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AL MICROSCOPIO

Analfabetos a conciencia

"Todo lo que ignoro lo aprendí viendo la televisión" , dijo Chumi Chumez con despiadada acidez, antes siquiera de haber conocido los planes impositivos que algunos sabios han ideado para arreglar el problema nacional catódico. La máxima se me ha revelado profética en el último par de semanas: tiempo de vacaciones que uno aprovecha para darle al zapeo más de la cuenta.

Sólo 14 días, una muestra de dos o tres cadenas públicas y un sistema de rastreo absolutamente aleatorio son suficientes para toparse con una inquietante sucesión de desatinos, manipulaciones, gazmoñerías y directos fraudes que pueblan la programación de los distintos entes públicos, en lo referente a información científica y técnica, sin que ningún comité de eméritos parezca preocuparse en exceso.
 
Por supuesto, no es menor en las cadenas privadas, pero este caso ya se antoja perdido para siempre. En su libro VII de Las Leyes, Platón ya daba cuenta de su definición de un concepto que hoy es más actual que nunca, el "analfabetismo científico", y lo hacía al observar con admiración la preparación en temas de cálculo y astronomía que exhibían los niños egipcios en comparación con los helenos. Para él, "el hombre que no supiera discernir el uno, el dos y el tres, los pares de los impares, que no fuera capaz de medir el día de la noche o careciera de experiencia acerca de las revoluciones de la Luna y el Sol y los demás astros..." no era digno de considerarse libre. ¿Cuántos podríamos hoy, llamarnos libres, si atendemos a la cultura científica que transmiten nuestras televisiones, único medio de recepción de conocimientos para miles de ciudadanos?
 
Brillando con sutil pixelado de colores primarios aparece, por ejemplo, la inconfundible voz de JJ Benítez, proyectada en medio de la calurosa noche en la televisión pública nacional. Este afamado y millonario creador de mitos nos "ilustra" sobre la ciencia de la estrella de Belén y afirma sin pudor que "no le cabe ninguna duda de que a los Magos de Oriente los guió un objeto artificial". ¿Quizás una nave marciana? Casi es preferible no pensar siquiera en el grado de credibilidad del que disfrutan estos programas que cuentan como aliados con ese estado de desarme crítico que los  vapores del verano producen en nuestras mentes. Lo más terrible es comprobar hasta dónde puede llegar la desfachatez argumental de quienes componen estos dislates televisados. Benítez confunde en su texto constantemente términos como alineación, conjunción planetaria, nova, supernova... utiliza literatura pseudocientífica ya superada hace décadas y se muestra terriblemente sorprendido de que el resto de los mortales no nos demos cuenta de que "sólo un objeto artificial podría haber guiado a los tres famosos sabios tanto de noche como de día. ¡O es que sólo viajaban de noche!." Probablemente el señor Benítez no esté obligado a saber nada de astronomía y de cómo los viajeros y marineros de todas las épocas se han guiado por los astros, sin necesidad de echar el ancla durante el día y esperar sesteando a que desaparezca una vez más el sol. Pero sí está obligado a mantener un poco más de rigor en un producto que ha vendido por una suculenta cantidad de dinero a un ente público. O, mejor dicho, el ente público está obligado a exigir otro tipo de talla intelectual a los productos que compra con suculentas sumas de dinero de todos los ciudadanos.
 
El problema es que la presencia de la pseudociencia, es decir, de la falsa ciencia, de la ignorancia y el fraude intelectual investidos de apariencia docta, es mucho más sutil que este burdo ejemplo citado. El mundo está "lleno de demonios", como denunció el genial Carl Sagan. Salta otro, por ejemplo, en un documental emitido esta misma semana en Documentos TV de TVE, un programa poco sospechoso de falta de rigor, veterano del periodismo serio y de investigación que en temas de ciencia demostró estar necesitado de más de una ronda de bachillerato. Tratando de investigar sobre la calidad de los alimentos que consumimos en España se ofreció una paupérrima, anticuada y falsa imagen de la modificación genética. Aunque en los asépticos textos no se pretendía exhibir valoración alguna al respecto, el montaje fue tan torticero que el contenido científico sobre transgénicos quedó reducido a un paréntesis entre una larga lista de males que amenazan a nuestros alimentos, a la altura de los venenos, el fraude comercial o los colorantes artificiales. Huérfano de opinión solvente, la única valoración sobre el tema la esgrimían activistas de Greenpeace, esa organización cuya credibilidad científica es una variable que tiende a cero. Al espectador avisado no le cupo ninguna duda de que la intención del montaje era denostar a la ciencia de la biotecnología en la línea del ecologismo más indocumentado. ¿Pero y al resto de los espectadores? ¿Se acostaron aquella noche convencidos de que la transgénesis es el nuevo jinete del Apocalipsis? ¿Comerían algo al día siguiente o se convertirían a la secta de los veganos, dispuestos a hartarse de  lechuga fresca con tal de no caer en las horrendas garras de los científicos y sus laboratorios multinacionales del veneno?
 
Los autores del documental, ¿manipularon conscientemente la información para dar su opinión anticientífica del tema, o simplemente cayeron presas de su propia falta de preparación en cuestiones biotecnológicas? No sé que opción espanta más.
 
El analfabetismo científico es un problema que se hace más grave cuanto más desarrollada es una sociedad. En un mundo primitivo, en el que las decisiones más importantes que ciudadanos y gobernantes han de tomar se limitan a la mera supervivencia, poco importa que los unos y los otros conozcan las claves técnicas que rigen el comportamiento de la naturaleza. Pero en pleno siglo XXI, buena parte de las decisiones de los Consejos de Administración de las Empresas y de los Consejos de Ministros y Parlamentos tienen que ver con la ciencia. En los últimos meses España ha tenido que optar por una legislación u otra en temas como los alimentos modificados, el trasvase del Ebro, la fertilización artificial, la congelación de embriones, las indemnizaciones por catástrofes ecológicas, las becas a la investigación científica, la observancia del protocolo de Kyoto... Pronto habrá de decidirse sobre la moratoria nuclear, el uso de células madre, la energía eólica, los delitos ecológicos, la presencia de tecnología española en el espacio... Miles de empresas desarrollan su actividad en algún sector en el que la innovación tecnológica supone la principal fuente de competitividad.
 
¿Estamos seguros de que nuestros ciudadanos están bien informados para entender estas decisiones, para adquirir esos productos...?
 
En el último Consejo de Ministros antes de las vacaciones veraniegas, el Gobierno ha aumentado por Ley el número de embriones que se pueden obtener en cada intento de fecundación artificial. El PP había limitado este número a tres, con el fin de reducir el tremendo problema del excedente de embriones congelados no usados que inundan nuestros laboratorios. La decisión derogatoria, tomada casi con nocturnidad, es de vital importancia para el futuro de la investigación biotecnológica, de las clínicas de fertilización y de las mujeres infértiles. ¿De verdad se ha realizado un seguimiento digno en nuestros medios, con sus pros y sus contras, con sus caras y sus cruces...? ¿Hay profesionales de la comunicación capaces de hacerlo? ¿Hay espectadores suficientes capaces de entenderlo?
 
En el mundo real, hay profesionales de la ciencia y la tecnología que se juegan sus sueldos, sus desvelos y, a veces, sus vidas;  empresas que dedican todos sus esfuerzos;  Gobiernos que se desgañitan en legislar sobre temas como el aborto, la seguridad de las líneas aéreas, los aditivos alimentarios, los derechos de los animales, el cuidado de los enfermos mentales, las radiaciones, la contaminación, la televisión digital, el uso de Internet, la tutela de los niños, la adicción, la autorización de medicamentos, las inversiones en investigación contra el sida o el cáncer, las antenas de telefonía móvil, los submarinos nucleares...
 
En el mundo virtual de la televisión la palabra ciencia viene pegada a programas sobre las caras de Velmez, la bruja Lola, la invasión de marcianos, el misterio extraterrestre de las Pirámides, las telequinesia y la curación mediante menudillos de pollo... Y desde las televisiones públicas se ofrece nicho a lo paranormal con triste impunidad. La misma Esperanza Aguirre que se desvela por conservar en su Comunidad Autónoma una ley de Calidad de Enseñanza recientemente asaeteada, permite que en Telemadrid se exhiba la ignorancia pseudocientífica en prime time. Y sin posibilidad de compensación. Harían falta diez bachilleratos de los de antes para deshacer el entuerto que provocan estos programas en la feble cultura científica de los jóvenes.
 
Hubo un tiempo en el que la televisión pública contaba con nombres como Ramón Sánchez Ocaña, Manuel Toharia, Luis Miravilles, Félix Rodríguez de la Fuente, Carl Sagan, Antonio López Campillo, con programas como Horizontes, Alcores, Última Frontera, A ciencia cierta, Más vale prevenir, Cosmos... Hoy los entes públicos dan cobijo a otro tipo de "entes": la pléyade de buscadores de extraterrestres y formuladores de misterios sin resolver que, lo único que tienen de misterioso es el mecanismo por el que se "la han colado" al responsable de programación de turno.
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