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RAJOY TIENE LA PALABRA

Ante el reto de la inmigración

La situación de emergencia económica en que vive España ha sido el tema absolutamente dominante en la campaña electoral. Así debía ser, ya que si no salimos del atolladero no podremos afrontar con éxito ninguno de los retos fundamentales que tenemos planteados como sociedad, entre los que se cuenta la integración de una parte significativa de la gran inmigración llegada durante el boom económico que abruptamente terminó en 2008.


	La situación de emergencia económica en que vive España ha sido el tema absolutamente dominante en la campaña electoral. Así debía ser, ya que si no salimos del atolladero no podremos afrontar con éxito ninguno de los retos fundamentales que tenemos planteados como sociedad, entre los que se cuenta la integración de una parte significativa de la gran inmigración llegada durante el boom económico que abruptamente terminó en 2008.

Poco se ha dicho –y aún menos discutido– sobre la cuestión, pero se trata de un asunto en el que España se juega una parte importante de su futuro. Hemos visto ya en muchos países de Europa Occidental el formidable costo de un fracaso en ese ámbito. Por eso es que España no puede permitirse el lujo de retrasar mucho más el establecimiento de un gran debate sobre la inmigración y sobre la integración de los inmigrantes.

La ola migratoria que ha experimentado el país ha sido extraordinaria. En los últimos quince años llegaron cerca de diez millones de inmigrantes. No todos se han quedado, pero el impacto demográfico ha sido de todas formas considerable. Según el INE, en enero de 2011 residían en España más de 6,6 millones de personas nacidas fuera del territorio nacional, lo que representa nada menos que el 14,1% de la población.

Esta gran inmigración fue un componente inextricable del ciclo de crecimiento económico ya agotado.

El régimen migratorio fomentó una importante inmigración irregular mediante diversos mecanismos de regularización (masiva o individual) y el reconocimiento de facto de los inmigrantes irregulares, a los que se ha permitido el empadronamiento y el acceso a una amplia gama de derechos sociales; de hecho, fuera de los políticos, el único derecho significativo del que han carecido los irregulares es el de trabajar (¡si bien se les ha reconocido, paradójicamente, el de hacer huelga!).

La coyuntura económica ha dado un brusco giro y el flujo migratorio se ha ralentizado de manera notable. El país de las oportunidades se ha transformado en el país del paro masivo, que golpea duramente a los inmigrantes. Según la EPA del tercer trimestre del año, casi el 33% de la población activa extranjera está sin trabajo. Además, nadie augura que la creación de empleo crezca en el corto o medio plazo a unos ritmos que posibiliten la resolución de este grave problema.

Este cambio de escenario afecta también a los hijos de los inmigrantes, crecidos o nacidos en España. Sus expectativas de una rápida incorporación al mercado laboral –coincidentes con la finalidad prioritaria del proyecto migratorio de sus padres– se han visto frustradas por un paro juvenil exorbitante. La situación para este grupo de individuos es harto complicada, toda vez que tienen unos altísimos niveles de abandono escolar (según un estudio de Fedea, a los 21 años sólo queda una décima parte de ellos en el sistema educativo, frente al 50% de los jóvenes autóctonos o de origen no inmigrante) y que su rendimiento académico es significativamente inferior a los de los jóvenes de origen español.

Hemos visto en otros países de Europa cómo la segunda o incluso la tercera generación pueden reaccionar cuando la movilidad social ascendente se interrumpe y los sueños de progreso se transforman en una vida inmersa en la marginalidad y, a veces, en la radicalización antisistema o simplemente nihilista.

Quien crea que esto no puede pasar en España está jugando con fuego, así de simple.

La situación que estamos viviendo en España no es algo que carezca de precedentes. Durante la posguerra, el norte de Europa vivió unas décadas de gran crecimiento económico que en parte descansaron en un fuerte flujo migratorio. Fueron años felices en los que todo parecía fácil. Había trabajo en abundancia y nadie podía imaginar el cambio radical que sobrevendría en los años 70, cuando el pleno empleo dio paso a unos altos niveles de paro y la convivencia entre autóctonos e inmigrantes comenzó a enrarecerse. Para muchos inmigrantes, así como para sus descendientes, el resultado fue una fuerte exclusión laboral y social. Se pasó así de la incorporación productiva a la exclusión y a la dependencia de los subsidios públicos, de la movilidad social a la frustrante marginación del suburbio, que se iba segregando, degradando y convirtiendo en un gueto de pobreza y separación étnica. Los valores que cohesionaban a las sociedades en torno al trabajo, la legalidad, la tolerancia y la civilidad se fueron trocando en antivalores, apenas recubiertos por una retórica política o religiosa cada vez más agresiva.

La experiencia de la Europa septentrional nos muestra lo difícil que es revertir este tipo de situaciones una vez cristalizan en realidades sociales y mentales que ponen a una parte de la sociedad en contra de la otra. Hoy vemos cómo en muchos países con fuerte presencia de inmigrantes desde hace décadas (Francia, Suiza, Austria, Holanda, Escandinavia) se ha consolidado una dialéctica del miedo y el odio que enfrenta a partidos xenófobos y jóvenes inmigrantes asociales.

Estamos ante un momento clave en la evolución de nuestro país. No podemos seguir con una política de inmigración e integración como la actual, es decir, impotente y fragmentaria, sin norte ni coherencia. Todo hace suponer que estamos viviendo un momento similar al que vivieron los países del norte de Europa en los años 70, si bien aquí todo está produciéndose a una velocidad asombrosa. Los niveles de inmigración que el norte de Europa alcanzó en treinta o cuarenta años se alcanzaron aquí en apenas una década, y el paso del empleo abundante al alto desempleo ha sido aquí mucho más abrupto y severo. Por tanto, el tiempo de que se dispone antes de que se enrarezca el clima de convivencia puede ser también mucho más breve.

Confiar a la mera ilusión o a la magia el mantenimiento de la convivencia no parece lo más recomendable: en materias de inmigración, no actuar a tiempo equivale a correr el riesgo de tener que afrontar procesos difícilmente reversibles, que terminan afectando el conjunto de la sociedad.

Por ello, es de esperar que el Gobierno que surja del 20-N asuma sin tardanza la gran tarea de definir y llevar a la práctica una política nacional e integral de inmigración e integración. Mariano Rajoy tiene la palabra

 

MAURICIO ROJAS, exdiputado sueco de origen chileno, profesor adjunto de la Universidad de Lund (Suecia).

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