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LIBREPENSAMIENTOS

B. de Spinoza, democracia y virtud

En los discursos y discusiones sobre liberalismo raramente salen a relucir el nombre y la obra del gran filósofo de antecedentes hispánicos B. de Spinoza. Constituye este hecho una omisión o un olvido verdaderamente lamentables, pues por ellos se limita una aportación intelectual muy luminosa. Reparemos ahora en una enseñanza principal del judío inmortal: la democracia no hace a los hombres mejores; propende a que no sean peores ni más peligrosos.

En los discursos y discusiones sobre liberalismo raramente salen a relucir el nombre y la obra del gran filósofo de antecedentes hispánicos B. de Spinoza. Constituye este hecho una omisión o un olvido verdaderamente lamentables, pues por ellos se limita una aportación intelectual muy luminosa. Reparemos ahora en una enseñanza principal del judío inmortal: la democracia no hace a los hombres mejores; propende a que no sean peores ni más peligrosos.
Baruch Spinoza.
Nacido en Ámsterdam, Spinoza (1632-1677) es un filósofo de raza, de ascendencia ibérica: portugués, según unos; español, al parecer de otros. Resulta así que a veces leemos su nombre de manera que nos resulta más familiar: Benito de Espinosa, si bien él firmaba el apellido familiar con distintas fórmulas. Tenía, eso sí, el gusto habitual de latinizar el nombre propio y escribir "Benedictus". Con todo, sabemos que hablaba y escribía español con gran naturalidad desde la infancia, una lengua que jamás olvidó y que, desde luego, dominaba mejor que el holandés, aunque no tanto como el latín.
 
Su texto fundamental es, sin duda, la Ética, obra esencial en la historia del pensamiento e incomparable por su grado de penetración y precisión de ideas y conceptos. Escribe, asimismo, tratados de naturaleza política de gran relevancia, pero de la ética proviene, para Spinoza, la base y el empuje primordial del entendimiento y la acción del hombre.
 
A pesar de todo, como digo, ni su personalidad ni su obra han tenido entre nosotros gran acogida ni demasiada fortuna. Acaso su origen judío, su discreción, su materialismo, su sobrio y contenido utilitarismo, su incorruptible independencia intelectual y, en suma, su naturalismo, que lo proyectan hacia horizontes despejadamente panteístas, o ateos sin más, lo han convertido en un sujeto visto, ya por muchos de sus contemporáneos, con cierta susceptibilidad, un filósofo cuando menos sospechoso, hasta hoy mismo, incluso –y esto si resulta paradójico– en determinados círculos liberales.
 
Lo indiscutible es que a Spinoza siempre le acompañará el rótulo de "raro", calificación que no habría que tildar de extremada o injusta. De hecho, ni él mismo oculta semejante condición y destino, prestigioso a su parecer y al nuestro. Su misma Ética finaliza haciendo constar que la suprema sabiduría es tarea difícil, pues difícil sin duda tiene que ser lo que tan rara vez se halla: todo lo excelso, afirma concluyente, es tan difícil como raro. Por lo demás, no se cansa de repetir, a lo largo de sus textos, que la libertad constituye una fuerza vital inseparable de la necesidad. ¿Puede haber, en resolución, prontuario más liberal? En su Diccionario políticamente incorrecto, Carlos Rodríguez Braun propone la siguiente definición de "liberales": "Gente sospechosa y raros, raros". ¿Es preciso insistir sobre este punto?
 
De entre todas las formas de organización política, Spinoza "salva" a la democracia, por considerarla, literalmente, la menos conflictiva de todas. A su parecer, es la forma más natural –es decir, más naturalmente humana– de gobierno, y no porque se ajuste estrictamente a la Naturaleza, sino por ser la que se aproxima más a la libertad que la Naturaleza concede al hombre (Tratado teológico-político). La democracia constituye, entonces, la forma más aconsejable de vida en comunidad, porque coadyuva a corromper en menor medida a los hombres, siempre dentro de lo posible y de manera indirecta, no por efecto inmediato, de modo garantizado ni milagroso.
 
El filósofo francés Gilles Deleuze ha dado a la publicidad textos bastantes prescindibles, la verdad sea dicha. Mas acaso sean los trabajos que dedicó a la obra del sabio de Ámsterdam (y tal vez también a la de Nietzsche) lo mejor de su producción. En uno de ellos (Spinoza: filosofía práctica) sostiene este juicio que aquí, desde luego, no rebatiremos:
 
"Sin duda, es en los círculos democráticos y liberales en los que se encuentran las mejores condiciones para vivir, o más bien para sobrevivir. Pero estos círculos significan para él [el filósofo] solamente la garantía de que los malintencionados no podrán envenenar ni mutilar la vida, separarla de la potencia de pensar que va un poco más lejos que los fines de un Estado, de una sociedad y de todo medio social en general".
 
Un filósofo auténtico no aborda los asuntos prácticos en términos de optimismo o pesimismo; por ejemplo, si los hombres somos buenos o malos por naturaleza. Oír hablar, sin ir más lejos, de "optimismo antropológico" se le antoja una mención de mamelucos, licenciosa, algo así como una inconveniencia que le lleva inevitablemente a fruncir el ceño y prudentemente a cambiar de tema para no perder tiempo ni energía intelectual. Lo cierto, lo que sólo el autoengaño o el cinismo pueden negar, es que los hombres tienden a conservarse y a mantenerse a toda costa, que ansían el poder y que nada les satisface más que dominar a los otros.
 
Traducido al lenguaje político, diríase que en la naturaleza humana se asienta el deseo de los sujetos a gobernar y a no ser gobernados, lo cual deriva, dicho en términos spinozianos, de su tendencia natural a incrementar la potencia. A fin de que estas tendencias choquen del modo menos constante y aparatoso en el seno de la comunidad, es menester fijar instituciones y ordenar comportamientos que favorezcan, si no la armonía, sí al menos la ajustada y templada concurrencia de fuerzas e intereses de acuerdo con las leyes. Y es que no es lo mismo perseguir el mejor de los mundos posibles que esforzarse por establecerse en el mundo lo mejor posible. Con respecto a estos asuntos, hay que optar, entonces, entre Leibniz o Spinoza.
 
Leonardo da Vinci: EL HOMBRE DE VITRUVIO.La constatación de este hecho nos conduce, entre otras, a dos importantes consecuencias prácticas. Primero, se trata, al fijar una teoría política, de contemplar un escenario que permita al hombre el ser gobernado lo menos posible y el ser dominado por los menos posibles. Esta condición puede lograrse reduciendo al máximo el poder del Estado y de los instrumentos de coacción, para que de esta forma su efecto sobre la libertad de los individuos sea el mínimo. Segundo, comoquiera que la naturaleza del hombre es como es, imposible de cambiar, en lugar de intentar trastornarla con ingenierías diabólicas de toda clase, promoviendo un "hombre nuevo", un prometeo renovado o una "sociedad ideal y perfecta", nos conformamos con establecer unos cauces y normas de conducta que hagan a los hombres, sencillamente, más tratables y menos brutos.
 
Digámoslo brevemente: no está claro que la democracia –es decir, que ningún sistema político– haga mejores a los individuos, aunque es cosa incuestionable que una tiranía o un régimen despótico y bestial los envilece y corrompe mucho más de lo que puedan serlo por naturaleza o estén inclinados a ello.
 
Frente a lo que sostiene el rancio republicanismo y los progresismos de manual, no es la virtud política el fin que perseguir en el horizonte de las sociedades y en la existencia de los hombres, en los que se les promete un estado de bienestar, de igualdad y de felicidad, diseñado y organizado minuciosamente, hasta el último detalle, por los demiurgos de turno. Es preferible disponer, con la mayor flexibilidad y las instituciones más abiertas, una perspectiva social y política en la que los hombres libremente compongan la propia virtud y el bienestar según su particular criterio.
 
En este objetivo, la práctica de la razón, no quepa duda de ello, es de no poco provecho, individual y grupalmente. Ocurre que cuanto más razonables y virtuosos son los hombres, más útiles se vuelven, y, como consecuencia, más "virtuosa" llega a ser la ciudad, después de todo.
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