un Bachillerato estatal fuerte y exigente.

A la espera de que el Estado recupere tal institución, cualquier esfuerzo para ofrecer al menos la opción de una modalidad más exigente en alguna comunidad autónoma es loable, y debiera servir de referente para toda España, pues lo que se quiere recuperar en Madrid (centros diferenciados, alumnos que se esfuerzan, contenidos exigentes) es lo que históricamente ha definido al Bachillerato, y sólo si el Estado central lo articula podrá servir eficazmente a la promoción social a escala nacional.

No es tan lejano el recuerdo de la época en que en España un título impartido por un centro estatal era reconocido y la enseñanza privada era vista como una mera alternativa para quienes no podían seguir el nivel de la primera pero podían pagarse la segunda. Hoy se ha logrado estropear ese ascensor social único que se ofrecía a las familias menos favorecidas. Quien no puede acceder a una enseñanza privada a lo único que puede aspirar es al mismo título que tiene todo el mundo, que, por tanto, carece por completo de valor, como sucede con los títulos de Secundaria.

Un Bachillerato exigente cuyos diplomas aporten reconocimiento puede abrir una vía de movilidad social a los alumnos que se esfuercen; a la vez, España como país mejoraría su capital humano invirtiendo en la formación de sus élites académicas y en la de los jóvenes que no sacan el menor provecho de las aulas, y que hoy salen del sistema sin la menor capacitación.

Hacen falta, a mi juicio, dos reformas.

En primer lugar, se debe romper la hegemonía y uniformidad de la actual Educación Secundaria Obligatoria apostando por dar cabida a dos vías en el marco de escolarización obligatoria (hasta los 16 años): una académica y la otra de carácter técnico-profesional, que ofrezca una alternativa a ese 30% de alumnos que abandona el sistema educativo sin haber logrado obtener un título, lo cual establecería las bases para poder aumentar la exigencia. Esto es lo que hacen casi todos los demás países europeos; y no únicamente para dar una alternativa al fracaso escolar, sino para dotar de entidad propia a dos enseñanzas imprescindibles para el crecimiento económico, y sin embargo muy deterioradas en España: el Bachillerato y la Formación Profesional.

También se debe enfatizar la exigencia de calidad en la modalidad técnico-profesional, pues España debe dotar de prestigio a su Formación Profesional, a fin de que ésta ocupe el lugar que le corresponde, el que ocupa en otros muchos países europeos (señaladamente, en Alemania). Para lograr estos objetivos, y siguiendo el sistema de denominaciones utilizado en Francia, crearía un Bachillerato Profesional o Bachillerato Tecnológico, que se ofrecería a los estudiantes desde los 14 o 15 años, y un Bachillerato General de cuatro años. Además, y como se hacía anteriormente con los centros de Formación Profesional (y como se hace hoy en día en Francia con las diferentes modalidades de lycées), propondría que los institutos se dividiesen en dos tipos: los de Bachillerato General y los de Bachillerato Tecnológico, destinados estos últimos a dotar de continuidad a ese tipo de formación hasta los 16 años, lo que aumentaría la probabilidad de que sus alumnos continuasen estudiando más allá de los 16 en el mismo centro.

Naturalmente, y como sucede en países tan igualitarios como Francia, la obtención del título del Bachillerato General se vería ligada a la superación de una prueba estatal externa a los centros; una prueba que versara sobre los contenidos impartidos a lo largo de los cuatro años en el Bachillerato, independientemente de la comunidad autónoma en que se haya estudiado, de los mecanismos de acceso a la Universidad y del reparto de plazas. Así, la homologación del título quedaría desligada de las comunidades, los centros y la oferta y la demanda de plazas universitarias.

En materia de contenidos, se deben continuar los esfuerzos que se iniciaron en 1996 por extender todo lo legalmente posible el margen de contenidos que fija el Estado central en los planes de estudio, sobre todo en las Humanidades, con la propuesta de reforma de Aguirre, que se llevó finalmente a la práctica con los planes de estudios aprobados en el año 2000 por Pilar del Castillo. Si el Bachillerato no logra transmitir la historia, la lengua y la cultura de España, ninguna otra etapa educativa lo hará.

En segundo lugar, hace falta una tercera modalidad de Bachillerato: el de excelencia; es decir, lo que propone la Comunidad de Madrid pero a escala nacional, lo que aportaría dos ventajas: la posibilidad de promover un sistema meritocrático de ámbito nacional y, sobre todo, la posibilidad de alterar aspectos como la duración o los temarios, es decir, la estructura de la etapa.

Se trataría de una vía alternativa de escolarización desde los 11 o 12 años, a la que se podría acceder de manera voluntaria con la superación de una prueba nacional. Los alumnos, seleccionados por su rendimiento académico excepcional, cursarían los siete años siguientes en centros que impartirían de manera exclusiva estas enseñanzas, cuyos contenidos y evaluación serían competencia exclusiva del Ministerio de Educación. Se podría, además, imitar la iniciativa de Nicolas Sarkozy en Francia y crear paralelamente internados de excelencia, donde podrían residir, si así lo prefirieran, los alumnos provenientes de medios sociales desfavorecidos, a fin de asegurar que el rendimiento académico sea el único factor de selección. La enseñanza se impartiría en la lengua común, el castellano.

Sería un Bachillerato distinto del regulado por la ley para la generalidad de centros: unitario, con una duración de siete años, fuertes contenidos humanísticos y clásicos, una buena base matemática y científica, en el que se enseñarían dos lenguas vivas y al que se accedería por medio de una prueba de ámbito nacional (algo perfectamente posible en un centro público, como muestran los lycées en Francia).

Además de contribuir a la mejora de la calidad de la enseñanza y a la igualdad de oportunidades, esta red estatal de centros ayudaría a solucionar, cuanto menos parcialmente, el problema de la desvertebración del sistema educativo español; se habría logrado romper con el monopolio educativo de que disfrutan las comunidades autónomas (en lo relacionado con la fijación de temarios, la oferta de centros públicos, la selección de profesores, el concierto de colegios privados...), un obstáculo al modelo meritocrático.

Conclusión

El objetivo de las reformas que se proponen consiste, sencillamente, en implantar en España un Bachillerato que resulte homologable a lo que históricamente ha sido esta etapa, a fin de recuperar su fundamental aporte a la formación cultural de los estudiantes. Para ello, es crucial que tenga una duración suficiente, que transmita contenidos humanísticos a todos sus alumnos, que su nivel de exigencia y formativo sea superior al de la enseñanza básica y que contribuya tanto a la cohesión territorial y nacional como a la promoción social de los estudiantes.

A sabiendas de los límites que imponen, por un lado, la geografía y, por otro, la nefasta ley educativa estatal, debemos aplaudir que Madrid trate de crear un Bachillerato de Excelencia (dentro de una política educativa general orientada a la excelencia); pero ello no debe apartarnos del objetivo de una solución nacional que altere sustancialmente la estructura de eso que, por nostalgia, aún llamamos Bachillerato.



[1] "Pedro Sainz Rodríguez, ministro de Educación", El País, 16-XII-1986.
[2] Diario de Ibiza, 1-XI-2009.

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