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LAS URNAS COMO PROBLEMA

Austeridad y suicidio político

En España han castigado a los socialistas severamente en las urnas porque, después de varios años de irresponsabilidad fiscal, enorme deuda pública, gastos innecesarios y desempleo creciente, se vieron obligados a gobernar con prudencia y comenzaron a ajustar el cinturón a la población. Los electores, sencillamente, no respaldan a los políticos que llevan a cabo los temidos ajustes.


	En España han castigado a los socialistas severamente en las urnas porque, después de varios años de irresponsabilidad fiscal, enorme deuda pública, gastos innecesarios y desempleo creciente, se vieron obligados a gobernar con prudencia y comenzaron a ajustar el cinturón a la población. Los electores, sencillamente, no respaldan a los políticos que llevan a cabo los temidos ajustes.

Mientras el recorte es un tema abstracto de discusión, todo el mundo parece comprender que no es posible gastar más de lo que se produce durante un tiempo prolongado, porque sobreviene la quiebra. Pero cuando ese razonamiento se transforma en políticas públicas todo el que se ve afectado culpa al gobierno de sus desdichas y le quita su apoyo.

Es un fenómeno universal. En pocos meses el flamante gobernador de la Florida se ha convertido en uno de los políticos más rechazados de Estados Unidos. Es cierto que no es una persona cálida y que no está dotado de esa atracción natural que suelen llamar carisma, pero su creciente impopularidad no deriva de sus rasgos psicológicos, sino de las medidas de austeridad que toma para enfrentarse a la crisis que atraviesa su estado. Lo eligieron para poner orden en las cuentas, pero cuando ha comenzado a reducir gastos y a eliminar empleados públicos la reacción general ha sido el repudio.

Este fenómeno se origina en un problema que tiene muy difícil solución: el elector no percibe los síntomas del mal gobierno, sino los aparentes beneficios que recibe. El gasto público alegre y continuado –especialmente si una parte se dedica a subsidios directos– es visto como una prueba de las preocupaciones de los políticos para con la sociedad y no como un manejo torpe de los recursos de la colectividad. El elector no siente que el político está asignándole un dinero que previamente le ha extraído del bolsillo, y todavía le resulta mucho menos alarmante la noticia de que se ha contraído una deuda... que alguien tendrá que pagar algún día. Precisamente, no hay nada que disfrute más que vivir mejor de lo que sus ingresos reales le permiten, y ya se verá por dónde sale el sol.

Esto explica la escasa incidencia que tienen las acusaciones de corrupción en las batallas electorales. Al elector no le importa demasiado si el político se apodera de los bienes públicos, recibe coimas y se vale de su cargo para favorecer a los amigos. Detrás de esa indiferencia moral está la falsa sensación de que los fondos desviados no le pertenecen. Ni siquiera advierte que la corrupción no sólo pudre los cimientos de la democracia, también encarece todas las transacciones. Ese maletín lleno de dinero en efectivo que va a parar al bolsillo de los políticos corruptos luego lo pagan de alguna manera los consumidores finales de bienes y servicios.

Sólo hay dos formas de enfrentarse a este problema. La primera es la información descarnada. De la misma manera que, cuando compra una cajetilla, al fumador se le comunica que acaba de acortar su vida porque el tabaco produce cáncer, enfisema, irritación de las vías respiratorias y de las encías, etcétera, la sociedad debe hacer patente cuáles son las consecuencias de todo gasto público, como tratan de hacer, sin mucho éxito, los economistas de la public choice. Es muy importante que la sociedad perciba que no hay dispendio bueno, aunque algunos se beneficien a corto plazo.

La otra manera pasa por generar candados constitucionales e impedimentos legislativos blindados para combatir la tentación al malgasto. Si los presupuestos se hicieran inflexibles, si se pusieran límites legales al porcentaje de empleados públicos (y a sus salarios) y si cada gasto tuviera que ser aprobado por un contralor elegido para esa amarga función de impedir los excesos y la prodigalidad, probablemente el elector tendría la tentación de respaldar a los buenos políticos y no a los que más incurren en los míticos gastos sociales.

En nuestro sistema democrático, la idea de que existe y se percibe un bien común es una falacia. Lo que existen son intereses particulares, defendidos a dentelladas por los grupos de presión con algún acceso al poder. Es triste, sí, pero mejor será que lo tengamos en cuenta.

 

© Firmas Press

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