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DRAGONES Y MAZMORRAS

Arlesiana

Acabo de regresar de Arles, ciudad antigua y señorial, más conocida por haber sufrido Van Gogh lo suyo en ella que por sus bien conservados vestigios romanos y románicos.

Aquí abro un paréntesis para comentar que visitando la iglesia de San Trófimo, patrono de la ciudad, mi compañera Aline Shulman, una hispanizante —como gustan llamarse a sí mismos los traductores franceses de español— que ha traducido ni más ni menos que Don Quijote y está ocupándose ahora de La Celestina, me mostró el claustro de la Iglesia, casi excusándose por no estar a la altura de “vuestro maravilloso Santo Domingo de Silos y todas las maravillas que tenéis en España”. No le faltaba razón en este caso, pero exageraba en muchas otros cuya pormenorizada comparación alargaría mi crónica, y si les cuento esto es para que vean cómo han cambiado las cosas desde las épocas, no demasiado remotas, en que los franceses creían que los “castillos en España” eran producto de la imaginación desbocada de ciertos autores románticos.

Me encontraba en esa maravillosa región provenzal, donde mana leche y miel, amén de aceite, y donde las ovejas merinas (importadas antaño de España), los caballos y los toros, pastan a placer en la dilatada región de La Camarga, para cumplir con la segunda y última etapa de mi peregrinaje otoñal y traductivo, iniciado como saben mis lectores en la más agreste, aunque no menos hermosa ciudad de Tarazona. Si en la villa mudéjar se celebraban diez años de Encuentros de traducción literaria, en la galo-romana estaban a punto de cumplir veinte años de cenáculos (lo harán el año que viene), lo que la convierte en indiscutible pionera. Y la verdad es que en este punto no quiero comparar para no ser tachada de afrancesada y, lo que es más grave, de antipatriota. Contaré solamente que este año versaban los encuentros arlesianos sobre la literatura criolla, en su acepción de mestiza y, mientras leía a la vuelta, en el tren, una novela de Coetzee titulada Desgracia que me compré en la estación, comprendí que el concepto, para ser políticamente correcto, tenía que excluir los casos en que, como ocurre con este autor, la influencia de la otra cultura se expresa en términos poco amables. Y es que, de acuerdo con el concepto edulcorado que tenemos de la famosa convivencia intracultural se supone que las influencias que se derivan de ella han de ser suma y no, como ocurre desgraciadamente muchas veces, ominosa resta. Enriquece el viaje, no el pupilaje ni el ultraje.

Y creo que esto es lo que experimenté cuando en ruta, mientras hacía el trayecto en coche desde Barcelona, oí en la radio un programa en catalán —idioma que entiendo casi a la perfección aunque sea incapaz de hablarlo ni a solas— conducido por el escritor y periodista Joan Barril, en el que, además de hablar de cosas tan apasionantes como la homosexualidad cuartelera, se mencionaba una revista de poesía, publicada si no entendí mal en Buenos Aires, donde se decía, en español por supuesto, que la mejor poesía mundial se había escrito desde la periferia; por ejemplo, Pessoa, en Lisboa, Cavafis, en “el sur” (sic) y Gabriel Ferraté “en ninguna parte, en esa nación sin estado que se llama Cataluña”. Cuando conté esto a unos amigos franceses que conocían muy bien nuestra enmarañada realidad nacional, se asombraron (y se rieron) lo mismo que yo, aunque con la diferencia de que ellos no sabían quién era Ferraté ni por lo tanto lo ridículo que resultaba compararlo con aquellos poetas. Se rieron, primero por lo de llamar periferia (¿pero respecto a qué?) a Portugal y a Grecia y luego por lo de la “nación sin estado”. Sus comentarios me dejaron muy claro lo importante que es para la causa unionista que el nacionalismo catalán (y por supuesto el vasco) porfíen en sus tentaciones imperialistas y miren con avidez la ración francesa de su pequeña tarta. Los franceses son muy suyos y sólo nos apoyarán si en lo de la secesión nos amenazan juntos. Hasta sus fronteras el conflicto para ellos es una “españolada”. Allende los Pirineos, se trata de Europa.

Al día siguiente del final de los Encuentros era 11 de noviembre, fiesta nacional en Francia. Celebraban el armisticio de la Gran Guerra, y no de la Segunda como oí después en una radio española, entre otras cosas porque en esta última no hubo armisticio, sino victoria. Me disponía a emprender mi viaje de vuelta hacia Barcelona y busqué en vano una tienda para comprar viandas, agua, alguna cosa. Sólo encontré una especie de quiosco, y mientras me abastecía de lo necesario para el viaje, pasó delante de nosotros el desfile, triste como no es posible, formado por cuatro ancianos cargados de medallas y las autoridades municipales y espesas, portando banderas y estandartes sin más cortejo que algún niño despistado. El tendero me dijo que iban camino del monumento a los muertos. Le noté displicente, casi enfadado. Acabó confesando que lo consideraba una tontería, un resto absurdo del pasado. “¿A quien le importa ya esa guerra? —dijo— Han pasado ya muchos años y sólo quedan en toda Francia 60 supervivientes”. “Muchos más años han pasado y menos supervivientes hay de la toma de la Bastilla, y bien que celebran ustedes el 14 de julio”, le contesté, a lo que el tendero me replicó, algo picado y altanero: “¡Ah, señora! Eso es muy diferente”. A ver si aprendemos a controlar la historia.


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