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El antisemitismo hace sesenta años y ahora

Escrito en 1995 y actualizado en víspera de Yom Kippur de 2003.

Tenía yo trece cuando un oficial nazi alemán, ayudado por colaboracionistas polacos y ucranianos, asesinó a mis padres. Ocurrió el 8 de diciembre de 1943 en la localidad llamada Gluboczek, en la Galitzia Oriental. Mataron a mis padres disparándoles en la nuca, pero conmigo, por ser pequeño, no gastaron balas. Me golpearon e hirieron como si yo fuera un saco de entrenamiento para bayonetas y todavía tengo cicatrices de las bayonetas alemanas en todo el cuerpo. Cuando se marcharon me levanté. Mis padres yacían inertes. Guiado por el instinto de conservación, me dirigí a un lugar donde sabía que encontraría algunos familiares. Era una noche oscura y fría, con temperaturas bajo cero. Nevaba. Corrí descalzo. Mis familiares me cuidaron, me curaron las heridas y compartieron conmigo la escasa comida que tenían. Durante meses no comí ni bebí nada caliente. Seguí viviendo, escondiéndome en las montañas y los bosques, hasta la llegada del Ejército Rojo, que nos liberó en abril de 1944.

Nunca regresé al lugar donde nací, que fue el hogar de mis antepasados durante más de 1.000 años. Nací en Czortkow, distrito de Tarnopol en la provincia de Lvov. Mis padres tenían un negocio de granos, un molino y almacenes. Lo único que quedó de todo aquello, fantasmagórico para mí, es el horror de lo ocurrido. Nunca quise regresar, ni mirar hacia atrás, ni guardar la llave de mi casa, para no enfrentarme con una sociedad ni con un entorno que fueron, con pocas excepciones activas y pasivas, asesinos y cómplices del dolor y la destrucción de mi pueblo.

Cuando nací me pusieron de nombre Konrad, una figura mitológica en la cultura germano-polaca, y mi apellido es Cohen, que en castellano significa sacerdote. Cambié mi nombre por el de mi padre, Yaacov, para honrar su memoria. Con ello también cortaba simbólicamente los lazos con la cultura germano-polaca, en la que mi padre había empezado a educarme y formarme.

Guiado más por el instinto que por la razón, decidí dejar la Europa de la persecución y la muerte y tratar de iniciar una nueva vida en un Estado judío, que por entonces era todavía un sueño. Odiaba al fascismo y a todo tipo de dictadura, y desconfiaba del comunismo que comenzaba a imponerse en Europa Oriental.

Después de la guerra dejé a mis familiares para marcharme solo hacia Israel, a través de Polonia, Austria, Alemania y Francia. Zarpamos desde Marsella, en un barco de huérfanos, hacia Israel. Participé en la Guerra de la Independencia, en la que 6.000 israelíes cayeron en defensa de nuestra vida frente a seis ejércitos árabes, que nos atacaron en 1948. Luego vinieron otras guerras. He visto demasiados muertos y heridos. Sin duda estos episodios han marcado mi vida, como las de tantos israelíes de mi generación. Sobrevivir el Holocausto y vivir día tras día en la lucha por la supervivencia de Israel, desde la escuela pasando por la universidad, el servicio militar y el cuerpo diplomático de mi país ha influido de modo determinante en la visión del mundo. Por ello me permito apuntar algunas de mis opiniones y reflexiones en torno al problema del antisemitismo, sesenta años después de Auschwitz.

En la Europa medieval fuimos testigos del ciego antijudaísmo de los cruzados, con su terrible saldo de muertos, de las expulsiones de Inglaterra y de Francia, de las matanzas en todo el continente durante la epidemia de peste de 1348, de innumerables revueltas, instigadas por el clero y la nobleza, acompañadas o no de falsas acusaciones, pero que siempre significaban muerte y destrucción para los judíos, de las conversiones forzosas y las atroces persecuciones en España en 1391, del establecimiento de la Inquisición en España, donde persiguió implacablemente a los conversos sospechosos de criptojudaísmo, estigmatizando durante siglos a los descendientes de judíos (todavía perduran celebraciones, festividades y actos religiosos en los que año tras año se repiten historias y frases de marcado carácter antijudío), hasta la expulsión en 1492 de la población judía de España, la mayor de Europa en aquel entonces, y más tarde de Portugal. La Edad Moderna está también marcada por las expulsiones y las persecuciones en Europa Central y Oriental, de las que basta con mencionar las sangrientas matanzas perpetradas por los cosacos a mediados del siglo XVII. En la Rusia de los zares, los pogromos se suceden incesantemente hasta la Revolución bolchevique. En Europa Occidental tampoco están ausentes esos sentimientos. En 1894 se inicia en la misma Francia que enarbola la consigna de la igualdad el proceso Dreyfuss, que pone de manifiesto el profundo arraigo del antisemitismo, aun en los países donde los judíos gozaban de plenos derechos. El régimen soviético no tardo en adoptar las prácticas antijudías, con la implacable persecución de la religión, la lengua y la cultura de los judíos y las purgas de Stalin, que se cebaron especialmente en los médicos e intelectuales judíos.

Dos mil años de prédica de desprecio al judío desde el púlpito, calumnias de toda índole, instrumentalización política y social del odio a lo diferente y teorías pseudocientíficas para demostrar la desigualdad racial han obnubilado la razón y los sentimientos de las sociedades europeas, que acabaron por considerar normal, una generación tras otra, conversiones forzosas, el confinamiento en guetos, las expulsiones y el asesinato de ancianos, mujeres y niños como lo hacen hoy los palestinos. La historia de Europa está manchada por la sangre y el sufrimiento de los judíos. El exterminio perpetrado por la Alemania de Hitler, con la complicidad de otros pueblos, sociedades y naciones, fue posible por el arraigo de los sentimientos antijudíos. Las puertas de los países libres y neutrales de Europa y del resto del mundo permanecieron prácticamente cerradas para los refugiados que trataban de huir de la barbarie europea.

Al cabo de sesenta años siguen vivos en mi mente los mismos interrogantes de entonces: ¿por qué los países libres y neutrales se negaron a acoger a los refugiados?, ¿por qué no bombardearon los campos de exterminio o las vías de acceso a ellos?, ¿por qué no permitió Inglaterra la emigración de judíos a la Tierra de Israel, con lo que se hubieran salvado tantas vidas?

En Francia, Bélgica, Rusia, Alemania y España vuelven a resonar los mismos gritos de odio e intolerancia que cundieron por Europa hace 60 años. Hoy, 6 décadas después de Auschwitz, se difunde en los medios de comunicación y en las universidades la negación de la existencia del Holocausto judío. Sí, de acuerdo, esas voces son de una minoría, como lo eran las de los nazis hasta que accedieron al poder por vías absolutamente legales.

Apenas 60 años después del peor desastre que vivió Europa, resurgen vigorosos los mismos sentimientos que hicieron posible tanta muerte y tanto dolor: el antijudaísmo exacerbado, la xenofobia, el racismo, el antisionismo, el odio al otro. Para mí, como sobreviviente del Holocausto judío, en el que los europeos aniquilaron a una tercera parte de mi nación, las declaraciones de compresión y solidaridad sólo tienen sentido si van más allá de lo meramente protocolario y declarativo, y sirven como catalizadores para la reflexión y el examen de conciencia. Las personas, las sociedades, los pueblos y naciones, las iglesias, los intelectuales y científicos, han de hacer un examen de conciencia, individual y colectivo, sobre las propias responsabilidades, pasadas y presentes, ante la barbarie y el odio. La repetida declaración de "mea culpa" de los obispos alemanes y polacos por el silencio que guardaron ante el Holocausto puede servir de ejemplo.

Los pueblos y Estados democráticos deben invertir grandes esfuerzos para que los jóvenes conozcan las consecuencias nefastas de las ideologías del odio. En el ámbito de la educación hay que enseñar los peligros que acechan en todas las doctrinas como las que llevaron a la Alemania "civilizada" de Goethe, Beethoven y Schiller y a la Polonia de Sienkiewicz y de Chopin a Auschwitz. Espero que los gobiernos de Europa Central y Occidental, donde ha resurgido con más fuerza los grupos antijudíos, constituidos a veces por personas que ni siquiera han visto un judío en su vida, se den cuenta de su deber de combatir, mediante la educación y la ley, los brotes de radicalismo y extremismo.

Los gobiernos y parlamentos de Europa deben tener conciencia de la importancia de introducir leyes destinadas a combatir cualquier forma de racismo, xenofobia y antisemitismo, para perseguir a los autores de actos antisemitas y acabar con el vacío jurídico que permite a grupos musulmanes integristas, apoyados por elementos nazis y neonazis en Francia, Bélgica, España y otros países, continuar con sus actividades y ampararse en los principios de las libertades de expresión, opinión o reunión.

Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se conoció el horror del Holocausto, las ideas antisemitas/antijudías quedaron por un tiempo deslegitimadas en Europa. Sin embargo, amplios sectores de la izquierda y de los sectores denominados progresistas europeos adoptaron las doctrinas antisionistas defendidas por los comunistas de Stalin y por los árabes. Los antisionistas de hoy recurren a los mismos argumentos de los antisemitas de ayer y de los integristas islámicos: el Estado de Israel no tiene derecho a la existencia, cualquier decisión del Gobierno de Israel es intrínsecamente mala. La defensa a ultranza de la causa palestina, una de las banderas de la izquierda en las últimas décadas, acabó por legitimar el asesinato de niños, ancianos y mujeres judíos e israelíes a manos del terrorismo palestino denominado resistencia. Sión, una de las colinas que rodean a Jerusalén, le da el nombre al movimiento nacional judío, el sionismo, cuya única meta era y sigue siendo tener una patria para vivir en paz. Quienes cuestionan el derecho de Israel a la existencia, quienes equiparan el sionismo al racismo y consideran legítimo poner una bomba en un autobús, un restaurante, una sinagoga o una escuela de niños judíos, quienes llaman guerrilleros, miembros de la resistencia y kamikazes a los terroristas, esconden bajo su antisionismo de hoy el antisemitismo de ayer. Los antisemitas transfieren hoy el antiguo odio al judío individual hacia el colectivo judío, representado por el Estado de Israel.

Todo intento de equiparar las reacciones del Gobierno de Israel y de sus Fuerzas Armadas a los actos criminales de los palestinos que las provocaron, es un craso error. Es evidente que ninguno de los jóvenes judíos, ya sean hombres o mujeres, educados en el respecto al supremo valor de la vida humana, han entrado en un autobús o un restaurante palestinos para matarse con una bomba y exterminar árabes. Ninguna mujer judía se ha acercado al cochecito de un bebé para matarlo junto con sus padres y pequeños hermanos y hermanas. Esto es exactamente lo que hizo una joven abogada palestina, Hanadi Tayssir Jaradat, en vísperas de Yom Kippur de 2003. Ella mató familias enteras, con niños pequeños, por ser judíos y en nombre de la ideología de odio en la que se educó desde su ingreso en la universidad, una institución que cuenta, entre otras fuentes, con el apoyo financiero de la UE y del gobierno español. La ideología nazi que otorgó legitimidad al exterminio de 1 millón de niños pequeños por ser judíos es la misma que impera en las escuelas, las universidades y las calles palestinas, y no sólo en el seno de las organizaciones terroristas que se enorgullecen de haber iniciado la ola de secuestros de aviones de pasajeros y personas y de ataques suicidas con fines ideológicos, y de haber inculcado esos "valores" a las masas musulmanas.

Quien intente comparar el asesinato de niños con los intentos de represalia contra los asesinos, verdaderas bombas de tiempo humanas, con el pretexto de que se trata de una lucha en defensa de derechos o provocada por la situación económica, no sólo está equivocado, sino que intencionadamente induce a error.

Los antisionistas de hoy vierten lágrimas de cocodrilo en memoria de los judíos muertos, pero al mismo tiempo les niegan a los judíos vivos el derecho a defenderse y a vivir en paz y seguridad.

Hace casi 60 años se apagaron los hornos crematorios de Auschwitz, unos tres años más tarde nacía el Estado de Israel. Nosotros, las generación del Holocausto y la redención, y yo mismo, sobreviviente de aquel infierno, supimos mirar a la muerte cara a cara, tratando de encontrar un nuevo destino como hombres y mujeres libres, desarrollando plenamente nuestra cultura, lengua, religión y valores. Cuando en los primeros años de sus existencia Israel se encontró con los sobrevivientes, entendió que la única garantía de que lo que había ocurrido en Europa no se repitiera jamás sería nuestra voluntad de defendernos, nuestra unidad y fortaleza espiritual dentro de un Estado de Israel fuerte, con fronteras reconocidas y defendibles, un Estado libre e independiente que no olvida ni subestima jamás el peligro de aquellas doctrinas y corrientes de odio y exterminio que hoy, como ayer, amenazan nuestro futuro. Quien no entienda esto, tampoco podrá comprender lo que significa el Estado de Israel para los sobrevivientes del Holocausto o para los sefardíes descendientes de los expulsados (que en su mayoría viven hoy en Israel) y el derecho que tienen a vivir en paz y seguridad.

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