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DRAGONES Y MAZMORRAS

3. Paz en la guerra

Estoy todavía bajo el impacto de la muerte del pintor Eduardo Úrculo, a quien tuve la desgracia de conocer el mismo día de su muerte, en la Residencia de Estudiantes.

La comida, un encuentro con Esperanza Aguirre, candidata a la presidencia de la Comunidad de Madrid, transcurría en un ambiente de gran cordialidad. Se suponía que los comensales teníamos que preguntar y sugerir cosas relacionadas con nuestros respectivos intereses y sectores profesionales. Úrculo, que se había mostrado en todo momento alegre, casi exultante, fue el último en hablar. Se expresó con entera libertad e independencia. Como el comensal anterior había hecho alusión al conflicto –la única por cierto durante todo el almuerzo, pues nadie había sacado a relucir el tema– Úrculo aludió al peligro del terrorismo islámico, y a las casi cuatro mil víctimas que había sumado desde el 11 de septiembre. Elogió la cohesión del Partido Popular en esta crisis y admiró su valor para mantener sus convicciones, pues declaró no entender que les moviera a ello otra cosa. Con estas palabras, terminó el almuerzo y nos disponíamos a marcharnos cuando ocurrió lo que ya todos saben, dejándonos, primero atónitos, y después, sumidos en el mayor desconsuelo.

Pero vuelvo a mi deber de cronista de la sociedad lectora y caigo en la cuenta de que, por culpa de la dichosa guerra, omití incluir un comentario sobre el homenaje a Maria Teresa León, la fiel esposa de Rafael Alberti en Madrid, en el Museo de América. El mini congreso sobre esta activista, también escritora, fue inaugurado por su hija, Aitana Alberti, y su sobrina, Teresa Alberti. Pase que éstas consideren que su madre y tía era un genio, pues la familia es lo primero, pero que un comparatista como Claudio Guillén, a quien le cupo el honor de clausurarlo, quiera hacernos tragar que esa mediocre escritora no se merece el olvido en que está sumida, no es de recibo. Es más, a la luz de su pasado lo más piadoso sería que nadie la recordara, aunque yo me he topado en muchos libros de memorias de destacados intelectuales antifascistas, tanto españoles como extranjeros, algunas alusiones, no muy afortunadas, a su elegante persona.

Durante la guerra, la parejita, me refiero a ella y a Alberti, llevaban, junto a José Bergamín, las riendas de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, que tenía su sede en el requisado palacio de Heredia Spínola, donde ella recibía a todos “como una buena ama de casa”, en palabras de Juan Gil-Albert. Hay muchos testimonios de lo bien que desempeñaba esa labor la refinada escritora, a la que algunos llamaban la “marquesa de Codorniú”, por sus ínfulas de grandeza (la verdad es que ella era eso que en aquella época se llamaba “una señorita” fina y educada) y por la marca del espumoso que servía en esas recepciones, a las que acudieron alguna vez personalidades como Malraux o Louis Aragon. Pero hay un testimonio sobre su vida, anterior a la guerra, procedente de alguien que está por encima de toda sospecha, que pone en entredicho la autenticidad y buena fe revolucionaria de la que, al conocer a Alberti, se convertiría en tan excelente servidora de Moscú. Me refiero a Consuelo Berges, la gran traductora de Stendhal y de Proust, a la que, por cierto, no permitieron en su día corregir la espantosa traducción del primer volumen de En busca del tiempo perdido de Pedro Salinas y hemos tenido que esperar ahora a que Carlos Manzano nos dijera en buen español lo que escribía Proust en excelente francés. Pues bien, en el número 11-12 de 1989-1991, páginas 269-285 de la revista Cuadernos de Traducción e Interpretación, la desaparecida traductora Esther Benítez publicaba una extensa entrevista a Consuelo Berges realizada poco antes de su muerte.

En 1926, Consuelo Berges se marchó a América, acompañando a una parienta que tenia negocios en Perú. Una vez allí, empezó a colaborar en periódicos y revistas y no tardó mucho en marcharse a Argentina. En 1928 estaba en Buenos Aires y trabajaba para un periódico subvencionado por la Embajada Española cuya titularidad ostentaba, en ese momento, Ramiro de Maeztu. Con motivo de esa colaboración, y en su calidad de súbdita española, Consuelo visitaba con frecuencia la Embajada. Un día, al llegar le dicen: “Hay aquí una gran escritora, que está con su marido; tiene publicados dos libros de cuentos y está haciendo aquí una labor de conferencias, etc., etc.” ¿Sabes quién era? –dice Berges a Benítez– María Teresa León, casada entonces con el señorito aquél de Burgos, Gonzalo Sebastián… Y allí estaba María Teresa toda rozagante, toda rubia, toda guapa, y que no salía de la embajada, íntima de Ramiro de Maeztu….

Me pregunto, por mera curiosidad literaria y humana, si habrán hablado de esa etapa en el reciente congreso y si asistieron a él alguno de los hijos o descendientes de su primer matrimonio.
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