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FIGURAS DE PAPEL

Acuarelas del Mediterráneo y cuentos borgeanos

Escribir es, ya se sabe, un arte solitario y personal. Hallar el tema es motivo de, al menos, dos preguntas: ¿es cosa del azar o experimentado cálculo? Generalmente, los escritores suelen carecer de una perspectiva fijada de antemano y, al respecto, Elizabeth Bowen solía afirmar, de una manera un tanto afectada, que “el escritor es un alumno desatento en el aula de la vida”.

Evelyn Waugh (1903/1966) bien podría, de todas maneras, haber contestado aquellas dos preguntas con el mismo gesto afirmativo de su rubia cabeza de ensortijados cabellos. Sí: azar y cálculo. Tempranamente aficionado a la literatura, paseó una (aparente) mirada errabunda sobre la sociedad de su tiempo y, con afilada escritura, debutó con la novela Decadencia y caída, en 1928. Le siguió otra no menos rotunda y eficaz, Cuerpos viles, dos años más tarde. Y, tras un rápido reconocimiento, decidió hacer un paréntesis. Lo hizo para escribir un libro de viajes. Lo tituló Etiquetas, que acaba de ser reeditado. Afortunadamente, luego dio a conocer otros libros en este género donde descollara, contando sus paseatas por el mundo, y naturalmente escribió algunas novelas que le convirtieron en el escritor inimitable en su generación.

Evelyn Waugh escogió el título de Etiquetas para este libro porque, según sus palabras, “todos los lugares que visité durante mi viaje ya están completamente etiquetados”. De esa manera, en febrero de 1929 (“Londres estaba exánime y aterido”, escribe), inició un crucero por el Mediterráneo, que lo llevó desde Europa a Oriente Próximo, al norte de África, mientras iba observando a los porteadores egipcios, los sacerdotes italianos y los mercaderes marroquíes, atrapando el color local, pero yendo, siempre, algo más allá de las fachadas.

Las estampas, las acuarelas que pinta con palabras, en este libro, son deliciosas. En París se conduele, sarcástico, por los corazones que se aceleran bajo “manchados delantales de pintura”, ante el llamado de la actividad artística. Suele ser impiadoso con algunos artistas y, entonces, cuenta que vio “una cabeza confeccionada con alambre blanco, de forma y carácter tan insignificantes, tan monótona, aburrida e inadecuada que sugería el esqueleto del busto de un frenólogo”. Era “Tete: dessin dans l’espace”, de Jean Cocteau.

Las estampas de Montmartre son vívidas. Y en Nápoles observa que la frase de Baedaker (“siempre excesivo y a menudo, abusivo”) podría aplicarse a los napolitanos. En Malta percibe que “la influencia inglesa ha sido trivial” y observa Atenas bajo un hechizo (“Cuando entramos, tras la puesta del sol, el puerto estaba inundado de luz rojiza”). Por cierto, Corfú le dicta meditaciones como esta: “No logro entender por qué los ricos se instalan en la Riviera francesa cuando quedan en el mundo lugares como Corfú”. En fin, para ofrecer un ejemplo más, digamos que en Barcelona, deslumbrado por Gaudí, afirma que se quedaría mucho más tiempo, sólo para seguir descubriendo gaudíes.

Ciertamente, la variopinta vida del crucero resulta un manjar en sus manos. Y entre tantas criaturas sugestivas, hallamos un “pasajero especialmente interesante”, es decir, “la viuda de edad mediana”. De ellas, termina diciendo: “No creo que a esos viajeros más felices decepcione jamás nada de lo que ven. Regresan al barco después de cada expedición con los ojos brillantes...”. (Aquí recordé un delicioso relato de Waugh, leído hace años, llamado “Crucero”).

El novelista está siempre presente en este fruitivo libro y, por esa razón, advertimos que aún queda arte y aventura en sus viajes. Evelyn Waugh epitomaba la intolerancia de su época. El ingenio de su intolerancia sigue siendo, hoy, gratamente divertido.

Evelyn Waugh, Etiquetas, Península, Barcelona, 2002.


Singular antología borgeana

La fama de Borges es tan vasta que ha permitido a los editores hacer las cosas más diversas con sus libros. No solamente se han reeditado algunas obras que hubiera preferido no ver impresas, sino que además en ciertas antologías se han quitado (molestos) poemas —por ejemplo, el que escribiera a su esposa Elsa Estete (titulado “Elsa”, firmado en Cambridge en 1977)—, o siguen inéditos algunos como el que escribiera a la muerte de su sobrina nieta Angélica (cuyo original creo tener), mientras se suceden libros que recogen sus escritos publicados en los más diversos medios de prensa.

Pero, una antología como la que tengo en las manos era casi, casi, inimaginable. El libro se llama Cuentos memorables. Y lo curioso es el origen. Hacia julio del año 1935, solicitaron a Borges que escogiera, para la revista “El Hogar”, donde como es notorio escribía sobre libros, un cuento que fuera una “joya de la literatura” para la antología de esa revista familiar. El cuento escogido por Borges fue Donde su fuego nunca se apaga, de May Sinclair, nacido en 1870 en Cheshire, Inglaterra, donde murió en 1946. Borges no se acordó muchas veces más de esta pluma inglesa. Ahora bien, para llegar a escogerlo, hizo una extensa introducción, donde señalaba que bien podría haber seleccionado para esa ocasión otro cuento; por ejemplo, uno de Chesterton, o bien de Stevenson o Kipling, todos ellos autores por los cuales sintió a lo largo de su extensa vida una fiel admiración. Pero, en el mismo introito, Borges destacaba que, ya que no era tan sencilla la tarea, podría haberse inclinado por escoger un cuento de las Mil y una noches (a él le gustaría decir, años después, Las mil noches y una más), o de O’Henry. Y, por qué no una pieza de Poe, o de Conrad —otras de sus eternas devociones—, de Maupassant o el Infante don Juan Manuel.

En fin, como debía escoger uno solo, al final se decidió (borgeana decisión, por cierto) por May Sinclair. Lo que suponemos no pensó fue que, con semejante respuesta, se publicaría, décadas más tarde, esta antología que, dicho de paso, hace justicia con su título a los textos seleccionados: son verdaderamente memorables. En los casos más evidentes, los editores echaron mano de traducciones del propio Borges, como la de El corazón de las tinieblas de Jospeh Conrad, y de otras que realizara junto a Bioy Casares y Silvina Ocampo: el caso de Kipling. El asunto fue algo más complicado con aquellos autores a los cuales Borges solamente mencionó en la “Revista Multicolor de los Sábados”, un suplemento literario cuyo director era, en realidad, Ulyses Petit de Murat y no Borges. Y en otros casos se apeló sencillamente a traducciones que (según aquí se lee) “a nuestro criterio juzgó más apreciadas”. Así de sencillo, para incluir en la antología Bola de sebo de Guy de Maupasant, El escarabajo de oro de Poe, El Dios de los gong de Chesterton, y El jardinero de Rudyard Kipling.

Ciertamente, estos cuentos son piezas maestras del género breve. Borges, más allá del tiempo, y así que pasen los años, no se equivocó al mencionarlos en aquella lejana página de “El Hogar”. Solía decir, recuerdo, que “se lee para el placer, no para el agobio”; en base a ello, escogió estas piezas cuya lectura sigue siendo enriquecedora. Otra cosa, en cambio, es el criterio seguido para atribuir este libro al viejo maestro de las letras iberoamericanas.

Varios Autores, Cuentos Memorables, Punto de Lectura, Buenos Aires 2002.
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