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DIGRESIONES HISTÓRICAS

Alcalá-Zamora y Largo Caballero

Largo había preparado la guerra civil en 1934. En 1936 aspiraba a aplicar su programa revolucionario mediante el acoso al gobierno de su aliado Azaña, para sustituirle sin riesgo de una nueva insurrección. Nada de lo último habría podido hacer si Alcalá-Zamora no le hubiera abierto el camino.

En abril de 1936, el Parlamento dominado por las izquierdas destituyó a Alcalá-Zamora de la presidencia de la república. En sus Memorias el así depuesto escribe: “El voto para mí más doloroso y sorprendente fue el de Besteiro. Enfermo en cama y de algún cuidado, me enviaba recados a diario aconsejándome y rogándome que sufriera todas las vilezas, injusticias y amenazas sin dimitir, pues mi presencia en la jefatura del Estado era indispensable para el país, la República y la libertad. Se levantó con riesgo de su salud para ir a votar destituyéndome. De un hombre con otra ética y seriedad menor habría tenido que sospechar, ante conducta de tamaña contradicción, una burla de pésimo gusto. En Besteiro esto era inconcebible: sus recados eran sinceros y su voto fue coaccionado por la invocación a la férrea disciplina de partido”.

Episodios como éste muestran la actitud de lo que algunos han querido llamar una “tercera España”, opuesta a la supuesta furia fratricida de las otras dos. Sin embargo, se trata de un espejismo. Las figuras de Besteiro y de Alcalá-Zamora no son fácilmente asimilables, y lo que tienen en común es una extraordinaria debilidad política y en parte también moral. Besteiro es, desde luego, la figura más noble y moderada de la izquierda de aquellos años, único dirigente de primera fila opuesto a la aventura bolchevique de 1934, y después al extremismo persistente en el partido. Pero no fue capaz de obrar con resolución frente a quienes vulneraban las normas internas del partido, a las que él se sometía en cambio, guiado por un escrúpulo moral probablemente excesivo en tales circunstancias. Cuando fracasó la revolución de octubre del 34, tuvo la ocasión de imponer en el PSOE una línea democrática, pues la desastrosa experiencia había demostrado a qué podían conducir aquellas aventuras. Pero fue inmediatamente rebasado por una feroz campaña que le presentaba como cómplice del terror derechista contra los insurrectos, un terror en gran parte inventado o enormemente exagerado. Cayó en la trampa y se puso a colaborar “contra la represión”, perdiendo su oportunidad, aunque debe admitirse la dificultad de aprovecharla, ante el clima de exacerbado sentimentalismo creado en torno al inventado “terror”.

Y en 1936, después del triunfo del Frente Popular, ni él ni Alcalá-Zamora tenían la menor fuerza para oponerse al triunfante impulso revolucionario de las izquierdas, a sus “vilezas, injusticias y amenazas”. Ciertamente, en aquellas circunstancias Alcalá-Zamora representaba un factor de moderación, que las izquierdas querían eliminar, destituyéndolo. Y así lo hicieron, arrastrando incluso a Besteiro, sumiso a la disciplina de partido pese a su muy clara visión de que aquella destitución constituía una nueva y larga zancada hacia la guerra civil. Pero si a Besteiro, con todo, no puede considerársele en absoluto responsable de la guerra, habiendo actuado más bien como Casandra, ocurre algo muy distinto con Alcalá-Zamora.

Un aspecto profundamente ilegítimo de la destitución de éste es que las izquierdas liquidaban políticamente a su máximo benefactor, a quien les había facilitado la victoria electoral. La otra cara de la moneda era que el citado había abierto las puertas a la revolución, y la había abierto siendo él mismo católico y conservador. En octubre del 34, las izquierdas habían intentado en vano expulsar y aplastar a la derecha, pero fue él quien redondeó la faena. Para ello usó sus prerrogativas constitucionales de manera arbitraria y a duras penas legal, y, primero, redujo a cenizas al moderado partido de Lerroux, y a continuación expulsó del poder a la también moderada CEDA, cortando por la mitad su periodo de gobierno e impidiéndole aplicar ninguna de sus medidas, bien enfocadas en general, para superar la crisis del momento. Y lo hizo con dos designios completamente irrealistas: el de aprovechar los votos del partido de Lerroux, a quien había contribuido a destruir políticamente, para formar un nuevo partido de centro orientado por él, y el de congraciarse con las izquierdas. Lo último respondía a un prurito de “católico progresista”, a quien horrorizaba ser tachado de “reaccionario”, debilidad bien conocida y explotada por las izquierdas, que no cesaban de obsequiarle con tal adjetivo.

Nada logró. El nuevo partido de centro, improvisado por su agente Portela Valladares, se hundió en las elecciones de febrero del 36, y las izquierdas concibieron el más profundo de los desprecios hacia su oficioso benefactor. La obsequiosidad del presidente hacia las izquierdas es tanto más asombrosa cuanto que éstas no disimulaban en lo más mínimo sus intenciones. Largo Caballero, líder máximo de la revolución de octubre del 34, y absuelto en el juicio por una justicia extravagante, había salido de la cárcel reafirmándose en todas las ideas que le habían llevado a intentar la guerra civil, y volviendo a convertirse en el hombre más popular de las izquierdas, “el Lenin español”. Y desde él hasta Azaña, toda la izquierda se volcaba en la campaña sobre el supuesto terror derechista en Asturias, eje de toda su propaganda y de la unión política que dio lugar al Frente Popular. El programa de éste, a menudo presentado como democrático y moderado, simplemente porque no llegaba a propugnar la revolución obrerista, perseguía excluir para siempre a la derecha del poder, y tenía un contenido abiertamente revanchista contra quienes, en octubre del 34, habían defendido la legalidad republicana y la democracia.

Alcalá-Zamora se había mostrado en extremo riguroso ante cualquier atisbo de vulneración legal por parte de la derecha, pero, al ganar el Frente Popular, adoptó una línea de sometimiento, sin bien resentido y con protestas menores, de las que Azaña se burlaba, humillándole sin reparo en los consejos de ministros, como señala el mismo alcalaíno. Y así durante un mes y medio, hasta que le dieron el puntapié definitivo. En cierto sentido le hicieron un favor: abreviaron sus sufrimientos y humillaciones y le alejaron en apariencia de la responsabilidad por la reanudación de la guerra en julio.

Largo había preparado, insistamos en que textual y deliberadamente, la guerra civil en 1934. En 1936 aspiraba a aplicar su programa revolucionario mediante el acoso al gobierno de su aliado Azaña, para sustituirle sin riesgo de una nueva insurrección. Nada de lo último habría podido hacer si Alcalá-Zamora no le hubiera abierto el camino. Éste, en sus memorias, muestra una actitud casi amistosa hacia Largo, pero el líder socialista lo trata con el mayor desdén: “Fue doblemente traidor, a la Monarquía y a la República”.



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