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LA INFAMIA ESCRITURADA

14 de julio 2142: ¡El último judío acaba de morir!

El siglo XXI se nutrirá del horror del siglo XX. Ya lo está haciendo. Con kilos de estudios, testimonios y trabajos de archivo. Homenajes, ceremoniales, recogimiento, silencio o rezos ante la pasión exterminadora que traspasó todo límite soportable.

El siglo XXI se nutrirá del horror del siglo XX. Ya lo está haciendo. Con kilos de estudios, testimonios y trabajos de archivo. Homenajes, ceremoniales, recogimiento, silencio o rezos ante la pasión exterminadora que traspasó todo límite soportable.
La historia del siglo anterior soñó un programa totalitario restando el material humano excedente. Y lo hizo. Y también lo dejó escrito. Para eso tenemos las hemerotecas.

Los que nos encontramos por edad entre los dos siglos somos afectiva e intelectualmente deudores de ese siniestro legado testamentario, y nos vemos moralmente obligados a recorrer la cronología de la infamia año tras año. No habrá tregua para nosotros y ninguna fecha nos resultará ajena, y todas nos parecerán un oprobio más. Como escribió hace ya medio siglo Claude Simon:

El siglo XX es el siglo que más ha ofendido a los hombres.

El ciudadano de hoy que viva sin referencia cronológica no sabe nada ni es nadie, al no saber dónde situarse, y por lo tanto desconocerá siempre la compasión. Dará la espalda al mundo.

Muchas ceremonias del dolor nos esperan. Hay demasiados millones de muertos ante los cuales recogerse. Y sobrecogerse. Las fechas mandan. Ahora, 70 años después de la segunda guerra mundial, Europa hace frente a esa inapelable exigencia que es el recuerdo –que es, en otro término, conocimiento de los hechos–. Vladimir Jankélévitch en un minúsculo texto resumió esa idea con sobriedad:

El pasado, como los muertos, nos necesita (…) hablaremos pues de estos muertos con el fin de que no sean aniquilados (V. Jankélévitch, L'imprescriptible, Ed. du Seuil, 1986, p. 79).
Esto es lo que les debemos. Qué menos.

La sobreabundancia de documentación histórica del holocausto procedente del Centro Yah Vashem de Jerusalén es abrumadora en su rigor y está al alcance de todos; la divulgación pedagógica de los crímenes exterminadores se hace correctamente desde la prensa española y europea. Pero ¡ay, cuántas paradojas! Todo esto ocurre en un tiempo en el que la asignatura de Historia languidece, el estudio de la cronología queda relegado al territorio de lo obsoleto y la voluntad de saber –que es lo esencial– sólo la contempla un grupo minoritario de jóvenes.

Por ello, quiero bajar a la literatura más ínfima, a los panfletos antisemitas, a la literatura llanamente criminal, que fue particularmente abundante en Francia entre los años 1940 y 1944. Con una prosa ágil y letal que cuesta leer de un tirón se escrituró lo abyecto. Hermann Rauschning es absolutamente clarificador: en Hitler me dijo recoge las impresiones que le produjo el futuro Führer antes del año 33: "Hitler no tiene doctrina; tiene pasión y designios, lo cual es muy distinto. (…) La masa no posee más que un aparato intelectual y sensorial muy simple. Todo cuanto no acierta a catalogar la llena de desasosiego"(v. la edición española fechada en 1941, p. 184).

El culto al odio salió sin frenos. Lo inenarrable salió por boca de hombres cultos como Brasillach, Drieu la Rochelle o Rebatet. Pero en política, y eso es válido para todos los tiempos, sólo se dice aquello que ha sido ya interiorizado y asumido. El holocausto estaba en las palabras de Céline, porque otras palabras anteriores habían abierto la vía a esa aceptación social. Céline fue, en cierto sentido, el Eichmann de la escritura.

Por ello, hay que bajar a las hemerotecas, allí queda al desnudo y para siempre escriturada la infamia.

En estos tiempos de conmemoraciones y de introspecciones, algunos amigos míos recorrieron sistemáticamente los 6 campos de exterminio en Polonia. Confieso que no pude seguirles. Conocí a demasiados hombres y mujeres con el brazo izquierdo tatuado en los años sesenta. Su silueta descarnada, pese a los años transcurridos, me acompañará siempre.

Bajar a las hemerotecas, decíamos. A falta de una cercana, tomé de las estanterías de mi biblioteca (francesa) un opúsculo de Pierre-André Taguieff titulado L'antisémitisme de plume (Berg International, 1999). En él se reproduce una buena selección de artículos antisemitas bajo el régimen de Vichy.

Taguieff es hoy uno de los grandes especialistas en antisemitismo, así como de las nuevas formas de judeofobia que se dan tras el 11 de septiembre. En España es esencialmente conocido por su libro La nueva judeofobia (Gedisa), publicado en 2003; Ana Nuño reseñó en LD otro de sus títulos.

Ojeando los artículos seleccionados por Taguieff, el título de un panfleto fechado el 23 de julio de 1942, y firmado por (un desconocido) Jacques Bouvreau, me sobrecogió:
14 de julio 2142: ¡El último judío acaba de morir! Diario de un francés medio en el año de gracia 2142.

Este panfleto, publicado en la revista Au pilori (En la picota), no es un panfleto como los otros: encierra el culto al odio, es el "necesitamos un enemigo visible" de Hitler. Es la barbarie en estado puro, concentrada en una ficción futurista: la utopía de ver el fin del último judío sobre la faz de la tierra. Esta ficción contemplaba la erradicación de la población judía por la esterilización. Sin masacres, sin derramamiento de sangre, sólo mediante un higiénico pinchazo, precisa el autor, que escribe con seudónimo. Se trata de un texto que bien podría ser de Céline, por su talento para el insulto y su obsesión de médico higienista. En cualquier caso, es la propia escritura la que se sitúa voluntariamente en el área delincuencial.

El antisemitismo de estado entre 1940 y 1944 desarrolló una propaganda polimorfa, señala Taguieff. Pero siempre con la misma idea: exterminar y purificar. Y en este panfleto el sueño exterminador se contempla desde la posibilidad científica eugenista.

Todo panfleto pone palabras a lo que es, en el tejido social, un deseo a voces.

El último representante de la raza abyecta, recluido en el zoo del bosque de Vincennes, murió en su madriguera.
El francés medio que se desayunó con este artículo aceptaba de antemano la culpabilidad de la población judía en "las tres guerras judías": la de 1870, la de 1914 y la que se inició en el 1939. La prensa de Vichy tuvo la particularidad de enlazar posiciones antisemitas clásicas o tradicionales con las posiciones renovadas por el discurso hitleriano. Aunaba el antisemitismo nacionalista y literario de Drumont con el antisemitismo científico de Gobineau, el continuismo patriótico fóbico de Maurras, Massis y Barrés con el antisemitismo virulento y propiamente hitleriano de jóvenes y cultos escritores como Brasillach, Drieu la Rochelle o Rebatet.

¿Por qué hablar de este panfleto? ¿En qué se distingue de los otros? Primero, por la brutalidad del proyecto imaginado. Segundo, por el juego perverso de las fechas, que opera en dos tiempos: la del tiempo real: el 23 de julio de 1942 se había iniciado la Solución Final (la noche del 16 al 17 de julio se realizó una redada durante la cual fueron arrestados 12.884 judíos en París) y la del tiempo ficticio: 2142 (fecha que clausura el exterminio definitivo del pueblo judío): 200 años exactamente median entre las dos fechas. Es curioso comprobar cómo la furia aniquiladora del autor sobrepasaba incluso las previsiones que el propio Hitler contemplaba unos meses antes, exactamente el 25 de enero de 1942, que fueron recogidas por Martin Borman:
Pasarán seguramente trescientos o cuatrocientos años antes de que los judíos vuelvan a poner un pie en Europa. (Conversaciones sobre la guerra y la paz, recogidas por Martin Borman, Luis de Caralt Editor, 1953, página 217).
La revolución francesa del 14 de julio de 1789 otorgó a los judíos la nacionalidad francesa, que conseguirían en 1791. Otro 14 de julio, el de 2142, cerraba la expendeduría. Una parte de la ciudadanía había sido borrada de la tierra. Se cumplía la profecía tanta veces acariciada por Darquier de Pelleboix, máximo jefe de una institución que sólo existió en Francia: el Alto Comisariado para la Cuestión Judía.

El escritor austriaco Joseph Roth, afincado en París desde 1932, escribía, poco antes de su muerte, en 1939:

Para prever el futuro ya no es necesario tener talento para la profecía. El futuro se lee "de por sí" en los rostros de los políticos de estación de tren a los que se les fotografía cada día (J. Roth, La filial del infierno en la tierra. Escritos desde la emigración, Acantilado, 2004).

Cuestión de fotos, será eso: antes Hitler, Mussolini o Franco en las estaciones. Ahora, noviembre de 2009, sale un libro en París que inicia un fenómeno propio de internet. Hitler en mi salón, así se llama. Su autor, el caricaturista Riss, director de Charlie-Hebdo, compra por E-bay, a menos de 50 céntimos de euro, cualquier foto. Los nietos venden a su abuelito en uniforme o a su abuelita plácidamente sentada cerca de unas alambradas. No quieren saber nada de esas historias de viejos. Aquellos retratados son personajes insignificantes. Fueron los verdugos voluntarios de Hitler.

Y las fotos son magníficas. Y Riss haciendo caja.
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