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DIGRESIONES HISTÓRICAS

2. Los comunistas y España, según Carr

Las versión que defiende Carr y, todavía, la mayor parte de los historiadores, es, con algunas variaciones, la elaborada por la propaganda staliniana, cuya enorme resistencia a los hechos y capacidad para deformarlos nadie ignora.

No extrañará, por tanto, que las revelaciones de España traicionada —en realidad no revelaciones, sino confirmaciones de cosas bien sabidas, aunque voluntariamente ignoradas por muchos— reboten contra el muro del prejuicio. De acuerdo con esa propaganda, Carr concluye: “Los españoles estaban envueltos en (…) la lucha contra Franco y los militares y clérigos. En ese conflicto, con independencia del recelo que sus intenciones hayan despertado (…) los comunistas fueron las tropas de primera línea”. La primera parte es difícilmente mejorable: no hubo propiamente guerra civil, sino un enfrentamiento entre “los españoles” y Franco más los curas y militares. En la propaganda stalinista tampoco hubo guerra civil, sino de independencia frente a la intervención alemana e italiana apoyada por sus peones españoles, pero en ambas variantes los comunistas fueron los grandes adalides de “los españoles” y su democracia, las “tropas de primera línea”. Chirriante contrasentido que, asombrosamente, no provoca en Carr ninguna vacilación.

El historiador británico no puede hoy, claro, mantener la tesis de la guerra de independencia, porque salta a la vista que ocurrió exactamente al revés: ni Hitler ni Mussolini influyeron ni se inmiscuyeron en los asuntos españoles de modo ni remotamente comparable a como lo hizo Stalin. Éste obtuvo —le fue entregado por el PSOE— el control del grueso de los recursos financieros españoles, convirtiéndose en el amo de los suministros, y por tanto del destino del Frente Popular. También dispuso de completo dominio, como es generalmente reconocido, sobre el partido que pronto se hizo el más poderoso de las izquierdas, el PCE. Además, los asesores soviéticos tuvieron sobre las decisiones y operaciones militares una influencia que jamás lograron en el otro bando los alemanes e italianos; y el ejército izquierdista rompió con el modelo de Azaña para inspirarse en el soviético, desde las insignias y saludos hasta la politización extrema asegurada por los comisarios políticos, pasando por un código disciplinario casi terrorista. En cuanto a la policía secreta staliniana, operó en España al margen del gobierno español, como en una colonia. Los políticos opuestos a la hegemonía comunista, en especial Largo Caballero y Prieto, fueron expulsados del poder (Negrín, en cambio, nunca planteó problemas serios a Stalin). Estos y otros hechos permiten afirmar que el Frente Popular perdió realmente su independencia, cosa no ocurrida en ningún momento al bando nacional. Teniendo en cuenta este dato definitorio, que Carr omite graciosamente, ¿puede sostenerse que los comunistas defendieron la democracia de un pueblo al que empezaron por satelizar?

A ello responde Carr con aparente ingenuidad: “Para Stalin, España fue siempre un peón en el juego diplomático de atraer a Francia y Gran Bretaña hacia un bloque antifascista y antialemán. ¿Realmente quería asumir la responsabilidad de apoyar a un satélite soviético en la otra punta de Europa, dados los peligros que tenía más cerca de casa?” Los esfuerzos —y logros— de Stalin por satelizar a España no admiten la menor duda, pero el prejuicio tiene tal fuerza que no parte de los hechos para poner en cuestión una teoría, sino de la teoría para poner en cuestión los hechos. El planteamiento correcto de la cuestión tendría que ser el contrario: puesto que Stalin satelizó realmente al Frente Popular, ¿puede sostenerse que se limitaba a utilizar a España de peón para atraerse a Francia y Alemania? El mismo Carr admite los hechos, aunque de forma reluctante y parcial, cuando señala: “Para controlar el ejército, los comunistas decidieron destruir a Caballero”. Pero no saca la consecuencia obvia, es decir, que los comunistas —Stalin— estaban en posición de deshacerse nada menos que del jefe del gobierno español, por obstaculizar éste sus designios.

A Stalin, desde luego, la democracia española le importaba tan poco como la francesa o la británica, y sus movimientos tácticos (primero entendimiento con Londres y París, y después con Berlín) no se entienden sin tener en cuenta una concepción estratégica básica: convencido de la inevitabilidad de una próxima “guerra imperialista”, su objetivo era evitar que la misma estallara entre Alemania y la URSS, desviándola hacia una contienda entre Alemania y las potencias occidentales. Pues si ocurría lo primero, el sistema soviético se vendría abajo probablemente; pero en el caso opuesto, Europa quedaría arrasada y abonada para la revolución. La guerra de España le ofrecía la posibilidad de agravar las “contradicciones” entre las democracias y Hitler, y al mismo tiempo la de conseguir un peón en un punto estratégico de occidente. Eran opciones en alguna medida contradictorias, pero la política soviética trató de armonizarlas: dominar al régimen español, por un lado, e incitar a las democracias a intervenir contra los fascismos, por otro. Las democracias también tuvieron en cuenta, seguramente, el mismo problema que Stalin: una guerra en occidente podía dejar a Europa madura para el comunismo. Eso ayuda a explicar su actitud de entonces.

Otro obstáculo al afán comunista de dominio fue el poder anarquista. Los documentos de España traicionada revelan, entre otras cosas, el odio de los comunistas hacia los ácratas, odio cuyo fundamento encuentra Carr en la versión stalinista, seguida acríticamente: “La CNT, en opinión de los comunistas, hacía imposible la creación de una industria de guerra eficaz (…) Además, en los primeros días, elementos incontrolados de la CNT habían ejecutado sumariamente a presuntos fascistas (…) Habían asesinado en masa a sacerdotes (…) y quemado iglesias. Habían matado monjas. Si los anarquistas seguían con su “pillaje y sus quemas” quedarían como una “mancha negra” en el movimiento antifascista”. Podía haber indicado Carr que una industria de guerra eficaz no consiguieron crearla ni los anarquistas ni los comunistas, pese a disponer de una infraestructura más que regular, y debido no sólo a las querellas entre unos y otros, sino también al desinterés de los obreros, a quienes todos decían representar. Más grave es la atribución de todos los desmanes a los ácratas, o la supuesta preocupación por la “mancha” en la pureza moral del movimiento antifascista. En el exterminio de la Iglesia, como de los fascistas, intervinieron con parecido ardor ácratas, comunistas, socialistas y republicanos, y no sólo en los primeros días, como está sobradamente documentado. Pasma que un historiador en otros aspectos solvente, repita a estas alturas los tópicos de la más inconsistente propaganda comunista.

En la senda de dicha propaganda, Carr insiste: “Los republicanos, disgustados por los paseos anarquistas de julio, estaban decididos a recuperar los poderes del gobierno legítimo para controlar a los “incontrolables”. Odiaban el resurgimiento del anticlericalismo tradicional. Al carecer de amplio apoyo popular, eran por tanto aliados de los comunistas en tanto que hombres de orden”. El disgusto de los republicanos, salvo excepciones, no pudo ser por los paseos, en los cuales también intervinieron, así como en la formación de checas. Y esos crímenes no se limitaron, ni mucho menos, al mes de julio. El disgusto provenía más bien de que aquellos comités incontrolables privaban a los republicanos del poder, y de que el terror, del que informaba la prensa internacional, llegó a perjudicar seriamente los esfuerzos de los sucesivos gobiernos por aparecer a los ojos del mundo como demócratas. Y, contra lo que dice el aquí muy mal informado Carr, los republicanos no odiaban el anticlericalismo tradicional, pues habían sido ellos quienes más lo habían fomentado a lo largo de decenios, y era, en rigor, el único rasgo que unía a todas las izquierdas.

Y tampoco, finalmente, estaban los republicanos “decididos a recuperar el poder” después de la revolución de julio del 36, porque su insignificante organización y apoyo popular no les permitía soñar con tal cosa, ni podían tener garantía, a la altura de septiembre del 36, de que los comunistas fuesen “hombres de orden”. En realidad el gobierno republicano de Giral se hundió en la impotencia tan pronto repartió armas a las masas, el 19 de julio, y en el gobierno compuesto un mes y medio después de la revolución de julio, los republicanos tenían un papel decorativo, mantenido con vistas a presentar una fachada de legalidad que le valiese el favor de Londres y París. El nuevo gobierno lo encabezaba el Lenin español, Largo Caballero, el principal enemigo de la república burguesa; y sus fuerzas reales eran los socialistas y comunistas. En noviembre entraron también otros republicanos ejemplares: los anarquistas. La historia subsiguiente del Frente Popular fue en gran medida la de las querellas, a menudo sangrientas, entre las tendencias revolucionarias principales, la socialista, la comunista y la anarquista.


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