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CRóNICAS COSMOPOLITAS

18 de julio

Cruzamos Vitoria el 16 o el 17, no recuerdo. Mi padre conducía. El coche debía ser muy grande, ya que cabíamos sus siete hijos, su segunda esposa, no nuestra madre, gracias a dios, no, y una chacha, que si no me falla la memoria, se llamaba Acacia. Cruzando Vitoria, mi padre sintió, o vio, o se percató de que pasaban cosas raras: grupos de gentes gesticulando y gritando por las calles, muchos militares, y mi padre gruñía constantemente: “Aquí pasa algo, aquí pasa algo. No es posible, no se habrán atrevido”.

Bueno, yo tenía nueve años y puede que lo que recuerde de aquellas horas sea trivial, infantil, y que mi padre supiera muchas más cosas sobre la situación política de entonces, de lo que queda en mi memoria: gruñidos, irritación, mal humor. Llegamos a Lequeitio sin más problemas, ni de carretera ni de nada. El 18, o sea, un par de días después, o uno solo, comienza la Cruzada, o el levantamiento militar fascista. No hay motivo para extrañarse de que recuerde esas fechas, y las extrañas vacaciones de ese verano de 1936 en Lequeitio, y de nuestra posterior huida a Bilbao, escapando de los requetés, y al cabo de pocas semanas nuestro viaje en barco hasta Bayona, siempre huyendo de los requetés.

No hay motivo para extrañarse de nada, ya que esas fechas, y todo lo que significan, dieron un rumbo imprevisto a mi vida y a la de cientos de miles, incluso millones, de españoles más. Pero creo ser, sino el único, en todo caso uno de los pocos exiliados que consideran este exilio, pese a todo, y hubo de todo, una suerte, una fiesta. Cuando, en 1998, publiqué mi libro, “El exilio fue una fiesta”, precisamente, y me enfrenté al tejemaneje de las entrevistas, todos los que me entrevistaron, salvo Fernando Sánchez Dragó, se extrañaban y hasta se escandalizaban por el título: ¿cómo podía haber sido una fiesta el exilio? Hasta los más simpáticos, los que parecían haberme entendido, escribían luego: “claro, el título es una provocación. El exilio fue una tragedia”.

Pues no, y voy a dar un solo ejemplo: cuando a los 18/20 años, conocí “San Germán de los Prados”, en París, ese microcosmos bohemio y festivo, en comparación con el cual la posterior “movida madrileña” fue un triste desfile de títeres sin cabeza, yo me he dicho muchas veces que si por los mismos años, hubiese vivido en Madrid, otro gallo nos hubiera cantado. Pero no se trata de eso, el caso es que, debido a mis orteguianas circunstancias, dediqué muchos años de mi vida, y muchos “sacrificios” (en realidad la clandestinidad me encantaba), a la lucha anti-franquista. Ahora, con la distancia, si no reniego de mi anti-franquismo, aparte el breve periodo como soldado del totalitarismo comunista, puedo hablar con tranquilidad de la diferencia fundamental entre nuestra propaganda, izquierdista, revolucionaria, y nuestras ilusiones personales.

Hablábamos de socialismo y soñábamos, sueños expresados en voz alta, sólo ante amigos, en algo que se parece mucho a la España de hoy. A medida que nuestros “modelos” se derrumban, uno tras otro: URSS, China, Cuba, etc, hablando de proyectos personales, los obreros soñaban con fuertes sindicatos y partidos de extrema izquierda, no en el poder, cuidado, sino en los que hubieran podido desempeñar un papel dirigente; y los intelectuales, con o sin comillas, con libertad de expresión, y cada cual se veía fundando revistas, dirigiendo colecciones o hasta editoriales, y cosas por el estilo. El sentimiento de revancha, de venganza, o de fraude por no haberlo logrado, la idea de que el exilio debía convertirse en inversión (de sufrimientos) a fin de cuentas “rentable”, no prosperó. Sin decir, como yo, que el exilio fue una fiesta, pocos reivindicaron rabiosamente una pensión de ex combatientes, o de “exexiliados”. Menos mal.

Volví al País Vasco 41 años más tarde, en Septiembre de 1977. Antes había pasado, en coche o en tren, pero no me había parado y quedado quince días, como durante aquel Festival de Cine de San Sebastián, en donde, por primera vez, los organizadores pagaron, y siguen pagando, el monstruoso impuesto “revolucionario”, que sirve para matar a gentes inocentes. Se habrá entendido que considero que la sociedad española ha resuelto bastante bien la cuestión del exilio y otros problemas de la transición democrática, salvo el problema del terrorismo etarra, nefanda herencia del franquismo, cáncer que pone en peligro la democracia. A mí me parece bien que el Gobierno quiera mantener la lucha contra ETA en el marco de la legalidad democrática, sin caer en las aventuras criminales de los GAL, que, además, tanto beneficiaron políticamente a ETA, y de las que el máximo responsable, jefe de Gobierno y jefe del partido gobernante, se “enteró por la prensa”, lo cual, en cualquier democracia arraigada, le hubiera valido a Felipe González la cárcel, o al menos la jubilación obligatoria de toda actividad política. No fue así.

Pero quiero dirigirme aquí a la ciudadanía, a los valientes vascos que luchan por la libertad, en el colectivo ¡Basta ya! o en otros, y a todos los españoles que desean hacer algo, por poco, o mucho, que sea, contra el terrorismo. ¿Cómo es posible que un acontecimiento tan mediático, tan cultural, tan “glamour”, tan de moda y postín, sirva para armar a los asesinos? Porque de eso se trata, el “impuesto revolucionario” sirve para mantener y armar a un ejército de asesinos profesionales. Ese “impuesto” se exige, con amenazas de muerte, a los comerciantes, grandes o pequeños, a los empresarios, pequeños o grandes, al Festival de San Sebastián, al Museo Guggenheim, etc., y cuando hay muertos, salen los Odón Elorza y compinches, los líderes máximos del PNV y compinches, posan para las fotos y declaran que están contra los asesinatos, pero no contra los asesinos, ya que son vascos y, por lo tanto, se mire como se mire, más “suyos” que el gobierno de Madrid.

La situación en el País Vasco es absolutamente esquizofrénica: de un lado habría que hacer como si no ocurriera nada, turismo, playas, gastronomía, museos, festivales; y, del otro, hay una guerra sucia, con asesinatos, coches bombas, terror callejero, censura a palo limpio y todo lo que sabemos. No se puede seguir así. Si hay guerra, pues guerra. ¿Sería tan inverosímil que algunos cineastas, actores, periodistas, simples espectadores, declararan que mientras el Festival de San Sebastián siga subvencionando el crimen organizado, lo boicotearemos? No digo que haya que poner bombas en el Palacio del Festival, propongo sencillamente boicotear el Festival, explicando por qué. Sería mucho más humano, más sencillo y hasta más eficaz.

Hay que boicotear el Festival de San Sebastián, y en este caso concreto, bastaría con un par de actores, un director, un invitado, que se negaran a ser cómplices del crimen, para que se armara mucho revuelo, y podría dar, precisamente por lo mediático del acontecimiento, nuevos ímpetus a la lucha ciudadana contra ETA, sus crímenes y sus impuestos mafiosos. De todas formas, hay algo que me resulta evidente: no se puede seguir fingiendo que “no pasa nada”, o incluso peor, que lo que pueda pasar se puede evitar “pagando”, y luego salir en la foto fingiendo llorar o rezar por los muertos cuyos asesinos “habéis SUBVENCIONADO”.
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