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PERFIL DEL FILÓSOFO GUSTAVO BUENO

Bueno en discusión

En España son pocos los que no conocen el genio y la figura del filósofo Gustavo Bueno: profesor emérito de Filosofía, prolífico escritor, sabio enciclopédico e infatigable polemista.

A la hora de afrontar un debate intelectual o político, es bueno mantener las formas. Pero ello habla de su bondad formal, no material. El cinismo hace de esta particularidad una técnica de compostura y disimulo.

En España son pocos los que no conocen el genio y la figura del filósofo Gustavo Bueno: profesor emérito de Filosofía, prolífico escritor, sabio enciclopédico e infatigable polemista. Su trayectoria académica e intelectual muestra cuando menos un signo heterodoxo, intempestivo e inconfundiblemente profano, y, acaso por todo ello también, profanador de mitos como la Cultura y la Izquierda. Ni renuncia a una sesuda disputa con adustos catedráticos en congresos o encuentros televisados, ni hace ascos a participar en excitantes cónclaves de “telebasura” lidiando con personajes de lo más pintoresco. En todas sus actuaciones, Bueno en discusión es reconocido más que nada por su mal genio y arrebato, lo que haría de él un intelectual dogmático y exaltado, un intolerante enemigo del diálogo, cuando la verdad es que jamás elude un buen debate ni acude al mismo sin buenas razones. Las apariencias, pues, engañan.

El caso de Bueno instruye mucho sobre algunas particularidades de la retórica y sobre equilibrios y equilibrismos practicados en el uso de la palabra, cuando la razón y la emoción entran en juego. Consideremos esta situación: a menudo, somos testigos de cómo ideas y creencias, razonables y benignas en su contenido, pero expresadas públicamente con maneras muy vehementes y agresivas, pasan para algunos por sentencias dominantes y sectarias; en cambio, otras, inyectadas de veneno y nutridas de violencia latente, pero transmitidas a bajo volumen, sin aspavientos y luciendo una frialdad y un temple de acero, son tenidas por pensamientos inocentes e inocuos. No siempre los espectadores se aperciben de los matices importantes que aderezan estos estándares disparejos, y por ello se confunden bastante juzgando las fachadas y creyendo que es oro todo lo que reluce. Este fenómeno de despiste, bastante ordinario, se ve gravado con el impuesto de la distancia que tienen que pagar los poco versados, los propensos al amor a primera vista y los intelectualmente perezosos. Ocurre aquí, como observó el sagaz Nicolás Maquiavelo, que la muchedumbre juzga más por los ojos que por las manos, ya que a todos es dado ver, pero palpar a pocos.

El defender un punto de vista con vehemencia o sosiego es una condición que depende tanto del temperamento, talante y aun idiosincrasia del agente como responde a un puro artificio, a un estudiado diseño de puesta en escena. Así, no es extraño que se evalúe un debate filosófico según los modales de los contertulios y un Debate sobre el estado de la Nación por la actuación más o menos bruñida de los adversarios. Este hecho en la sociedad de la información de masas (lo cual no significa sociedad del conocimiento) resulta tan decisivo para el consumo de imágenes y noticias y para su inmediata conversión en “opinión pública”, que urge clarificarlo.

En sendos episodios del programa “Negro sobre blanco” (La 2, TVE), dirigido por Fernando Sánchez Dragó, emitidos recientemente, ha habido ocasión de contemplar a Gustavo Bueno forcejeando con ilustres invitados a propósito de la religión, la guerra de Irak y el mito de la izquierda. Debido al secular laicismo de Bueno, ha llegado a convertirse en lugar común el calificar sus irascibles intervenciones como propias de un individuo dejado de la mano de Dios, cuyos argumentos carga el Diablo y con quien no hay forma de discutir. Su tradicional postura tensa, de halcón amarrado a los brazos de la silla dispuesto a lanzarse sobre la presa al menor estímulo, alimenta la opinión y la fama. También se afirma de Nietzsche que era un sujeto rudo y un loco, un ateo y un nazi, y que una cosa llevaba a la otra. Pero, henos aquí ante una estirpe de pensadores activos, no mansos; impetuosos y enérgicos, que jamás fraguaron una inquisición ni quemaron herejes, puesto que para ellos no hay en realidad herejes sino ignorantes. Muchos de sus censores, casi siempre muy estupendos y apaciguadores, ávidos de quedar bien, no titubearían, sin embargo, en llevarlos a la hoguera, si estuviese en su mano.

Bueno es peleón y brusco porque es intelectualmente impaciente, un apasionado de la verdad y el rigor, que no dispensa la impostura ni la maledicencia. Como Platón, entiende la dialéctica como la ciencia de dar y recibir razones, dotando así de riguroso significado al diálogo racional. Por comprender las razones de la guerra de Irak y criticar el mito de la izquierda, Bueno en discusión es descalificado por su presunto ardor (guerrero) y su contundencia en denunciar las patrañas y los desacatos al buen juicio de los pacifistas.

Pero, ¿cómo actuar, en general, con quienes hacen del disimulo, el fraude, la mentira y la farsa sus instrumentos intelectuales y políticos, en especial en estos tiempos en los que el cinismo político y la indignación impostada se han adueñado de la escena pública? Los obispos vascos son capaces de justificar a los etarras y menospreciar a las víctimas del terror con el mismo tono de voz mesurado y dulce con el que bendicen la mesa. El pacifismo sobrevenido de veteranos comunistas y jóvenes guerrilleros urbanos se reviste de melodías hippies. La actuación de Zapatero se tilda de “oposición tranquila” y aún hay quien le alaba su estilo elegante y templado de hacer política. Ibarreche con su plan, al ser pillado in in, pide calma y paz, y que ninguno se ponga nervioso, que no es para tanto, porque ellos “no hacen daño a nadie”. El socialista Rojo pide reaccionar desde la legalidad, pero “con mucha serenidad y tranquilidad”...

Hay gente con más paciencia que un santo. Bueno en discusión, menos dócil, responde a la provocación con firmeza. Otros, en fin, es que ni se enteran, y ante la perversidad que penetra con suavidad, sólo les da por susurrar: suave que me estás matando...
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